martes, agosto 29, 2006

Flores rojas

Entrada del Cementerio Highgate, Londres

Tumba de Carlos Marx

Workers of all lands, unite


El punto de partida de mis viajes es mi cabeza. Esta desquiciada y adorada cabeza que está apoyada en el punto medio de la distancia que separa mis hombros. Ella, tiene la responsabilidad absoluta de esa adicción que padezco, la de alejarme, cada vez que puedo, de la ciudad donde habito.

Demoré mucho en comprender el mecanismo de acción de mi mente. Debieron transcurrir muchos viajes, y unas cuantas resurrecciones personales, para que me diera cuenta que existían elementos comunes en todos y cada uno de mis temporales alejamientos de Montevideo. Y luego, tuvo que pasar un buen tiempo hasta que descubriese cuál era el proceso. Primero, me asombré. Acto seguido, me declaré víctima de un delirio. Después, me reí de mi misma. Finalmente, me sentí profundamente feliz por poseer tal rasgo de locura. Es que la verdad al respecto no puede ser otra que sin esta locura jamás hubiese podido vivir la inmensa mayoría de las experiencias maravillosas de mi existencia, ni descubrir increíbles lugares, ni conocer personas tan fascinantes como las que he ido encontrando por ahí, desparramadas a lo ancho y a lo alto de este planeta (seguimos siendo planeta, ya saben; claro, a los astros los medimos con nuestra vara).

El hecho es bien simple. Un día cualquiera leo o escucho algo sobre un cierto sitio. Puede ser un café, una obra de arte, una plaza, un museo, un farol en una esquina, una librería, una obra de teatro, una planta, un arroyito, una iglesia, un muro, una silla, una ventana, un escritor, una muñeca, una heladería o una tienda. Cualquier cosa. Generalmente, mínima en dimensiones físicas e incluso en la magnitud que suele darle la mayoría de la gente. Entonces me digo Allí tengo que ir. Y como quién no quiere la cosa, un tiempo después, allá ando, riéndome de mi locura, caminando por esas coordenadas espaciales, buscando el objeto de mi pequeño gran sueño. No importa cuan lejos esté, ni lo complicado que sea llegar. Siempre lo encuentro. Entonces, una corriente de plenitud recorre mi cuerpo, acaricia mi piel y embriaga todos mis sentidos (los cinco, y el sexto, por supuesto).

Podría enumerarles cien ejemplos, pero apenas les confesaré algunos. Fui a Paris solamente para pararme frente a Gioconda. A Budapest, para verlo desde el Danubio, llegando en barco. A Praga, para comprarme una marioneta. A New York, para indignarme del espacio donde Diego Rivera pintó un mural que ya no existe en el Rockefeller Center. A Madrid, para quitarme el sombrero frente al Guernica, y saludar a la Cibeles. A Corcoesto, aldea de Cabana de Bergantiños, para pisar la tierra que abandonó mi abuelo Ramón. A Santiago de Compostela, para abrazar a mi amiga Majo. Al Macchu Picchu, para ver amanecer sobre las ruinas. A México DF, para conocer el azul de la Casa de Frida en Coyoacán. A Paris, la segunda vez, para pasarme horas en Shakespeare and Company. A Montreal, para navegar en el St. Lawrence. A Sevilla, para caminar por la calle de la casa natal de Antonio Machado. A Málaga, para emborracharme del azul del Mediterráneo desde el Alcázar. A Miranda, aldea de Avilés, para comprobar que era cierto que desde la casa de mi amiga Belén, el aire se perfumaba de la sal del Cantábrico. Fui a Asunción a dar un curso, y regresé con el atardecer más maravilloso de mi vida, cuando el sol se prendía fuego sobre el río.

Debo confesar que el proceso no es tan simple. Sucede algo más. Me sucede algo más. Y es que después de cumplir con mi objetivo, se abre la caja de Pandora. Inmenso abanico de insospechados lugares, vivencias y personas, que me dejan borracha de sabores, colores, perfumes, sonidos, sensaciones. Entonces, al final, ya no sé si me gusta más alcanzar mi sueño o las fantásticas e inesperadas sorpresas que sé, llegarán de regalo.


Fui a Londres por primera vez con la única finalidad de tomarme un barco, recorrer el Tamesis hasta Greenwich, subir hasta el Royal Observatory, y poner un pie a un lado, y el otro, al otro lado “del” meridiano. Con eso me alcanzaba y me sobraba. Pero como estaría una semana por ahí, tampoco me preocupó mucho agregar una misión a mi viaje, la que me encomendó mi padre, cuando esta delirante servidora casi tenía un pie en el avión.

El día siguiente a mi arribo, la famosa línea, finalmente, quedó entre mis pies. Casi lloro de emoción. El resto de la semana pasé, durante el día, caminando las calles de Dickens y Shakespeare, buscando a Sherlock Holmes, recorriendo el British Museum y la National Gallery, cruzando el London Bridge, descubriendo los muelles y eligiendo sábanas en Harrods. Las noches, por su parte, me encontraron disfrutando Los Miserables, Cats, Evita y La importancia de llamarse Ernesto.

