Heladas de agosto en Uruguay
Cierto es que la mayoría de los individuos nos pasamos la vida metiendo la pata. Olvidar la fecha de cumpleaños del familiar más cercano, confundir los nombres de los hijos, olvidar que la nueva futura nuera llegará a cenar, tutear a quién no corresponde, preguntar por un esposo de quién se ha divorciado hace años, enviar saludos a una madre que mira las margaritas desde abajo desde una década atrás, son apenas una breve enumeración de los habituales errores que cometemos cada dos por tres y que, por lo general, terminan por convertirse en anécdotas, incluso divertidas, si es que el sujeto no se sintió lo suficientemente ofendido como para retirarnos el saludos definitivamente, claro está.
Es inevitable equivocarse, o forma parte de la nunca suficientemente bien analizada naturaleza humana. Errare humanen est, dice el cartel en la puerta de entrada al quirófano, en uno de los cientos inolvidables humores gráficos del argentino Quino, padre de la adorada Mafalda.
Aún los más cautelosos, meticulosos y considerados, cometen errores con quiénes los rodean, sean los más allegados o aquellos con quienes apenas se tiene un vínculo circunstancial, impersonal y obligado, entrando en este grupo conocidos de conocidos, vecinos, compañeros de trabajo, colegas, compañero de asiento en el avión, ex condiscípulo de la escuela primaria o secundaria.
Algunos, al reparar en el error, inmediatamente intentan subsanarlo, pidiendo las disculpas del caso, conscientes que al otro puede importarle un reverendo pepino el intento de reparación, pesando más la conciencia de la propia culpa. Otros, por el contrario se desviven en explicaciones que tal vez nunca logran convencer al depositario de la equivocación, sufriendo en demasía por el daño causado, aunque éste fuese apenas pisarle la cola al gato del cuida coches. Muchos, siguen su camino como si nada hubiese sucedido, porque, probablemente ni siquiera se dieron cuenta de lo hecho o dicho.
Es que hay individuos (presenten atención al detalle de no haber utilizado el término seres humanos) de todo tipo, forma y color. Como en botica, dígame si no.
Están los autocríticos y analíticos hasta límites insospechables e inescrutables, los cuidadosos en demasía de sus conductas y las consecuencias que acarrean o pueden desencadenar; los indiferentes a los sentimientos ajenos e incluso a los propios; los que cuentan ovejitas cada noche al develar su necesario reparador descanso, pasando lista y cuenta de los daños cometidos a lo largo de la jornada; los que el inglés definen easy going y en castellano vaya una a saber cómo nombrar, siendo en concreto aquellos a los que les da cualquier cosa lo mismo, como si no tuviesen alma o fuesen impermeables a lo hacen ellos mismos o los otros; los soberbios para quiénes los responsables son siempre los demás, ofendiéndose frente a cualquier intento de objeción de sus conductas o dichos; los que ven la paja en el ojo ajeno sin reparar en la tabla que tienen en el propio; los que buscan en su dios el perdón que los humanos no le otorgan; los que jamás sufren insomnio, durmiendo plácidamente sobre la confortable almohada que se ajusta perfectamente a su conducta, que jamás les habla, o que nunca es escuchada.
Entre los que piensan una y mil veces sus actos y palabras, antes, durante y después de la acción física o verbal, y los que carecen de conciencia, se encuentra, quizás, el grupo mayoritario. El de aquellos que, por mil razones que oscilan entre sus preocupaciones circunstanciales o sus historias personales, y con las que justifican sus conductas, no se dan cuenta la mayoría de las veces, del dolor que sus actitudes, palabras o silencios causan, aún en sus afectos más próximos, sean elegidos como las parejas, hijos y amigos, o parte del paquete familiar, en el que se ubican desde tíos, primos, abuelos, hasta padres, y muchas veces, lamentablemente, también, hijos. Son aquellos que siguen comportándose como niños, bajando la vista primero y la cabeza después, incapaces de sostener la mirada del otro que les dice, con los ojos inundados en lágrimas, Me hizo daño tal o cual cosa que hiciste o que tus labios deletrearon. Son aquellos que siguen necesitando que los pongamos al tanto de nuestros sentimientos a pesar del largo tiempo que hace que compartimos un vínculo afectivo estrecho.
