Si pudiese cambiar de profesión, sin duda elegiría la fotografía. Y no porque sea buena en ese oficio, sino porque me gusta. Desde que tuve una cámara en mis manos, no he dejado nada sin fotografiar. Soy el terror de las reuniones, persiguiendo a todo quien se cruce en mi camino (o en mi campo visual) para dejar plasmadas para siempre en imágenes esas escenas y esos gestos, en los que generalmente nadie repara. El único límite que siempre tuve fue el de la cámara, ya que nunca he tenido una de esas maravillosas con las que pueden lograr verdaderas obras de arte. El costo del revelado nunca fue inconveniente. He gastado tanto dinero en papel fotográfico como en libros. El resultado es una colección de miles de fotografías a partir de las que es posible reconstruir la historia de mi familia, el crecimiento de mis hijos (pero también de sobrinos, e hijos de amigos), las transformaciones de mi ciudad, mi barrio, mi casa, y las casas de otros. Sin contar, claro está, las cientos (quizás más de una decena de ellas) de imágenes tomadas en mis viajes. Eso si, filmar no es lo mío. Nunca filmé nada y dudo lo haga alguna vez. El movimiento no es lo mío. La magia, a mi modesto entender, es captar instantes capaces de hablar por sí mismos. El tiempo real pierde encanto. Aunque no dejaré de admirar a quiénes hacen de filmar un arte.
Una imagen vale más que mil palabras, se dice por ahí. Y es cierto.
Cada vez que repaso mis álbumes de fotografías, aparecen los recuerdos como avalanchas, ya que a partir de un rostro o una esquina de algún rincón del mundo, surgen mil vivencias que rodearon al preciso momento en que tomé cada fotografía, y a partir de ellas, otras miles.
Hace un tiempo descubrí que escribo y fotografío para no olvidar. Creo que siempre he temido que un día de estos me venga un ataque de amnesia, la memoria me traicione y me vuelva injusta con los buenos momentos vividos o las maravillosas personas que he conocido. Todos sabemos que la memoria es como una niña caprichosa. Sus recursos son tan increíbles como imprevistos, y puede, por tanto, conducir a nuestros recuerdos por terribles laberintos sin salida. Y entonces quedar encerrados para la eternidad en rincones oscuros. Escribiendo y fotografiando los transformo en eternos, trascendiendo a los mecanismos inconscientes de mi memoria.
Ayer (porque aquí, en el sur, ya es jueves) estuve mirando fotografías. Había prometido publicar algunas de la casa de Faulkner en New Orleans y otras de Praga. Así que me puse a buscarlas. Aparecieron. Pero en ese ir y venir entre páginas de álbumes, fui descubriendo otras. Entonces me quedé un buen rato en el pasado, rememorando algún verano, más de un invierno, una que otra primavera, y no sé cuántos otoños. Aquí y allá, en el este, en el oeste, en el norte y en sur. De más está decir que estuve a punto de salir corriendo para el aeropuerto a tomarme el primer vuelo con asiento disponible. Me venía bien Praga, New Orleans (a donde no regresé después de Katrina), Avilés, Montreal, Porto Alegre o Lima. Pero aquí sigo, aunque viajé durante un buen rato por muchos sitios.
Cuando regresé a la tierra me di cuenta que tengo un pequeño problema técnico para cumplir con mis promesas (¿quién te manda prometer, Laurita?), y es que estoy pasada de moda. Sí, así de sencillo. Pertenezco a la era de la fotografía analógica, a la de película 35 mm, a la que podía velarse, estropearse, destruirse. Soy de las que me iba de viaje con diez rollos y siempre me quedaba sin película en el momento en que más lo precisaba, pagando entonces precios astronómicos por uno (siempre que encontrara donde comprarlo). Puedo recordar exactamente donde y cuando me quedé sin películas, mi desesperación buscando un maldito lugar en el que me vendieran a precio razonable un rollo, mis caminatas de diez o quince cuadras de ida (y otras tantas de regreso al punto de partida) para fotografiar lo deseado. Y, claro, mi desilusión porque había cambiado la luz, y la imagen mágica había desaparecido. Entonces, regresar al día siguiente, a la hora exacta, rogando a quien correspondiese que no saliese el sol, o no se nublase, o no lloviese, para reproducir las mismas condiciones, algo prácticamente imposible. De todas formas, conservo divertidos recuerdos (alguno trágico, si es cuestión de confesar) de esas hazañas fotográficas, aventuras que están indeleblemente unidas a cada viaje.
Pues bien, al ser una mujer 35 mm, no tengo la posibilidad inmediata de publicar mis fotografías. Debo escanearlas, proceso complejo que lleva un buen rato si es que quiero lanzarlas al "éter". Algunas, por suerte, ya están en formato digital por consejo de algún ser cercano a esta servidora que ha pretendido que me pasara a la era de la fotografía digital. Ahora bien, soy tan terca que debió romperse mi vieja y querida Canon para que aceptara una camarita digital en mi vida. Es que todos sabrán que reparar una cámara de película puede costar tanto como tres cámaras digitales. A punto de viajar, hace poco más de un mes, no disponía del dinero (ni del tiempo) para arreglarla, de modo que no tuve más remedio que tomar el avión que me llevaría a Oxford, Denver, Boulder y Washington, con la digital en mi bolso. Esa es la razón por la que en mi viaje publiqué fotografías día a día (¿me imaginaron quizás escaneando cada noche en el hotel?). Tanto me gustó esa inmediatez, que le agregué memoria, y ahora la "bicha" (que es de mis hijos, pero está bajo mi custodia) puede tomar cerca de mil quinientas "pictures" (no me van a decir que no es un soberbio disparate).
Sin embargo, la cámara digital no me ha seducido plenamente (siempre he sido una "mujer difícil", además de terca) por diversas razones que no vienen al caso. Por eso, repararé mi vieja y querida Canon en cuanto el arquitecto decida aumentarme el salario (o me ponga patitas en la calle, pagándome una suculenta suma por mis años de servicio, léase: despido).
Hay quién dice que me adaptaré a la fotografía digital como lo hice a la computadora (abandonando para siempre en un estante de la biblioteca mi querida máquina de escribir). Se equivocan. Soy de ese tipo de mujeres que tiene un microondas por la sencilla razón que otro lo compró (en mi caso, mi segundo ex marido). Jamás se me hubiera ocurrido ir en busca de ese electrodoméstico. Las pruebas al respecto, Señor Juez, se han acumulado a lo largo de exactos diez años, y todas demuestran que solamente lo usado para calentar café. Perdón, miento; también agua cuando se me termina el gas de la cocina. Nunca cociné nada en el micro. Y no tengo intenciones de hacerlo; prefiero cocinar a fuego lento en mis viejas cacerolas.
Por todo lo expuesto, las fotografías de Praga y de la casa de Faulkner en New Orleans, demorarán unos días en aparecer por este blog. Pido, públicamente, las disculpas del caso.
Ayer me dediqué a recorrer algunas épocas de mi vida a través de fotografías tomadas con mi hoy herida cámara de 35 mm. Muchos recuerdos surgieron de esas imágenes, algunas plasmadas para siempre en blanco y otras, en color. Si algún día decido emprender la titánica tarea de organizar mis álbumes, necesitaré varias jornadas. Tal vez las miles de fotografías atesoradas son la mejor explicación que existe para negarme a cambiarme definitivamente a la era digital. Miles de fotografías, en miles de días vividos, cientos de meses transcurridos, más de cuatro décadas en este planeta... Soy, además de difícil y terca, mujer del siglo pasado.