Staromestske namestri 2, Ciudad Vieja, donde nacen sus hermanas
Calle Neruda, Mala Strana, Casa de los dos soles.
Calle Neruda, Mala Strana, Casa de los tres violines
Calle del oro o de los alquimistas 22
Café Franz Kafka, Josejov Viejo cementerio judío, JosejovEra muy temprano en la mañana, las calles limpias y desiertas, yo iba rumbo a la estación de trenes. Cuando comparé el reloj de la torre con el mío, me di cuenta que era mucho más tarde de lo que había pensado. Me tenía que apurar, la sorpresa me hizo dudar del camino, todavía no conocía bien la ciudad, afortunadamente había un policía, corrí hasta él y sin aliento le pregunté cómo llegar. El se sonrió y dijo: “¿quiere que yo le indique el camino?”, Sí, le dije, “porque estoy perdido”. “Dése por vencido”, me dijo, y se dio media vuelta como alguien que quiere estar solo con su risa.
“Dése por vencido”, Franz Kafka
“Dése por vencido”, Franz Kafka
Ese texto encabezaba las impresiones escritas por mi hermano sobre su viaje a Praga. Le sucedían algunas anécdotas de su llegada a la ciudad, ninguna pasible de ser explicada racionalmente. El misterio era una constante en las doce carillas.
Dos años después, fui yo quién, atraída por su relato y por el genio y el sigilo de Kafka, tomé el tren en Viena una espléndida mañana de fines de junio con destino a Praga. A mi lado se sentó una chica checa, con quién tuve una de las conversaciones más increíbles de mi vida, que contaré en otro momento. Poco después que el tren comenzó su marcha, dos funcionarios de migración de la República Checa controlaron nuestros documentos. El proceso era lento, y yo, que suelo no sentir miedo, me quedé petrificada frente a esos hombres vestidos con uniformes militares, luciendo botas hasta la rodilla en pleno verano, de duros rasgos, con la seriedad marcada en las arrugas de sus rostros, hablando un idioma totalmente incomprensible.
En las cinco horas que duró el trayecto, el paisaje fue cambiando a un ritmo vertiginoso. Atrás iban quedando la perfección, la pulcritud, el cultivo aún en espacios mínimos de tierra, y la riqueza vienesa, y austriaca, (que han hecho que un amigo considere a la capital de Austria, y a Austria, un mundo “de mentira”), para dar lugar a inmensos espacios rurales, sin plantaciones ni fábricas, la mayoría no poblados. La poca gente que ingresó al tren una vez que dejamos atrás la frontera austro-checa, era más modesta, adusta, y, sin duda, campesinos.
El verano también fue quedando en Austria. El cielo azul rabioso con que me despidió Viena, por arte de magia, fue encapotándose, y una llovizna gris comenzó a esfumar los campos, los árboles, las casas. Lo único que falta es que lo escrito en la bitácora de mi hermano sea cierto, me dije mientras un escalofrío recorría mi cuerpo, obligándome a buscar el abrigo en mi bolso de mano.
Praga me recibió con una suave lluvia bajo nubes plomizas. La estación, pequeña, ruidosa y desordenada, solamente tenía indicaciones en checo. Creí haber retrocedido varias décadas en el tiempo. Y, nuevamente, sentí temor.
Al salir a la calle, arrastrando mi maleta entre una multitud que empujaba a los más débiles hacia cualquier sitio, divisé la fila de taxímetros. Sabía que debía tomar uno. Los metros no llegan allí, y los autobuses hacen recorridos imposibles para un extranjero desconocedor del idioma local. Alcanzó con intercambiar unas pocas palabras en inglés con el conductor del primer taxi de la fila, para comprender que sería estafada en la tarifa. De modo que esto es Praga, me dije, comprendiendo, por primera vez, que la resignación sería mi compañera de viaje en la mágica ciudad de Praga.
En el recorrido hasta el hotel ubicado en la cuidad vieja, una espesa niebla fue envolviéndolo todo, dificultándome discernir si la edificación era tan oscura, antigua y sucia como se presentaba ante mis ojos, o si mi percepción visual era el fruto de una desfiguración fantasmal producida por el efecto del cristal opaco en que se había convertido la lluvia.
