Si mi padre viviese, se hubiese tomado la cabeza con las dos manos y hubiese dicho, abriendo sus ojos miopes color miel, Murió Bergman.
Esto fue lo primero que vino a mi cabeza esta mañana, al leer en los titulares de todos los diarios que a los ochenta y nueve años, uno de los gigantes del cine abandonó el mundo de los vivos.
Es que me resulta imposible no asociar el cine con mi padre, pues fue él quién me llevó de la mano, no sólo al mundo de los libros, sino también al de la pantalla grande. Esto sucedió cuando aún no había pisado el salón de clase de jardinera. Con tres o cuatro años, entré a la enorme sala del Cine Metro de esta Montevideo, sorprendida por la dimensión de la pantalla donde se proyectaban Tom y Jerry, diciendo en voz bien alta para que a todos me oyeran Qué tevitón más grande. Luego, fuimos a ver juntos muchas más. Hace apenas unos días, se me dio por recordar las que marcaron mi vida, porque a pesar de ser casi una adolescente que abandonaba, indefectiblemente, la niñez, mi padre no dejaba de estar presente, dejando sus imborrables huellas en mi proceso de crecer, de convertirme en mujer, de formar mi siempre dinámica personalidad. Así aparecieron en mi memoria Encuentro de dos mundos, The man of La Mancha, Sacco y Vanzetti, El caso Mateotti, Estado de sitio, Rollerball, 2001 Odisea del espacio, La naranja mecánica, Allien el octavo pasajero…
Hace unos pocos años, una tarde de sábado, mi padre y yo conversamos sobre Sarabanda, y comentamos, por enésima vez, el genio de ese octogenario sueco que a los ochenta y cinco años seguía sorprendiéndonos, dando vueltas nuestro inconsciente, no dejando intacta una sola molécula de nuestro ser, conmoviéndonos con la naturaleza humana de la que muchos piensan que todo está dicho. Lo que mi padre me estaba diciendo, sin lugar a dudas, era (es) que los viejos tienen mucho para enseñarnos, y que hay que atender lo que quieren transmitirnos. Claro, no solamente a través de las obras de arte que algunos (muy pocos) crean, sino con sus palabras quizás pronunciadas más torpe o lentamente, con sus relatos de eventos rescatados del pasado, con ejemplos de vidas, aún con errores, humanas al fin.
Poco puedo decir de Bergman que no se haya dicho. Apenas regresar varias décadas en mi existencia, a mi hambrienta adolescencia y juventud, cuando devoraba sus películas, muchas de las cuales demoré varios años en entender, pero que constituían la mejor excusa para interminables tardes y noches de tertulias con amigos, filosofando sobre el alma humana, aún sin saber que el futuro me demostraría que lo que Bergman transmitía era la pura verdad, y que en eso se diferenciaba de los demás, convirtiéndolo en un genio y en un clásico indiscutible.
Hace unos pocos años, una tarde de sábado, mi padre y yo conversamos sobre Sarabanda, y comentamos, por enésima vez, el genio de ese octogenario sueco que a los ochenta y cinco años seguía sorprendiéndonos, dando vueltas nuestro inconsciente, no dejando intacta una sola molécula de nuestro ser, conmoviéndonos con la naturaleza humana de la que muchos piensan que todo está dicho. Lo que mi padre me estaba diciendo, sin lugar a dudas, era (es) que los viejos tienen mucho para enseñarnos, y que hay que atender lo que quieren transmitirnos. Claro, no solamente a través de las obras de arte que algunos (muy pocos) crean, sino con sus palabras quizás pronunciadas más torpe o lentamente, con sus relatos de eventos rescatados del pasado, con ejemplos de vidas, aún con errores, humanas al fin.
Poco puedo decir de Bergman que no se haya dicho. Apenas regresar varias décadas en mi existencia, a mi hambrienta adolescencia y juventud, cuando devoraba sus películas, muchas de las cuales demoré varios años en entender, pero que constituían la mejor excusa para interminables tardes y noches de tertulias con amigos, filosofando sobre el alma humana, aún sin saber que el futuro me demostraría que lo que Bergman transmitía era la pura verdad, y que en eso se diferenciaba de los demás, convirtiéndolo en un genio y en un clásico indiscutible.