martes, agosto 22, 2006

Patrimonio


Es necesario estudiar profundamente la historia de esta región del planeta para conocer las razones que hicieron que mi país exista. O creer en dios y aceptarlo como un milagro. Diminuto entre gigantes, estuvo en manos de españoles, portugueses, e incluso ingleses, desde que en 1516 llegó el español Juan Díaz de Solís a las costas del Río de la Plata, hasta que se declaró nuestra independencia en 1825.

Menos de tres millones de habitantes en ciento setenta y cinco mil kilómetros cuadrados puede no sorprender a nadie. Sin embargo, estamos rodeados por los ocho mil quinientos millones de kilómetros cuadrados de Brasil, y los dos mil ochocientos millones kilómetros cuadrados de Argentina. Asusta. Dicho de otra manera, por el norte y por el este se nos vienen encima ciento setenta millones de brasileros, y por el oeste nos empujan treinta y siete millones de argentinos. Asusta más.

Tal vez la causa de nuestra independencia hay que buscarla en las tribus charrúas que asesinaron a Solís (y a toda su expedición). O en la decisión de los habitantes de Montevideo, cuando en 1806, mil seiscientos hombres de aquí (sí, de aquí) liberaron a su Majestad Buenos Aires, la Reina del Plata (entonces capital del Virreinato del Río de la Plata) de la primera invasión inglesa, razón por la cual el Rey de España concedió a Montevideo el título de Muy fiel y Reconquistadora. O, quizás, es uno de los misterios de la humanidad. Otro más.

Lo cierto es que somos independientes y, en general, convivimos pacíficamente con nuestros vecinos. A los brasileros, seamos honestos, les importamos poco y nada. Probablemente, la única vez que se percataron de nuestra existencia fue en la final del campeonato mundial de football del 50, cuando tuvieron que guardarse el festejo debajo de las gradas del estadio Maracaná. En realidad, nosotros recordamos más ese evento que ellos, que siguen cosechando campeonatos, mientras nosotros vivimos de glorias pasadas. Es que los brasileros son seres especiales. Bailan salsa, comen feishoada y beben caipirinha, pero también trabajan duro, convencidos de ser el país más grande del mundo. Eso sí, hacia abajo, estoy convencida, ni miran.

Con los argentinos, el asunto no es tan simple. La historia nos une más a ellos que a los brasileros. Además, compartimos el idioma, y nuestro intercambio es tan fluido que permitió un dramático ir y venir de militares, policías, presos políticos, hijos de presas, y desaparecidos durante las dictaduras de la década del setenta. Ni qué decir de los líos que tenemos desde hace un año por la inminente instalación en nuestro territorio (y a poca distancia de ellos, apenas cruzando uno de los ríos) de dos plantas procesadoras de celulosa. Por suerte, nos separan el Río Uruguay y el Río de la Plata.

Estamos tan cerca (pero tan cerca) que todo lo que los argentinos dicen que es propio, también es nuestro. Empecemos por Carlos Gardel (el “Mago”), sigamos por el tango y continuemos por el impresionante asado a la parrilla. La lista no se agota aquí, sino que se extiende al dulce de leche, las empanadas, los alfajores, las tortas fritas y el mate.

Todo pueblo tiene su patrimonio cultural con el que se identifica, y del que se enorgullece. Pero nuestros hermanos "del otro lado del Plata" se encargan de recordarnos que la ley del más fuerte no es asunto menor. Como no lograron que la UNESCO declarara que el tango fuera Patrimonio Cultural argentino (sino que lo consideró rioplatense), hace tres años se adueñaron de nuestro bien amado y sabroso dulce de leche. Y desde entonces andamos en disputas y conferencias varias en la UNESCO para que se dirima semejante litigio.

Personalmente, considero que el tango, el dulce de leche, las empanadas (no tienen nada que ver con las chilenas), el mate (bien diferente al helado que se bebe en Paraguay, aunque la planta viene de allí), los alfajores, las tortas fritas y el asado a la parrilla son del Río Plata. Y asunto concluido en lo que a mi respecta. A pesar de ser defensora de causas perdidas, en esto declaro tablas. Eso sí, mientras no nos sea regresada la Isla Martín García, poco me importa que las Malvinas sigan siendo las Faulklands (lamentando profundamente los miles de muchachos argentinos que murieron luchando alentados por su último dictador, el asesino Galtieri).

Sin embargo, hay otro patrimonio que considero una obligación defender, aunque mis orígenes genéticos (y culturales) no sean los vencedores. La razón es tan simple como la justicia, especie en extinción de estas épocas. Me molesta tremendamente que los pueblos se debatan en controversias interminables por algo que no debería dar lugar a discusión. Porque si existen peleas por temas de esta clase, poco se puede esperar del avance y de la reconciliación de la humanidad.

Me refiero nada más y nada menos que a la tortilla. Sí, la vieja y querida tortilla que tanto nos gusta. La tortilla, mal que pese a muchos, no es uruguaya, ni argentina, ni rioplatense. Menos aún española. Ni francesa. He dicho.
Los rioplatenses, por nuestro origen fundamentalmente español, la preparamos casi como los españoles. La gran diferencia es que para ellos es de patatas, y para nosotros de papas. Eso sí, nosotros también la hacemos de arroz, de espinacas, de acelga, de arvejas, de lo que venga, y, además, de todo lo que tengamos en la despensa o el refrigerador. No es casualidad que Balcius (uruguayo desmemoriado, si es que los hay) nos haya regalado su receta de tortilla de pimientos de Padrón (que espero con ansiedad deleitar la próxima vez que pise Galicia).