Mil vueltas por calles angostas de la Ciudad vieja, y finalmente, el hotel. Efectivamente, pagué la tarifa más cara de mi vida, pero no valía la pena discutir con un conductor que, mintiéndome o no, solamente decía conocer cómo se decían los números en inglés o alemán. Sin duda, la tarifa en coronas era más favorable que en euros o dólares americanos. Agradecida por haber cambiado dinero en la estación de trenes, pagué una suma astronómica de coronas por el segundo viaje en taxi más temeroso de mi existencia (el primer lugar lo ocupa Caracas, pero esa es otra historia).
Una vez que dejé mi equipaje en mi habitación (pequeña pero bellísima, con una enorme ventana a la calle que invitaba a sentarse allí y dejar pasar las horas observando a la gente pasar), cambiando mis sandalias por zapatos deportivos, con la guía de la ciudad y el paraguas en la mano, salí a explorar el barrio.
A pesar de ser fines de junio y que el reloj marcaba las cinco de la tarde, la noche había comenzado a caer sobre la ciudad, dejándola en penumbras, apenas iluminada por la pálida luz amarilla que surgía de hermosos y añejos faroles que, de a seis por cuadra, no permitían ni siquiera que divisara con claridad mis zapatos deportivos blancos. Abrí mi mapa, pero no logré orientarme. La claridad, mínima y anémica, no resultaba suficiente para encontrar nombres repletos de consonantes, imposibles de retener en mi memoria por más de un segundo. Creí que me perdería, como el personaje de “Dése por vencido”. Sin embargo, eso no me sucedió hasta dos días después, la noche en la que sí me di por vencida, sentándome en el cordón de una vereda durante una eternidad, hasta descubrir que, a pesar de haber dado vueltas una hora intentando encontrar el hotel, me encontraba a menos de una cuadra. Por fortuna, mi primer paseo en Praga, fue exitoso. Cinco o seis calles pisando charcos, salpicándome las piernas y los pantalones, intentando no perder la calma, me condujeron a la plaza. Ese enorme espacio, estaba completamente inundado, convirtiendo en una isla al monumento central que homenajea a Juan Hus, teólogo reformador, símbolo de la independencia checa, quemado vivo en 1415, por ser opositor al rey. Caminando alrededor del lago, pude ver algunos de los emblemáticos edificios. El Ayuntamiento, con su famoso reloj astronómico que encierra una trágica leyenda (o historia), y la iglesia de Nuestra Señora de Tyn, de la que se divisan solamente las torres pues quedó atrapada por otras construcciones. Sin embargo, la belleza al lugar se la otorga el conjunto de hermosas fachadas multicolores de antiguos apartamentos restaurados, algo que esa tarde, la lluvia no me permitió apreciar.
Caminando bajo los pórticos de los edificios, no dejándome vencer por la niebla, intenté seguir el mapa para llegar al Puente Carlos, el más famoso de los quince del río Moldava. Las callecitas, a pesar de desordenadas, parecían seguir cierta lógica. Sin embargo, tal como lo decían los relatos de mi hermano, me perdí. Sabía que al final, todos los caminos conducen al Moldava, de modo que me dejé llevar por los designios de Praga, deambulando sin rumbo entre los callejones, estrechos espacios de suelos adoquinados, hasta que, el puente de las treinta estatuas se presentó imponente, dejándome anonadada.
Sentí que en lugar de recorrer el puente, estaba atravesando la neblina húmeda y espesa, haciéndome paso entre los pocos turistas que paseaban por allí, algo que agradecí ya que, a pesar que los paraguas multicolores sobresalían chillones en el paisaje gris, fue la única vez en mi estadía en la ciudad, que el puente estuvo casi desierto durante el día.
El río, dueño y señor de Praga, cubierto por la bruma, ocultaba su superficie, sus orillas, sus límites, escondiendo sus secretos, reservándose para sí los misterios a desentrañar que motivaban mi visita.
La ciudad del Castillo, a pesar de la calima que la envolvía, se divisaba al otro lado del río, en lo alto, más que resguardada detrás de sus murallas, vigilante protectora de Praga.
Apenas puse mis pies al otro lado del río, en la Ciudad Pequeña (Mala Strana, su nombre en checo suena hermoso), decidí regresar. La humedad calaba mis huesos, tenía frío, y la brisa fresca que soplaba sobre el río, me obligaron a emprender la retirada. Mañana será otro día, me dije.