A veces, los doloridos, largamente heridos, un buen día lloran un Basta, plantando bandera, admitiendo con una profunda tristeza, que los límites se encuentran demasiado cerca, más aún de lo jamás imaginado, dando vuelta definitivamente la página de un lazo que creyeron tan único como indestructible. Otras, esperan, convencidos en la premisa que todos somos humanos y factibles de error, esperanzados en que ese otro, más temprano de tarde, repare en aquel que lo cuida, y que siempre se cuida de no dañarlo. Muchos, toleran, aferrados a afectos rengos y chuecos, sustentados en un amor más ciego que tuerto, siendo incapaces de desplegar las alas y volar en busca de otro más sano, por no sentirse merecedor de él, eligiendo la soledad en compañía, creyendo que es preferible la migaja a una rebanada, o la horma entera de pan. Mientras que existe el grupo, alentado en tantas ocasiones por la propia psicología y por ciertas religiones, que hay que dar tiempo al tiempo, pasándose así los años, la vida entera, soñando un milagro que nunca se producirá, resignados casi cristianamente con que cada quién carga con su cruz, siendo ese maltrecho vínculo la propia.
Claro que por lo general, con los hijos y los padres se suele tener una actitud diferente, siendo imposible incluir esos vínculos ni entre el de los familiares a secas, ni entre el de los afectos elegidos. Normalmente, el amor por los hijos conlleva a aceptarlos casi más allá de todo, lo que no invalida seguir poniendo límites, como cuando apenas caminaban e iban derechitos a colocar el dedito en el toma corriente. Y a los padres, a pesar de los pesares, se los termina aceptando, rescatando los puntos de encuentro, haciendo a un lado las diferencias y discrepancias. Dicen que en eso consiste, en los hijos, madurar. Al final, pasada la adolescencia y la primera juventud, cuando los vástagos abandonan la casa paterna, hijos y padres consiguen tolerarse y respetarse mutuamente, manteniendo relaciones armónicas, tal como se describen en la física, con crestas y valles, más solidario que bien avenido, según la enumeración de sinónimos del término en el nunca bien ponderado DRAE. Porque, ese amor lo puede casi todo, así de simple, aunque requiere de un verdadero trabajo humano (tolerar, respetar, callar, hablar…) porque con el instinto no alcanza, ya que aún el maternal está en discusión por antropólogos. Excluidas las excepciones, que sin duda alguna existen, teniendo en algunas circunstancias rasgos trágicos, parciales o totales, conocidas a través de la literatura, desde los griegos hasta nuestros días, de la puerta del vecino, de la experiencia personal.
Sin embargo, en los vínculos elegidos, regar la plantita cada día no siempre da resultado, enfrentando, tantas veces, a las personas con la realidad, dolorosa, cruel, difícil, siempre inherente a la condición humana, de tomar decisiones. Quiénes hayan pasado por una desavenencia seria, un dolor profundo, una separación de pareja o el distanciamiento de (o con un) amigo, lo saben de sobra, y poco se puede agregar a sus vivencias. A pesar que cada relación es única, y cada individuo imposible de ser reproducible (aún clonándolo, el alma o donde habiten los sentimientos, continúa siendo inimitable), existen signos generales a los que se incorporan los exclusivos.
La aflicción que generan en un individuo las actitudes de los demás, no siempre son pasibles de reparación. Verdad indiscutible que deberían recordar los jueces, sacerdotes o rabinos antes de preguntar si los novios dan el Sí, o los cercanos a una pareja recién conformada, o cada persona a la hora de elegir a otra como amigo. Es por eso que hay quiénes se refieren a ciertos daños como cristales que se quiebran, mientras que otros simple y rotundamente sufren un No alcanza con pedir disculpas. Cierto, no es suficiente, pero qué bien recibido es un Perdoname, cuando no es solicitado, cuando el otro repara en el tajo producido.