Es verdad que los españoles inventaron la tortilla de patatas, pero el tubérculo se lo llevaron de aquí nomás (léase América Latina), donde crecía desde siempre a miles de metros de altura, en diferentes especies, según la distancia que separaba la tierra del mar. En España, las primeras noticias de las papas se tuvieron en el año 1516 a través de Pedro Mártir de Anghiera, milanés, cronista de los Reyes Católicos, pero fueron los hombres de Pizarro los que las conocieron en 1532 cuando exploraban Cajamarca en el norte del Perú. Se sabe también que en 1575, el Hospital de la Hermandad de la Caridad de Sevilla, tenía dificultades económicas. Algunos españoles que habían estado en América (bueno, las Indias), aconsejaron utilizar las papas que se cultivaban a orillas del Betis, para alimentar a los enfermos. Y parece que gustaron. Hecho indudable. Fact, dirían los ingleses. De la patata a la tortilla debieron transcurrieron más de dos siglos. No se sabe quién la inventó, aunque se sospecha de alguna ama de casa, anónima por supuesto, creativa (o hambrienta), pero ya era conocida en Navarra y en la Corte de Pamplona, a principios del 1800.

Ahora bien, la base que usaron los españoles fue nada más ni nada menos que la del viejo y querido omelette, patrimonio tan francés como el pan marsellés. Es decir, el huevo bien batido. En suma, como no les alcanzó llevarse la papa de América, robaron la idea del huevo a los franceses. Pequeños detalles que viene bien aclarar, aunque su contribución a la gastronomía mundial está fuera de discusión.

Los franceses, tan elegantes ellos, al huevo batido le ponen jamón, queso, hierbas, y todos esos exquisitos ingredientes que convierten al omelette en un plato tan delicioso como frugal, al punto que se requieren unos cuantos huevos (media docena, para empezar) y varios cientos de gramos de queso y jamoncito para saciar el apetito de una persona de tamaño medio, y ni qué decir del correspondiente a un hombre, o a un adolescente famélico.

Hechas todas las aclaraciones, es imperioso continuar con el alegato. Tortilla significa torta pequeña, o, es el diminutivo de torta. Como la historia la escriben los vencedores, uno puede llegar al famoso DRAE, vencido antes de librar la batalla (o escribir este alegato), esperando encontrar que nuestra fuente de sabiduría considere como primera acepción la correspondiente a la tortilla de patatas. Pero no (Dios existe, diría mi Tía Delia). Encabeza la lista “Fritada de huevo batido, en forma redonda o alargada, a la cual se añade a veces algún otro ingrediente”. Es decir, la tortilla francesa. Y, oh sorpresa, a continuación “Alimento en forma circular y aplanada, para acompañar la comida, que se hace con masa de maíz hervido en agua con cal, y se cuece en comal”. Refiriéndose a América Central.

Entonces, volvamos a América, más precisamente a Tlaxcala, Méjico, cuyo nombre significa “lugar de la tortilla de maíz”. Tlaxcala se llamó así porque está situada en un lugar muy especial: del lado oriental está la montaña Malitzin o Malinche. El sol sale por allí y se pone en el occidente, sobre el cerro de Tláloc. Y así como viaja el sol, también viaja la lluvia. La zona se caracteriza por una muy buena siembra, por eso lleva el nombre de Tierra de Maíz. Los arqueólogos le han encontrado una antigüedad de diez u once mil años, pero no es el único lugar, existen varios.

Por otro lado, en la provincia de Chalco se cuenta que los dioses descendieron desde cielo a una cueva, donde Piltzintecutli hizo el amor con Xochiquétzal. De esa unión nació Tzentéotl, dios del maíz, quien se metió bajo la tierra y dio a su vez otras semillas. De sus cabellos nació el algodón, de sus dedos el camote, y de sus uñas otra clase de maíz. Por esto, dicho dios fue el más querido de todos y le llamaron el “señor amado”.

Muchos pueblos de Méjico reivindican a la tortilla como propia (Clarice puede ayudame en esto), argumentando la antigüedad de cada uno. Es así como llegamos a Ixtenco, pueblo otomí de Tlaxcala, que se fundó primero, y por lo tanto sus habitantes se enorgullecen de la leyenda que los convierte en creadores de la tortilla.

De modo que la tortilla, la torta pequeña del DRAE, por orden de aparición en el planeta Tierra en el que habitamos, nació en algún pueblito del territorio que actualmente ocupa Méjico, fabricada por manos de maravillosas mujeres que debieron alimentar a sus hambrientas familias con el mejor fruto de su tierra, el maíz. Si miles de años después, al otro lado del Atlántico, los galos batieron huevos y le pusieron quesos y aromáticas hierbas, lamento comunicarles que perdieron. En todo caso, y si se ponen querellantes, se les puede otorgar el segundo lugar, como en la Copa Mundial que acaba de terminar y de la que ya nadie habla.

La humanidad entera podrá discutir hasta la eternidad el origen de la tortilla. Los franceses defenderán su sitial, amenazándonos con huevos desde la Tour Eiffel, y los españoles el propio, armados hasta los dientes con las importadas patatas desde la Puerta de Alcalá. Sin embargo, el tiempo no se equivoca. En el se dirimen todos los litigios.

Mientras argentinos y uruguayos continúan debatiendo el origen del dulce de leche, la Isla Martín García sigue siendo Argentina, y las Faulklands inglesas. Sin embargo, como nadie duda que Jorge Drexler sea uruguayo, tampoco debería ponerse en tela de juicio que la tortilla, pese a quién pese, es patrimonio mejicano.