Volví a recorrer las callecitas para llegar a mi punto de partida, la plaza de la Ciudad Vieja. La oscuridad era absoluta. Me costaba creer que fuesen las siete de la tarde. Obviamente, me resultó imposible realizar el mismo camino. Esta vez no me sorprendí. Sabía que, más tarde o más temprano, llegaría a destino. Sin darme cuenta, en pocas horas, me había entregado a los caprichos de la ciudad. Aún no sabía que esa era la llave necesaria para que Praga me develara sus secretos.
Continué mi caminata sin importarme el frío, la llovizna, ni los laberintos de la Ciudad Vieja, disfrutando la arquitectura y el efecto caleidoscópico de las gotas de lluvia en los cristales de las infinitas ventanas de los inmensos edificios. Los rincones, recovecos y laberintos dejaron de ser motivos de preocupación para convertirse en deleites absolutos de mis sentidos. Vagando entre cornisas, pórticos y charcos no reparé en que estaba nuevamente en la plaza. Sin embargo, la que apareció frente a mí poco se asemejaba a la que había visto un par de horas antes. El monumento central estaba envuelto en suaves luces rosadas y anaranjadas. Al acercarme esquivando el agua empozada en los adoquines, comprobé que la luz no llegaba a través de ningún sofisticado sistema artificial sino que era producto del reflejo de los colores del atardecer que matizaban de mil tonos el centenario monumento. Levanté mi vista al cielo. Mi boca quedó abierta durante varios minutos. Los últimos rayos del sol caían sobre la ciudad. La lluvia había cesado.
Mientras bebía una cerveza (las checas son las más famosas del mundo, y doy fe de ello) en un café ubicado frente al reloj astronómico del Ayuntamiento, mirando las primeras estrellas brillar entre suaves nubes rosadas, no dejaba de sonreír recordando el llamado Triángulo Mágico de Europa, fuente de energía tan única como inexplicable, formado por Lyon, Turín y la ciudad en la que me encontraba. Según los esotéricos, las hadas, duendes y fantasmas que allí habitan, deambulan sobre las aguas del Moldava y se esconden detrás de las columnas de los pórticos, sorprendiendo y atemorizando a desprevenidos e incrédulos caminantes. Pensé en el sorpresivo escampe, en la indefinición de la superficie y de las orillas del emblemático río, en la única ciudad de Europa que no fue destruida en las guerras, en la niebla que llega sin anuncio, se instala porque sí y desaparece sin dejar rastro. Comprendí entonces que la magia de Praga me había invadido, colonizándome. Kafka dijo que Praga nunca te abandona, como si fuese una madre cariñosa con garras afiladas. Y así fue, se quedó en mí.
Los días siguientes fueron soleados, cálidos y azules, y transcurrieron maravillándome con cada rincón descubierto en cada una de las cinco ciudades. Ciudad Pequeña o Mala Strana, Ciudad del Castillo o Hradcany, Ciudad Nueva o Nove Mesto, Ciudad Vieja o Stare Mesto, Ciudad Judía o Zidovské Mesto o Josefov.
Las huellas de Kafka aparecieron enseguida, a pocas cuadras del hotel, en el edificio que se construyó unos años después que un incendio destruyera su casa natal y que hoy alberga una exposición permanente de su hijo favorito, en la que un pequeño busto guarda papelitos con poemas olvidados que nunca serán publicados, dejados por jóvenes escritores. Luego, otras fueron surgiendo en las demás “ciudades”, en cada casa, apartamento, casita y habitación que lo alojó durante meses, años, o décadas. Pero sobre todo, en la idiosincrasia del checo, en la melancólica luz amarilla de los faroles, en las sombras silenciosas sobre el Moldava, en el misterio del reloj astronómico, en la trágica historia de los judíos de Praga, en los callejones, los laberintos sin salida, los adoquines, el teatro negro, la música de cámara que surge de pequeñas iglesias inundando el aire de la tarde, las marionetas, la niebla que todo lo oculta, envuelve y cubre, la nieve de los helados inviernos, el cristal de Bohemia tan caro como hermoso, los atardeceres desde los puentes del Moldava.