Heridas sobre cicatrices llevan muchos marcadas en la piel, profundas lastimaduras jamás selladas, distinguibles a simple vista u ocultas al ojo humano, más siempre visibles por quién dice amar a la pareja o al amigo, si es que el afecto que proclaman sentir es, de veras, sano.
Por eso, cuando alguien a quién queremos, y que sostiene que el sentimiento es recíproco, esperamos que no nos hiera, pues ya cargamos unas cuantas angustias propinadas por enemigos o por afectos de antaño que debimos sepultar. Luego, reconociendo en el otro a un ser tan humano como uno mismo, aguardamos que, al menos, se acerque, antes que sea demasiado tarde, a pedirnos disculpas. Por último, doloridos en la espera, ensayamos la conversación que a nuestra iniciativa, pondrá al otro al tanto del daño que nos causó, conversación que tantas veces, demasiadas, nunca llega.
Alguien muy querido, uno de esos pocos amigos que la vida le regaló, esos que sacuden con un milagro la dura existencia, esos que están en la salud y en la enfermedad, en los éxitos y en los fracasos, pero sobre todo en la enfermedad y en los fracasos, ha herido a Ana.
Me lo dijo ayer de tardecita, después de una larga charla en la que me obsequió, como es su costumbre, con una de sus siempre disfrutables apologías de las relaciones humanas. Ana, cansada de guerras. Ana, hastiada de batallas y de guerra de guerrillas. Ana, peleando por su existencia mientras convive con la muerte en el hospital. Ana, tan pequeña, tan gigante, tan frágil, tan sabia. Ana, que herida hasta los huesos sigue viviendo. Ana, en la que siempre llueve sobre mojado.
Se puede lastimar al otro con actitudes y con palabras, dijo casi conversando consigo misma. Pero también con el silencio, agregó ya llorando, mientras caía sobre la borra del penúltimo café, la brasa del cigarrillo olvidado entre sus dedos, y a mi no me alcanzaban los brazos para contener su dolor, tan viejo y tan recién nacido.
La negó una vez hace un par de años. Volvió a hacerlo unos días atrás. La vida le dio dos oportunidades de defender a Ana, su amiga, mi amiga del alma. Pero no lo hizo. Por su forma de ser o por sus circunstanciales problemas o por su historia. No me importa porqué. Se le escaparon dos maravillosas e irrepetibles instancias de reivindicar un afecto que proclama único y a prueba de temporales, sismos e inundaciones. Sin embargo, cerró su boca. Pudiendo demostrar su lealtad, optó dos veces por dejar correr el agua bajo el puente. El que calla, calla, es una frase que hizo célebre a mi primer ex marido, pero, también, El que calla otorga. Quién supuestamente quiere a mi querida Ana, otorgó por partida doble.
Diluvia sobre Montevideo este mediodía de sábado, el primero de agosto. El viento sur sopla enfurecido, golpeando los cristales de las ventanas que muestran un cielo profundamente gris, apenas un rasgo más de este invierno que nos visita con temperaturas rondando el cero, el más gélido de los últimos cincuenta años. Ana, que no conoció otro agosto tan helado, tan oscuro, tan tempestivo, debe estar regresando del hospital, agredida por el viento y el frío, intentando dominar su paraguas, soñando con encender el fuego, tomarse un plato de sopa bien caliente, arrollarse en su sillón azul, refugiarse en Vivaldi, sumergirse en la lectura de algún libro, escapando de la violencia, de las agresiones fortuitas, de las miserias humanas. Pretendiendo no recordar, o, si lo sabré, esperando la siguiente helada.
Sin embargo, yo no puedo olvidar su dolor, porque también es mío, deseando, hasta el extremo de rezar a un dios en el que había dejado de creer, que quién la negó dos veces, por favor, no llegue nunca a hacerlo una tercera. A pesar de estar escrito en la Biblia que Pedro, el otrora leal Pedro, lo hizo con Jesús. Porque, uno puede ser casualidad, dos es una mera coincidencia, pero tres, tres siempre es una confirmación.