Faltando un día para dejar la ciudad de la primavera más helada y húmeda de mi existencia, recordé el pedido de mi padre, e inicié la búsqueda del lugar en mi guía. Pero no encontré nada al respecto. Debí llamar a la oficina de turismo donde una señorita muy amable me dio todas las indicaciones pertinentes. Una joyita de oficina turística, dicho sea de paso.

El mediodía de sábado se había vestido de azul por primera vez en siete grises y espantosos días, como si fuese una burla de los ingleses, tan flemáticos ellos, a pocas horas de mi partida. Tomé el tube de la Northern Line hasta la Archway Station. Al salir a la calle me encontré en un precioso barrio, típico barrio londinense, donde daba gusto quedarse. Negocios chiquitos atendidos por sus dueños, calles con poco tráfico, iglesias de tamaño humano y escuelas con patios en los que es fácil imaginar niños jugando en el recreo. Ubiqué la parada de autobús y me subí al 134. De pronto, reparé que pasaban los minutos y mi destino no se divisaba en el horizonte que me regalaba mi ubicación en el segundo piso del rojo y famoso vehículo de transporte público londinense. Caramba, me dije, ¿será posible que me lo haya tomado para el otro lado? Maldito tránsito inglés que circula a contrapelo del mundo. Look right, dicen todas la calles. Y lo había olvidado. Claro, deben accidentarse cien turistas por día por mirar a la izquierda en lugar de a la derecha. Y otros tantos deben tomar los autobuses hacia el destino opuesto. Muy graciosos los ingleses. Tan flemáticos ellos. De modo que me bajé del 134, crucé la calle (looking right, this time) y me tomé otro 134, este hacia el destino que me obligaba cumplir la misión encomendada por mi progenitor, hijo de Ramón, nacido en Corcoesto, aldea de Cabana de Bergantiños.

Descendí correctamente, compré película para mi cámara 35 mm (previendo que podría quedarme sin la posibilidad de documentar para la posteridad el logro de mi misión, y la única tarde soleada de Londres) y comencé a caminar. Tres cuadras derecho, me había indicado la señorita de la oficina de turismo. Y una muy larga hacia la izquierda, había agregado. El lugar era maravilloso. Una enorme acera de césped perfectamente cuidado, árboles de espeso follaje, y una casa al lado de la otra, todas casi iguales, dos plantas, techo a dos aguas y un pequeño jardín al frente. Disfrutaba mi paseo, subiendo la colina, mirando aquí y allá, ese Londres tan distinto al que había dejado antes de tomarme el tube. Pero la señal para girar a la izquierda brillaba por su ausencia. Mujer uruguaya que vive en Montevideo donde las cuadras miden varias veces cien metros (cuadras brasileras, le llamamos) no se acobarda así nomás por una de trescientos metros. Sin embargo, medían bastante más. Pese a que no suelo desesperarme en situaciones por el estilo, comencé a preocuparme porque no se divisaba ni medio teléfono, y menos aún, un alma a quién preguntar dónde diablos me encontraba, o si estaba en el camino correcto. Es que a esa hora todos debían estar almorzando, pensé, comprobando que no había objeto animado a la vista, hacia ninguno de los cuatro puntos cardinales. Ánimo, me dije. Mientras tanto, seguía caminando y tomando fotografías.

Por fin, apareció a lo lejos una silueta recortada en el resplandor de la tarde. Cuando se encontraba a unos diez metros me di cuenta que era un señor bajito, desplazándose despacio, algo encorvado, como si solamente mirase el suelo donde ponía sus pies. Frente a mi, se asemejaba a un patriarca. Cabello blanco, barba prolijamente recortada y cana, ojos celestes y mirada suave. Sin duda, era un vecino del barrio, quizás realizando la caminata diaria después del almuerzo. Como si nada ni nadie lo apurasen, me indicó que aún debía caminar una cuadra más en la misma dirección antes de doblar a la izquierda. Giró su cuerpo, y me señaló con su mano el sitio. Luego, se volvió hacia mí, y con una expresión que era una mezcla de deseo, de ruego y de convicción, pronunció las palabras que hicieron que ese viaje, mi primera visita a Londres, adquiriese una dimensión diferente, infinitamente mayor a la de la meta cumplida por haber puesto cada pie a un lado del meridiano de Greenwich.

Aún hoy, quince años después, me estremezco al recordar a ese septuagenario que caminaba con la mayor tranquilidad del mundo a la hora de la siesta en el nórdico barrio londinense, y que con una profunda emoción en su mirada azul, me pidió lo mismo que mi padre, al despedirme en Montevideo.

Hacía un par de años que había caído el muro de Berlín y el mundo pregonaba a los cuatro vientos que habían muerto las ideologías. Sin embargo, la tumba de Carl Marx en el Highgate Cemetery, estaba rodeada de gente de todas las edades y llegada desde los más increíbles rincones de la tierra, depositando flores rojas, rindiendo homenaje a uno de los mayores ideólogos de la historia.
Flores rojas que compré en la puerta del cementerio, cumpliendo con la misión que me había encomendado mi padre, y con el pedido del señor que me orientó cuando creí estar perdida. Hombres que me demostraron que las ideologías que algunos mataban, aún gozaban de buena salud.

Do not forget to leave a red flower on Marx tomb, me dijo el londinense de hablar suave y mirada clara. Workers of all lands unite, sigue diciendo Marx desde la tumba que visité aquella soleada tarde de mayo.