De mi búsqueda de Kafka, recuerdo perfectamente cada descubrimiento. El más sorprendente fue la travesía realizada en la dirección opuesta a la recomendada por las guías turísticas, hasta la Callejuela del Oro, que debe su nombre por haber alojado a los alquimistas obsesivos en sus intentos por encontrar la mágica fórmula para lograr el preciado metal, situada en el límite del muro de la Ciudad del Castillo y la Ciudad Pequeña. Recorrido que inicié en el norte, subiendo unas empinadas y eternas escaleras, ascenso de por sí difícil, para mi desgracia complicado porque a cada paso me enfrentaba a los turistas descendiendo. La puerta número 22, donde vivió dos años (1917 y 1918) con su hermana Ottla, hoy alberga una librería cuyo nombre no recuerdo, y que sus dueños permiten recorrer sin objeción alguna. El itinerario por los dos pisos (o uno y una buhardilla, para ser fiel a la realidad) dura apenas unos breves minutos. El diminuto espacio obliga a preguntarse cómo pudieron vivir allí dos personas, y haber sido felices, o disfrutado de un tiempo digno de recordar. En el marcador de páginas que compré en la librería, se transcribe un párrafo de una carta que Kafka escribió a Felice Bauer, contándole la belleza y la paz que encontró en ese barrio. Fue allí donde escribió Un médico rural, publicado en 1920. Unos metros más abajo, una terraza me regaló un atardecer que coloreaba mágicamente los mil techos de Praga, convirtiéndose en una de esas postales que, al evocarlas, me devuelven la fe en épocas de desasosiego. Regresé al Moldava descendiendo por la calle Neruda, intentando no matarme de un resbalón en la pendiente, imaginando el esfuerzo que debieron realizar los carruajes tratando de ascender por el denominado Camino Real, que unía la plaza de la Ciudad Vieja con el Castillo. Cada casa conserva el escudo familiar: los tres violines, el león rojo, la estrella de oro, los dos soles…
Dos años después, fui yo quién, atraída por su relato y por el genio y el sigilo de Kafka, tomé el tren en Viena una espléndida mañana de fines de junio con destino a Praga. A mi lado se sentó una chica checa, con quién tuve una de las conversaciones más increíbles de mi vida, que contaré en otro momento. Poco después que el tren comenzó su marcha, dos funcionarios de migración de la República Checa controlaron nuestros documentos. El proceso era lento, y yo, que suelo no sentir miedo, me quedé petrificada frente a esos hombres vestidos con uniformes militares, luciendo botas hasta la rodilla en pleno verano, de duros rasgos, con la seriedad marcada en las arrugas de sus rostros, hablando un idioma totalmente incomprensible.
En las cinco horas que duró el trayecto, el paisaje fue cambiando a un ritmo vertiginoso. Atrás iban quedando la perfección, la pulcritud, el cultivo aún en espacios mínimos de tierra, y la riqueza vienesa, y austriaca, (que han hecho que un amigo considere a la capital de Austria, y a Austria, un mundo “de mentira”), para dar lugar a inmensos espacios rurales, sin plantaciones ni fábricas, la mayoría no poblados. La poca gente que ingresó al tren una vez que dejamos atrás la frontera austro-checa, era más modesta, adusta, y, sin duda, campesinos.
El verano también fue quedando en Austria. El cielo azul rabioso con que me despidió Viena, por arte de magia, fue encapotándose, y una llovizna gris comenzó a esfumar los campos, los árboles, las casas. Lo único que falta es que lo escrito en la bitácora de mi hermano sea cierto, me dije mientras un escalofrío recorría mi cuerpo, obligándome a buscar el abrigo en mi bolso de mano.
Praga me recibió con una suave lluvia bajo nubes plomizas. La estación, pequeña, ruidosa y desordenada, solamente tenía indicaciones en checo. Creí haber retrocedido varias décadas en el tiempo. Y, nuevamente, sentí temor.
Al salir a la calle, arrastrando mi maleta entre una multitud que empujaba a los más débiles hacia cualquier sitio, divisé la fila de taxímetros. Sabía que debía tomar uno. Los metros no llegan allí, y los autobuses hacen recorridos imposibles para un extranjero desconocedor del idioma local. Alcanzó con intercambiar unas pocas palabras en inglés con el conductor del primer taxi de la fila, para comprender que sería estafada en la tarifa. De modo que esto es Praga, me dije, comprendiendo, por primera vez, que la resignación sería mi compañera de viaje en la mágica ciudad de Praga.