Cierto es que la mayoría de los individuos nos pasamos la vida metiendo la pata. Olvidar la fecha de cumpleaños del familiar más cercano, confundir los nombres de los hijos, olvidar que la nueva futura nuera llegará a cenar, tutear a quién no corresponde, preguntar por un esposo de quién se ha divorciado hace años, enviar saludos a una madre que mira las margaritas desde abajo desde una década atrás, son apenas una breve enumeración de los habituales errores que cometemos cada dos por tres y que, por lo general, terminan por convertirse en anécdotas, incluso divertidas, si es que el sujeto no se sintió lo suficientemente ofendido como para retirarnos el saludos definitivamente, claro está.
Es inevitable equivocarse, o forma parte de la nunca suficientemente bien analizada naturaleza humana. Errare humanen est, dice el cartel en la puerta de entrada al quirófano, en uno de los cientos inolvidables humores gráficos del argentino Quino, padre de la adorada Mafalda.
Aún los más cautelosos, meticulosos y considerados, cometen errores con quiénes los rodean, sean los más allegados o aquellos con quienes apenas se tiene un vínculo circunstancial, impersonal y obligado, entrando en este grupo conocidos de conocidos, vecinos, compañeros de trabajo, colegas, compañero de asiento en el avión, ex condiscípulo de la escuela primaria o secundaria.
Algunos, al reparar en el error, inmediatamente intentan subsanarlo, pidiendo las disculpas del caso, conscientes que al otro puede importarle un reverendo pepino el intento de reparación, pesando más la conciencia de la propia culpa. Otros, por el contrario se desviven en explicaciones que tal vez nunca logran convencer al depositario de la equivocación, sufriendo en demasía por el daño causado, aunque éste fuese apenas pisarle la cola al gato del cuida coches. Muchos, siguen su camino como si nada hubiese sucedido, porque, probablemente ni siquiera se dieron cuenta de lo hecho o dicho.
Es que hay individuos (presenten atención al detalle de no haber utilizado el término seres humanos) de todo tipo, forma y color. Como en botica, dígame si no.
Están los autocríticos y analíticos hasta límites insospechables e inescrutables, los cuidadosos en demasía de sus conductas y las consecuencias que acarrean o pueden desencadenar; los indiferentes a los sentimientos ajenos e incluso a los propios; los que cuentan ovejitas cada noche al develar su necesario reparador descanso, pasando lista y cuenta de los daños cometidos a lo largo de la jornada; los que el inglés definen easy going y en castellano vaya una a saber cómo nombrar, siendo en concreto aquellos a los que les da cualquier cosa lo mismo, como si no tuviesen alma o fuesen impermeables a lo hacen ellos mismos o los otros; los soberbios para quiénes los responsables son siempre los demás, ofendiéndose frente a cualquier intento de objeción de sus conductas o dichos; los que ven la paja en el ojo ajeno sin reparar en la tabla que tienen en el propio; los que buscan en su dios el perdón que los humanos no le otorgan; los que jamás sufren insomnio, durmiendo plácidamente sobre la confortable almohada que se ajusta perfectamente a su conducta, que jamás les habla, o que nunca es escuchada.
Entre los que piensan una y mil veces sus actos y palabras, antes, durante y después de la acción física o verbal, y los que carecen de conciencia, se encuentra, quizás, el grupo mayoritario. El de aquellos que, por mil razones que oscilan entre sus preocupaciones circunstanciales o sus historias personales, y con las que justifican sus conductas, no se dan cuenta la mayoría de las veces, del dolor que sus actitudes, palabras o silencios causan, aún en sus afectos más próximos, sean elegidos como las parejas, hijos y amigos, o parte del paquete familiar, en el que se ubican desde tíos, primos, abuelos, hasta padres, y muchas veces, lamentablemente, también, hijos. Son aquellos que siguen comportándose como niños, bajando la vista primero y la cabeza después, incapaces de sostener la mirada del otro que les dice, con los ojos inundados en lágrimas, Me hizo daño tal o cual cosa que hiciste o que tus labios deletrearon. Son aquellos que siguen necesitando que los pongamos al tanto de nuestros sentimientos a pesar del largo tiempo que hace que compartimos un vínculo afectivo estrecho.
