Todos los relojes se detuvieron a las ocho y quince. Era el 6 de agosto de 1945 en Hiroshima y de sus trescientos cincuenta mil habitantes, murieron doscientos mil. De esta manera el mundo entero supo que existió una bomba de uranio bautizada como Little Boy.
Tres días después, a las once de la mañana, la mitad de los doscientos mil habitantes de Nagasaki perdieron la vida gracias a la plutónica Fat Man.
Algunos hibakusha (como denominan a los sobrevivientes) tienen marcada la piel, otros los genes. Todos, el alma. Sufren pesadillas u otros trastornos psíquicos, incrementaron su chance de padecer cáncer (muchos ya han enfermado de tumores malignos y leucemia, otros enfermarán), y la mayoría ha transmitido a sus descendientes un genoma alterado, por lo que cientos de miles de personas seguirán requiriendo tratamiento médico debido a las secuelas de las dos bombas.
Tres días después, a las once de la mañana, la mitad de los doscientos mil habitantes de Nagasaki perdieron la vida gracias a la plutónica Fat Man.
Algunos hibakusha (como denominan a los sobrevivientes) tienen marcada la piel, otros los genes. Todos, el alma. Sufren pesadillas u otros trastornos psíquicos, incrementaron su chance de padecer cáncer (muchos ya han enfermado de tumores malignos y leucemia, otros enfermarán), y la mayoría ha transmitido a sus descendientes un genoma alterado, por lo que cientos de miles de personas seguirán requiriendo tratamiento médico debido a las secuelas de las dos bombas.
La ciencia, es hora que lo aprendamos, debe estar al servicio de la vida. Lamentablemente, a sesenta y dos años de los incalificables ataques nucleares norteamericanos a dos ciudades japonesas habitadas por más de medio millón de civiles, la humanidad no ha aprobado el examen. A pesar que cada año se recuerda la tragedia, llenado páginas de periódicos y de sitios Web (como el de la BBC que recomiendo especialmente), otros titulares de prensa demuestran que los humanos no nos detendremos hasta extinguirnos.
Más allá de lo que quieran los políticos, siempre insaciables de poder, los científicos tienen la responsabilidad histórica de investigar para la paz. Moriré proponiendo que antes de graduarse, los científicos prometan como los médicos, algo parecido a un Juramento Hipocrático. Alcanzaría con que recordasen la carta que Einstein envió a Roosevelt en 1939, y de la que el genio y pacifista se arrepintió hasta su último instante en este mundo.