En el recorrido hasta el hotel ubicado en la cuidad vieja, una espesa niebla fue envolviéndolo todo, dificultándome discernir si la edificación era tan oscura, antigua y sucia como se presentaba ante mis ojos, o si mi percepción visual era el fruto de una desfiguración fantasmal producida por el efecto del cristal opaco en que se había convertido la lluvia.
Mil vueltas por calles angostas de la Ciudad vieja, y finalmente, el hotel. Efectivamente, pagué la tarifa más cara de mi vida, pero no valía la pena discutir con un conductor que, mintiéndome o no, solamente decía conocer cómo se decían los números en inglés o alemán. Sin duda, la tarifa en coronas era más favorable que en euros o dólares americanos. Agradecida por haber cambiado dinero en la estación de trenes, pagué una suma astronómica de coronas por el segundo viaje en taxi más temeroso de mi existencia (el primer lugar lo ocupa Caracas, pero esa es otra historia).
Una vez que dejé mi equipaje en mi habitación (pequeña pero bellísima, con una enorme ventana a la calle que invitaba a sentarse allí y dejar pasar las horas observando a la gente pasar), cambiando mis sandalias por zapatos deportivos, con la guía de la ciudad y el paraguas en la mano, salí a explorar el barrio.
A pesar de ser fines de junio y que el reloj marcaba las cinco de la tarde, la noche había comenzado a caer sobre la ciudad, dejándola en penumbras, apenas iluminada por la pálida luz amarilla que surgía de hermosos y añejos faroles que, de a seis por cuadra, no permitían ni siquiera que divisara con claridad mis zapatos deportivos blancos. Abrí mi mapa, pero no logré orientarme. La claridad, mínima y anémica, no resultaba suficiente para encontrar nombres repletos de consonantes, imposibles de retener en mi memoria por más de un segundo. Creí que me perdería, como el personaje de “Dése por vencido”. Sin embargo, eso no me sucedió hasta dos días después, la noche en la que sí me di por vencida, sentándome en el cordón de una vereda durante una eternidad, hasta descubrir que, a pesar de haber dado vueltas una hora intentando encontrar el hotel, me encontraba a menos de una cuadra. Por fortuna, mi primer paseo en Praga, fue exitoso. Cinco o seis calles pisando charcos, salpicándome las piernas y los pantalones, intentando no perder la calma, me condujeron a la plaza. Ese enorme espacio, estaba completamente inundado, convirtiendo en una isla al monumento central que homenajea a Juan Hus, teólogo reformador, símbolo de la independencia checa, quemado vivo en 1415, por ser opositor al rey. Caminando alrededor del lago, pude ver algunos de los emblemáticos edificios. El Ayuntamiento, con su famoso reloj astronómico que encierra una trágica leyenda (o historia), y la iglesia de Nuestra Señora de Tyn, de la que se divisan solamente las torres pues quedó atrapada por otras construcciones. Sin embargo, la belleza al lugar se la otorga el conjunto de hermosas fachadas multicolores de antiguos apartamentos restaurados, algo que esa tarde, la lluvia no me permitió apreciar.
Caminando bajo los pórticos de los edificios, no dejándome vencer por la niebla, intenté seguir el mapa para llegar al Puente Carlos, el más famoso de los quince del río Moldava. Las callecitas, a pesar de desordenadas, parecían seguir cierta lógica. Sin embargo, tal como lo decían los relatos de mi hermano, me perdí. Sabía que al final, todos los caminos conducen al Moldava, de modo que me dejé llevar por los designios de Praga, deambulando sin rumbo entre los callejones, estrechos espacios de suelos adoquinados, hasta que, el puente de las treinta estatuas se presentó imponente, dejándome anonadada.
Sentí que en lugar de recorrer el puente, estaba atravesando la neblina húmeda y espesa, haciéndome paso entre los pocos turistas que paseaban por allí, algo que agradecí ya que, a pesar que los paraguas multicolores sobresalían chillones en el paisaje gris, fue la única vez en mi estadía en la ciudad, que el puente estuvo casi desierto durante el día.