A veces, los doloridos, largamente heridos, un buen día lloran un Basta, plantando bandera, admitiendo con una profunda tristeza, que los límites se encuentran demasiado cerca, más aún de lo jamás imaginado, dando vuelta definitivamente la página de un lazo que creyeron tan único como indestructible. Otras, esperan, convencidos en la premisa que todos somos humanos y factibles de error, esperanzados en que ese otro, más temprano de tarde, repare en aquel que lo cuida, y que siempre se cuida de no dañarlo. Muchos, toleran, aferrados a afectos rengos y chuecos, sustentados en un amor más ciego que tuerto, siendo incapaces de desplegar las alas y volar en busca de otro más sano, por no sentirse merecedor de él, eligiendo la soledad en compañía, creyendo que es preferible la migaja a una rebanada, o la horma entera de pan. Mientras que existe el grupo, alentado en tantas ocasiones por la propia psicología y por ciertas religiones, que hay que dar tiempo al tiempo, pasándose así los años, la vida entera, soñando un milagro que nunca se producirá, resignados casi cristianamente con que cada quién carga con su cruz, siendo ese maltrecho vínculo la propia.
Claro que por lo general, con los hijos y los padres se suele tener una actitud diferente, siendo imposible incluir esos vínculos ni entre el de los familiares a secas, ni entre el de los afectos elegidos. Normalmente, el amor por los hijos conlleva a aceptarlos casi más allá de todo, lo que no invalida seguir poniendo límites, como cuando apenas caminaban e iban derechitos a colocar el dedito en el toma corriente. Y a los padres, a pesar de los pesares, se los termina aceptando, rescatando los puntos de encuentro, haciendo a un lado las diferencias y discrepancias. Dicen que en eso consiste, en los hijos, madurar. Al final, pasada la adolescencia y la primera juventud, cuando los vástagos abandonan la casa paterna, hijos y padres consiguen tolerarse y respetarse mutuamente, manteniendo relaciones armónicas, tal como se describen en la física, con crestas y valles, más solidario que bien avenido, según la enumeración de sinónimos del término en el nunca bien ponderado DRAE. Porque, ese amor lo puede casi todo, así de simple, aunque requiere de un verdadero trabajo humano (tolerar, respetar, callar, hablar…) porque con el instinto no alcanza, ya que aún el maternal está en discusión por antropólogos. Excluidas las excepciones, que sin duda alguna existen, teniendo en algunas circunstancias rasgos trágicos, parciales o totales, conocidas a través de la literatura, desde los griegos hasta nuestros días, de la puerta del vecino, de la experiencia personal.
Sin embargo, en los vínculos elegidos, regar la plantita cada día no siempre da resultado, enfrentando, tantas veces, a las personas con la realidad, dolorosa, cruel, difícil, siempre inherente a la condición humana, de tomar decisiones. Quiénes hayan pasado por una desavenencia seria, un dolor profundo, una separación de pareja o el distanciamiento de (o con un) amigo, lo saben de sobra, y poco se puede agregar a sus vivencias. A pesar que cada relación es única, y cada individuo imposible de ser reproducible (aún clonándolo, el alma o donde habiten los sentimientos, continúa siendo inimitable), existen signos generales a los que se incorporan los exclusivos.
La aflicción que generan en un individuo las actitudes de los demás, no siempre son pasibles de reparación. Verdad indiscutible que deberían recordar los jueces, sacerdotes o rabinos antes de preguntar si los novios dan el Sí, o los cercanos a una pareja recién conformada, o cada persona a la hora de elegir a otra como amigo. Es por eso que hay quiénes se refieren a ciertos daños como cristales que se quiebran, mientras que otros simple y rotundamente sufren un No alcanza con pedir disculpas. Cierto, no es suficiente, pero qué bien recibido es un Perdoname, cuando no es solicitado, cuando el otro repara en el tajo producido.
