Me contó Ana que en el hospital donde trabaja, el otoño ya se percibe en el aire. Los primeros intentos de autoeliminación han comenzado a ocupar camas en el centro de cuidados intensivos. Ana dice que las medias estaciones son las elegidas por los desconsolados para abandonar el mundo de los vivos, agregando que la hora pico en que se producen la mayoría de los despegues hacia el más allá, es el atardecer. Antes, cuando era más joven, no se tomaba en serio a los suicidas. Pensaba que lo único que buscaban era llamar la atención, que no se deprimía quién quería sino quién podía. Necesitó que alguna década cayera de su almanaque, y sufrir su primera tristeza profunda, para comenzar a respetar la melancolía de los demás. Lamenta profundamente que en la escuela de enfermería, en lugar de tanta teoría psicológica, no le hayan enseñado sobre las miserias humanas. Tuve que aprenderlo en la vida, me confesó enojada. Cada vez que miro hacia atrás, continuó, maldigo haber sido indiferente frente a pacientes que intentaron suicidarse. Ahora intento repararlo con otros. Porque aquellos, vaya yo a saber si siguen vivos. Algunos, si, se corrigió. Muchos intentan matarse varias veces, agregó, y se me destroza el corazón cada vez que vuelven a ingresar, cada vez con menos fuerzas, más medicados, más distanciados de la vida, más ausentes.
Mientras bebía su café, Ana me comentó que ayer a las seis de la tarde, cuando recién comenzaba su guardia, fue internado un muchacho de veintisiete años que se había tomado todas las pastillas que encontró en su casa, acompañándolas con medio litro de whisky. Es un hombre hermoso, me dijo, tiene la piel bronceada de un verano que sin duda disfrutó, y aún huele riquísimo a pesar de todos los fármacos que le han metido por las venas. Alguien le dijo que es arquitecto, que tiene, con otros jóvenes colegas, un estudio bastante exitoso, y que anoche, cuando ella estaba yéndose del hospital, uno de sus amigos había aparecido. En otra época, hubiese seguido de largo, pero ya no, sigue contándome. Si con todo el dolor que veo en ese hospital fuese indiferente a la pena ajena, significaría que me convertí en metal, decía con la voz quebrada mientras le agrega más azúcar al café ya frío. Así que me acerqué a ese muchacho, y le pregunté si sentiría como una indiscreción que le preguntase qué desolación embriagaba el alma de su amigo. El pobre, me pidió para sentarse en un sillón de la sala de espera, y con sus ojazos verdes inundados en lágrimas, abrió su corazón sin importarle mucho quién era yo. Sin duda, tenía el dolor atragantado en la garganta, o martillándole el pecho desde que le habían avisado que su amigo había intentado suicidarse, continuó Ana, a quién la mirada se le fue poniendo cada vez más gris y húmeda.
Desde hacía varias semanas que no quería salir con nosotros, decía que no se sentía bien, que tenía el alma revuelta y mil asuntos de su interior que poner en orden. Al principio, una o dos veces, insistimos, pero después lo dejamos. Que se arregle con su soledad, dijimos. Si no nos necesita, si es egoísta, allá él. Así que nos desentendimos del asunto. Ya nos llamará, concluimos, y seguimos con nuestras vidas, que tampoco son prados verdes, tenemos nuestros problemas como todos, pero no nos aislamos ni dejamos de ver a los amigos. Pero, en realidad, era enojo lo que sentíamos. Y celos. Muchos celos. Lo maldecimos por egoísta, por no querer compartir sus problemas con nosotros, por pretender arreglárselas solo. En fin, que era autosuficiente y estrella. Cada día, al menos yo, esperé que me llamara. Pero no lo hizo nunca. Cuando, hace un par de horas, vi su número en la pantalla de su celular, pensé Al fin vienes con el caballo cansado…Y se lo dije cuando activé responder. No podía creer que fuese su padre quién me llamaba para darme la mala noticia. Me sentí tan mal, me dio tanta vergüenza, que tuve que juntar coraje para llegar hasta acá. Hace una hora que doy vueltas a la manzana. Maldiciéndome una y mil veces. Cómo pude ser tan ciego, me preguntaba. Cómo me atreví a sentirme ofendido porque no quería verme, me cuestionaba. Cómo fui capaz de acusarlo de egoísta, cuando el egoísta he sido yo, por actuar como si todos fuésemos iguales, como si no sintiésemos diferente, como si cada uno no tuviese distintas maneras de sufrir sus tristezas, me flagelaba. Pasé de él y de su pena, sin comprender que me necesitaba. Y yo que me creía su amigo. Y ahora es tarde…
Ana dice que se quedó a su lado, tomó su mano, le alcanzó un pañuelo de papel para que secara sus mejillas, y con la calma y la experiencia que le había enseñado más la vida que la escuela de enfermería, le dijo que entrara a ver a su amigo, que tomara su mano, se la acariciara, y que le hablara. Que le dijera todo lo que le había confesado a ella. Que nunca es tarde. Que desahogara su pena. Que somos humanos, que podemos equivocarnos, que lo más importante es admitir nuestros errores y aceptar el perdón. Que su amigo necesitaba escuchar que él había regresado.
Crees realmente que me escuchará, le preguntó, finalmente el amigo. Lo creo, afirmó Ana, que sabe de los delgados y misteriosos hilos tejidos entre la vida y muerte más que el mejor de los poetas. El muchacho, se levantó del sillón, dirigiéndose a la puerta de entrada del centro de cuidados intensivos, dejando olvidado un viejo reproductor de casetes. Ana, al darse cuenta, corrió para entregárselo. Gracias, dijo él, pero me parece que no va a servir de mucho, teniendo en cuenta su estado. Ana, abriendo la tapita, descubrió, escrito en letras pequeñitas y perfectas Las cuatro estaciones de Vivaldi. Anda, me dijo Ana que le respondió, háblale, y luego, deja que por sus oídos penetre la melodía, nada le hará mejor ahora que la música de tu voz y la música de Vivaldi.
Nos quedamos en silencio largo rato, Ana mirando la borra que el café había depositado en el fondo de su taza, y yo observándola, sin saber qué diablos pronunciar para sacarla de ese estado de ensoñación en el que se había quedado detenida, como tantas veces le sucede, colgando de una dimensión paralela. Pero a nosotras nunca nos sucederá algo así, le pregunté, simplemente para romper un hielo que había comenzado a quemarme la sangre. De pronto, comprendí que no necesitaba respuesta alguna. Mejor que nadie recordaba lo sola que había dejado a Ana varios atrás, cuando sufrió una profunda depresión de la que salió con ayuda de otros, porque yo, al igual que el muchacho del casete de Vivaldi, también creí que se estaba haciendo la estrella, que era egoísta, que se la daba de autosuficiente.
Ana, levantó la mirada, sonriéndome con la paz que solamente tienen los que alguna vez estuvieron en lo más profundo de sus infiernos, y, antes de pedir dos cafés más, anticipando que había llegado la hora de conversar sobre una pena que habíamos evitado durante años, me pidió que escribiese lo que acababa de contarme. No te olvides de decir que se llama Daniel, finalizó, porque la ciencia ya nada puede hacer, y ha llegado la hora de rezar por él.