El río, dueño y señor de Praga, cubierto por la bruma, ocultaba su superficie, sus orillas, sus límites, escondiendo sus secretos, reservándose para sí los misterios a desentrañar que motivaban mi visita.
La ciudad del Castillo, a pesar de la calima que la envolvía, se divisaba al otro lado del río, en lo alto, más que resguardada detrás de sus murallas, vigilante protectora de Praga.
Apenas puse mis pies al otro lado del río, en la Ciudad Pequeña (Mala Strana, su nombre en checo suena hermoso), decidí regresar. La humedad calaba mis huesos, tenía frío, y la brisa fresca que soplaba sobre el río, me obligaron a emprender la retirada. Mañana será otro día, me dije.
Volví a recorrer las callecitas para llegar a mi punto de partida, la plaza de la Ciudad Vieja. La oscuridad era absoluta. Me costaba creer que fuesen las siete de la tarde. Obviamente, me resultó imposible realizar el mismo camino. Esta vez no me sorprendí. Sabía que, más tarde o más temprano, llegaría a destino. Sin darme cuenta, en pocas horas, me había entregado a los caprichos de la ciudad. Aún no sabía que esa era la llave necesaria para que Praga me develara sus secretos.
Continué mi caminata sin importarme el frío, la llovizna, ni los laberintos de la Ciudad Vieja, disfrutando la arquitectura y el efecto caleidoscópico de las gotas de lluvia en los cristales de las infinitas ventanas de los inmensos edificios. Los rincones, recovecos y laberintos dejaron de ser motivos de preocupación para convertirse en deleites absolutos de mis sentidos. Vagando entre cornisas, pórticos y charcos no reparé en que estaba nuevamente en la plaza. Sin embargo, la que apareció frente a mí poco se asemejaba a la que había visto un par de horas antes. El monumento central estaba envuelto en suaves luces rosadas y anaranjadas. Al acercarme esquivando el agua empozada en los adoquines, comprobé que la luz no llegaba a través de ningún sofisticado sistema artificial sino que era producto del reflejo de los colores del atardecer que matizaban de mil tonos el centenario monumento. Levanté mi vista al cielo. Mi boca quedó abierta durante varios minutos. Los últimos rayos del sol caían sobre la ciudad. La lluvia había cesado.
Mientras bebía una cerveza (las checas son las más famosas del mundo, y doy fe de ello) en un café ubicado frente al reloj astronómico del Ayuntamiento, mirando las primeras estrellas brillar entre suaves nubes rosadas, no dejaba de sonreír recordando el llamado Triángulo Mágico de Europa, fuente de energía tan única como inexplicable, formado por Lyon, Turín y la ciudad en la que me encontraba. Según los esotéricos, las hadas, duendes y fantasmas que allí habitan, deambulan sobre las aguas del Moldava y se esconden detrás de las columnas de los pórticos, sorprendiendo y atemorizando a desprevenidos e incrédulos caminantes. Pensé en el sorpresivo escampe, en la indefinición de la superficie y de las orillas del emblemático río, en la única ciudad de Europa que no fue destruida en las guerras, en la niebla que llega sin anuncio, se instala porque sí y desaparece sin dejar rastro. Comprendí entonces que la magia de Praga me había invadido, colonizándome. Kafka dijo que Praga nunca te abandona, como si fuese una madre cariñosa con garras afiladas. Y así fue, se quedó en mí.
Los días siguientes fueron soleados, cálidos y azules, y transcurrieron maravillándome con cada rincón descubierto en cada una de las cinco ciudades. Ciudad Pequeña o Mala Strana, Ciudad del Castillo o Hradcany, Ciudad Nueva o Nove Mesto, Ciudad Vieja o Stare Mesto, Ciudad Judía o Zidovské Mesto o Josefov.
