viernes, julio 07, 2006

Azul


Para F, por el color del trigo

Frieda tiene el mismo número de letras que F (Franz) y la misma inicial
Franz Kafka
Entró a mi oficina sin ningún pretexto tal como lo hacía desde hacía varias semanas. Después de saludarme, su mirada se fijó en el libro que se encontraba en mi mesa. Era una de esas mañanas en las que no tenía demasiado trabajo, de manera que mientras se imprimía el informe que debía tener listo al mediodía, había sacado el libro de mi bolso, y leído unas cuantas páginas hasta que no tuve más remedio que recoger las hojas con la tinta aún húmeda para colocarlas en la carpeta para que mi jefe le diera el visto bueno.

Vio que aún había café en la jarra, y, sin pedirme permiso, se sirvió una taza, acercó una silla a mi mesa y se sentó. Era bastante desfachatado, para decirlo en pocas palabras. Así que tal como me lo esperaba desde que había aparecido en mi oficina, tomó el libro de mi mesa, lo dio vuelta para mirar la carátula y, acomodándose como si no tuviese nada más que hacer durante el resto del día, empezó a hablar de los murales de Diego Rivera en el Palacio Nacional de Ciudad de Méjico.

Una semana después, mientras caminaba desde la oficina a la parada del autobús para regresar a casa, sentí que alguien corría a mis espaldas, acercándose. Me expreso bien, sentí, porque más que escuchar el sonido de zapatos en las baldosas, percibí las vibraciones que el cuerpo de alguien producía en la acera. Bom, bom. Al darme vuelta, lo vi. Corría hacia mí dejando todo su peso en cada paso. Me había estado esperando en la esquina pues no sabía por cual puerta saldría, supe poco después, una vez que pudo hablar, tras recobrar el aliento perdido durante la veloz travesía de casi una cuadra. Antes que yo pudiese preguntarle qué diablos hacía allí, sacó del bolsillo interior de su abrigo un sobre, y me lo entregó.

La despejada y tibia tarde de finales del otoño nos encontró sentados en el banco de una plaza, mirando las fotografías que un par de años atrás había tomado de los murales de Diego Rivera en el Palacio Presidencial y conversando sobre el libro que tanta curiosidad le había causado, y que yo ya había terminado, Frida Kalho, de Rauda Jamís.

Debieron transcurrir cinco años para que llegase, por primera vez, a la calle Londres esquina Allende en Coyoachán. El brillo del sol de aquel mediodía de setiembre resaltaba el color del muro, ese luminoso e inconfundible azul que le dio el nombre a la casa paterna de Frida Kalho. Recorrí el jardín y las habitaciones en un estado entre la ensoñación y el éxtasis, sin poder pronunciar palabra, con una mueca felicidad dibujada en el rostro que no se me quitó en varios días. Su dormitorio con la increíble cama con el espejo en la que trabajó después de su terrible accidente, y que le permitió pintar sus primeros autorretratos. Su estudio en el que la silla de ruedas parece esperar el regreso de la enigmática, discutida y genial artista. Las salas repletas de obras precolombinas que Diego le regalaba después de cada infidelidad, robándolas él mismo de las excavaciones de Teotihuacan o pagando fortunas a quiénes solicitaba el encargo. La cocina, amplia, colorida, original, absolutamente personal. La pequeña urna que guarda sus cenizas.

De allí, partí hacia San Ángel, y visité la casa que construyeron Frida y Diego, las gemelas (en realidad no son idénticas) celeste y rosa, y entre ellas, el puente que unía y separaba, que transitaba Frida para encontrarse con “su” Diego, el puente que una noche la acercó a la casa rosada para descubrir la más dolorosa de las infidelidades de su marido, su hermana Cristina. Las habitaciones de la casa de Frida, la celeste, están repletas de documentos y fotografías encuadrados en las paredes; mientras que la de Diego, conserva su estudio, en el que una inmensa colección de muñecas llama la atención del visitante más despistado. Dicen que eran las que también regalaba a Frida, después de cada infidelidad que ella descubría.

Esa noche, el sueño llegó mientras recordaba a Diego Rivera. Mayor que Frida, gordo, feo, machista, que llevaba siempre su pistola en el cinturón, comunista, infiel. Recordé a Frida, con su pelvis y su columna destrozadas en un brutal accidente del que sobrevivió por milagro, con su ilusión deshecha de ser madre, brillante pintora, discutida, feminista, revolucionaria, que vestía costosas ropas típicas mejicanas, que usaba pantalones y fumaba, coqueta como pocas pero que jamás se depilaba las cejas y sorprendía a todos por su bigote, enamorada de Diego a pesar de los pesares, quizás mejor artista que ese hombre al que admiraba por encima de todo en este mundo.
La segunda vez que visité Ciudad de Méjico realicé el mismo recorrido sin dejar de maravillarme por lo que mis sentidos percibían. Luego, caminé unas tres cuadras hasta la casa de Troski, de quién dicen que fue amante, de lo que me olvidé al apenas entrar en ese pedazo de la historia, en que oriente y occidente se unieron.

Tampoco esa vez viajé con el hombre que tres meses después de la charla en la plaza, ya metido en mi vida y en mi cama, me entregaba el primero de los libros de Frida que me fue regalando a lo largo de los años que compartimos (Frida Kalho, Las pinturas, Hayden Herrera). Seguía queriéndolo como solamente se quiere a los que dejan huellas en nuestra piel y en nuestra vida. Nuestra historia había sido escrita con muchas faltas de ortografía que nos resultaron imposibles de corregir. Sin embargo, en mi memoria está grabado con tinta indeleble el tiempo que la vida nos unió, desde aquellas primeras conversaciones cuando se aparecía sin anunciarse en mi oficina, tomando sin mi permiso mi café, sentándose en mi escritorio sin que lo invitase y hojeando los libros que tenía sobre mi mesa de trabajo, sobre todo el primero, el escrito por Rauda Jamís, que le dio la esperada excusa de verme fuera de la oficina.
La última vez que estuve en la casa de Frida fue un 7 de julio, día en que ella decía que había nacido. Los guías del Museo la apoyan, celebrando su cumpleaños cada séptimo día del séptimo mes del año, partiendo del décimo año del siglo XX. Sin embargo, parece que su partida de nacimiento es de tres años y un día antes. Frida se divertía mucho presenciando las discusiones de historiadores, biógrafos, universitarios, periodistas, estudiantes y amigos. Le encantaba confundirlos. Se consideraba un duende, un diablillo, juguetona.

Fue con esa fecha en la cabeza, sintiendo la misma emoción que me invadió al saber que estaba en su casa de Coyoachán el día de su cumpleaños, con mi memoria desbordante de instantáneas de mis años con el hombre que tanto amé, que comencé a escribir estas líneas. Poco importa si Frida nació un día como hoy de 1910, o un día como ayer de 1907. Ella fue una gigante, una mujer excepcional que entregó su vida al arte, al hombre que amaba y a sus ideales. Además, nos regaló ese azul único, tono con el que estarán siempre coloreados los recuerdos del hombre que tanto amé.
Nací con una revolución. Que se sepa, con ese fuego nací, llevada por el ímpetu de la revuelta hasta el momento de ver el día. Me inflamó para el resto de mi vida. De niña, crepitaba. Adulta, fui pura llama. Soy la hija de una revolución, de eso no hay duda, y de un viejo dios del fuego, que adoraban mis ancestros. Nací en 1910. Era verano. Pronto, Emiliano Zapata, el Gran Insurrecto, iba a sublevar el sur. Tuve esa suerte: 1910 es mi fecha”.