Heridas sobre cicatrices llevan muchos marcadas en la piel, profundas lastimaduras jamás selladas, distinguibles a simple vista u ocultas al ojo humano, más siempre visibles por quién dice amar a la pareja o al amigo, si es que el afecto que proclaman sentir es, de veras, sano.
Por eso, cuando alguien a quién queremos, y que sostiene que el sentimiento es recíproco, esperamos que no nos hiera, pues ya cargamos unas cuantas angustias propinadas por enemigos o por afectos de antaño que debimos sepultar. Luego, reconociendo en el otro a un ser tan humano como uno mismo, aguardamos que, al menos, se acerque, antes que sea demasiado tarde, a pedirnos disculpas. Por último, doloridos en la espera, ensayamos la conversación que a nuestra iniciativa, pondrá al otro al tanto del daño que nos causó, conversación que tantas veces, demasiadas, nunca llega.
Alguien muy querido, uno de esos pocos amigos que la vida le regaló, esos que sacuden con un milagro la dura existencia, esos que están en la salud y en la enfermedad, en los éxitos y en los fracasos, pero sobre todo en la enfermedad y en los fracasos, ha herido a Ana.
Me lo dijo ayer de tardecita, después de una larga charla en la que me obsequió, como es su costumbre, con una de sus siempre disfrutables apologías de las relaciones humanas. Ana, cansada de guerras. Ana, hastiada de batallas y de guerra de guerrillas. Ana, peleando por su existencia mientras convive con la muerte en el hospital. Ana, tan pequeña, tan gigante, tan frágil, tan sabia. Ana, que herida hasta los huesos sigue viviendo. Ana, en la que siempre llueve sobre mojado.
Se puede lastimar al otro con actitudes y con palabras, dijo casi conversando consigo misma. Pero también con el silencio, agregó ya llorando, mientras caía sobre la borra del penúltimo café, la brasa del cigarrillo olvidado entre sus dedos, y a mi no me alcanzaban los brazos para contener su dolor, tan viejo y tan recién nacido.
La negó una vez hace un par de años. Volvió a hacerlo unos días atrás. La vida le dio dos oportunidades de defender a Ana, su amiga, mi amiga del alma. Pero no lo hizo. Por su forma de ser o por sus circunstanciales problemas o por su historia. No me importa porqué. Se le escaparon dos maravillosas e irrepetibles instancias de reivindicar un afecto que proclama único y a prueba de temporales, sismos e inundaciones. Sin embargo, cerró su boca. Pudiendo demostrar su lealtad, optó dos veces por dejar correr el agua bajo el puente. El que calla, calla, es una frase que hizo célebre a mi primer ex marido, pero, también, El que calla otorga. Quién supuestamente quiere a mi querida Ana, otorgó por partida doble.
Diluvia sobre Montevideo este mediodía de sábado, el primero de agosto. El viento sur sopla enfurecido, golpeando los cristales de las ventanas que muestran un cielo profundamente gris, apenas un rasgo más de este invierno que nos visita con temperaturas rondando el cero, el más gélido de los últimos cincuenta años. Ana, que no conoció otro agosto tan helado, tan oscuro, tan tempestivo, debe estar regresando del hospital, agredida por el viento y el frío, intentando dominar su paraguas, soñando con encender el fuego, tomarse un plato de sopa bien caliente, arrollarse en su sillón azul, refugiarse en Vivaldi, sumergirse en la lectura de algún libro, escapando de la violencia, de las agresiones fortuitas, de las miserias humanas. Pretendiendo no recordar, o, si lo sabré, esperando la siguiente helada.
Sin embargo, yo no puedo olvidar su dolor, porque también es mío, deseando, hasta el extremo de rezar a un dios en el que había dejado de creer, que quién la negó dos veces, por favor, no llegue nunca a hacerlo una tercera. A pesar de estar escrito en la Biblia que Pedro, el otrora leal Pedro, lo hizo con Jesús. Porque, uno puede ser casualidad, dos es una mera coincidencia, pero tres, tres siempre es una confirmación.