Las huellas de Kafka aparecieron enseguida, a pocas cuadras del hotel, en el edificio que se construyó unos años después que un incendio destruyera su casa natal y que hoy alberga una exposición permanente de su hijo favorito, en la que un pequeño busto guarda papelitos con poemas olvidados que nunca serán publicados, dejados por jóvenes escritores. Luego, otras fueron surgiendo en las demás “ciudades”, en cada casa, apartamento, casita y habitación que lo alojó durante meses, años, o décadas. Pero sobre todo, en la idiosincrasia del checo, en la melancólica luz amarilla de los faroles, en las sombras silenciosas sobre el Moldava, en el misterio del reloj astronómico, en la trágica historia de los judíos de Praga, en los callejones, los laberintos sin salida, los adoquines, el teatro negro, la música de cámara que surge de pequeñas iglesias inundando el aire de la tarde, las marionetas, la niebla que todo lo oculta, envuelve y cubre, la nieve de los helados inviernos, el cristal de Bohemia tan caro como hermoso, los atardeceres desde los puentes del Moldava.
De mi búsqueda de Kafka, recuerdo perfectamente cada descubrimiento. El más sorprendente fue la travesía realizada en la dirección opuesta a la recomendada por las guías turísticas, hasta la Callejuela del Oro, que debe su nombre por haber alojado a los alquimistas obsesivos en sus intentos por encontrar la mágica fórmula para lograr el preciado metal, situada en el límite del muro de la Ciudad del Castillo y la Ciudad Pequeña. Recorrido que inicié en el norte, subiendo unas empinadas y eternas escaleras, ascenso de por sí difícil, para mi desgracia complicado porque a cada paso me enfrentaba a los turistas descendiendo. La puerta número 22, donde vivió dos años (1917 y 1918) con su hermana Ottla, hoy alberga una librería cuyo nombre no recuerdo, y que sus dueños permiten recorrer sin objeción alguna. El itinerario por los dos pisos (o uno y una buhardilla, para ser fiel a la realidad) dura apenas unos breves minutos. El diminuto espacio obliga a preguntarse cómo pudieron vivir allí dos personas, y haber sido felices, o disfrutado de un tiempo digno de recordar. En el marcador de páginas que compré en la librería, se transcribe un párrafo de una carta que Kafka escribió a Felice Bauer, contándole la belleza y la paz que encontró en ese barrio. Fue allí donde escribió Un médico rural, publicado en 1920. Unos metros más abajo, una terraza me regaló un atardecer que coloreaba mágicamente los mil techos de Praga, convirtiéndose en una de esas postales que, al evocarlas, me devuelven la fe en épocas de desasosiego. Regresé al Moldava descendiendo por la calle Neruda, intentando no matarme de un resbalón en la pendiente, imaginando el esfuerzo que debieron realizar los carruajes tratando de ascender por el denominado Camino Real, que unía la plaza de la Ciudad Vieja con el Castillo. Cada casa conserva el escudo familiar: los tres violines, el león rojo, la estrella de oro, los dos soles…
De mi búsqueda de Kafka, recuerdo perfectamente cada descubrimiento. El más doloroso fue Josejov. El pequeño barrio con su Viejo Cementerio, sus sinagogas y su Ayuntamiento, me acercaron a la historia de los judíos de Praga. La sinagoga Pinkas aloja el Memorial a los judíos víctimas del Holocausto, entre las que se encuentran las tres hermanas del escritor checo que escribió en alemán. En medio del salón, rodeada de cuatro paredes en las que casi ochenta mil nombres de habitantes asesinados desde Bohemia a Moravia fueron escritos por los artistas Boštík y John entre 1954 y 1959, sentí el peso de la historia sobre mis hombros, avergonzándome de pertenecer a la raza humana. El frío que se instaló en mi alma al recorrer el sector del museo que recuerda a los niños del ghetto, no me abandonaría hasta varias horas después, a pesar de mi larga caminata por la Plaza de Venceslao bajo el sol más abrasador del verano checo.
Praga no se agota aquí, como tampoco las mil sensaciones y hallazgos que acortaron mi distancia con Kafka, logrando apenas una aproximación. Su mundo, su genio, su mente brillante, su melancolía, su fantasía, sus orígenes, su historia, comenzaron a decodificarse con mi visita a su ciudad natal, como cuando la niebla que la caracteriza se eleva de las aguas del Moldava.
“Quién la haya mirado una vez a los ojos (esos profundos, trepidantes y misteriosos ojos), será abrazado para toda la vida y no se resistirá jamás ante sus encantos y seducción”
Refiriéndose a Praga, Oswald Wiener, escritor austriaco.