martes, octubre 24, 2006

El legado


El anonimato me ha permitido escaparme de la realidad (o camuflarme en ella), actitud paradójicamente saludable. El juego se mostró seductor: muestro de mí misma solamente lo que quiero. Sin embargo, en estos más de cinco meses, en varias oportunidades, sentí temor de convertirme en un ser diferente al que realmente soy, o en un personaje de ficción. El juego daba a conocer su aspecto peligroso. Cada vez que sufría uno de esos ataques, me prometía contar porqué Laura Díaz, y porqué La amante de Bolzano, para independizarla de mí, para recobrar (al menos para mi misma) mi verdadera identidad. Pero pasada la etapa aguda, me olvidaba del asunto, y volvía a disfrutar a Laura Díaz, mi nueva piel.

Dicen los que saben (más por viejos que por diablos), que no se puede tapar el sol con un dedo. O que el telón, tarde o temprano, cae.

Durante más de un mes no escribí ni una sola línea en este espacio. No podía. No me salía nada. Era incapaz de desdoblarme. Laura Díaz era un ser totalmente ajeno a mí. Hasta que, el viernes pasado, las palabras cobraron vida. El texto se escribió solo. No me propuse regresar, simplemente sucedió. Tal vez porque existe un tiempo para todo. Quizás porque la palabra es terapéutica, y a través de las líneas que aquí hilo y tejo, la herida pueda comenzar a sanar. Me cuesta mucho decir lo que ha sucedido, pero siento que debo hacerlo de una buena vez. Quizás como exorcismo, tal vez para espantar fantasmas e iniciar un proceso que tarde o temprano deberé comenzar. Siento que si no lo digo, no podré seguir escribiendo. Pero también, que decirlo, es permitir traslucir lo más frágil y humano de mi misma.

Cuando nos tocan vivir acontecimientos fuertes, que sacuden nuestra esencia y cambian nuestros días para siempre, es imposible ponerse el disfraz como si nada hubiese sucedido y continuar vestido con ropas que no nos pertenecen. O continuar escondidos detrás del telón.

El 13 de setiembre, mi padre ingresó al hospital, como tantas veces en los últimos dos años. A pesar que era plenamente consciente de la seriedad de su enfermedad, que dios, las hadas, los duendes azules o los gnomos, y que su excelente médico, le habían regalado varios años de vida, la calidad de ésta iba disminuyendo a ritmo vertiginoso, creí (o tal vez deseé) que en unos días estaría de regreso en su casa.

Hace exactamente un mes, el mediodía del domingo 24, con la primavera recién estrenada en el hemisferio sur, acompañado por dos de mis hermanos, en una habitación del hospital, mi padre murió.

Dejó cuatro hijos adultos, nueve nietos, una casa en la que todas las paredes están tapizadas por miles de libros, dos archivos repletos de material único sobre literatura, sociología, historia y política, todas las notas que escribió durante una vida dedicada al periodismo, al ensayo, y a un singular estilo de crítica literaria, teatral y cinematográfica, una colección de discos que solamente valora un entendido coleccionista, decenas de artesanías y cerámicas que trajo de cada uno de sus viajes, y un legado invaluable para la cultura uruguaya.

Desde entonces, mi única certeza es que siento la ausencia de mi padre como un agujero, un enorme hueco que me duele en la boca del estómago, que me ahoga en la garganta, que me oprime en el pecho, me afloja las piernas, me nubla la vista y me humedece los ojos. Cada tanto, esa profunda e intensa tristeza, da lugar al consuelo, al recordar que por suerte pudo estar con mi hermano que vive en el norte del mundo y al que no veía desde hacía más de dos años. Y a que su médico (excelente profesional y mejor persona), así como los maravillosos enfermeros que lo atendieron, le permitieron que los últimos días de su vida, y su muerte, estuviesen rodeados de afecto y dignidad.

Nos dijeron que no sufrió. Y aunque son incrédula por naturaleza, la última madrugada de su vida acompañé su sueño, y su rostro reflejaba paz. Una profunda paz que se me dio por imaginar que provenía del simple hecho que se estaba despidiendo de este mundo recordando lo mejor de su vida. La niña que estaba dejando de ser a medida que la vida de mi padre se apagaba, sentía que la infancia de nosotros, sus cuatro hijos, estaba siendo la compañera de su último viaje. Cada tanto, la dicha surgía en su rostro. Entonces, mientras sostenía su mano con mis dos manos, como una película, mi niñez fue pasando por mi memoria.

Compromisos profesionales contraídos desde hacía mucho tiempo, me obligaron a viajar dos veces en este mes (la primera, a los cuatro días de su muerte) lo que, sin duda alguna, ha conspirado en contra del natural proceso de la despedida. Por eso, sentía una enorme necesidad de ir sola a su casa (lo había hecho una única vez, pero con dos hermanos), para escuchar lo que él tuviese para decirme, para hablarle, para conversar con él.

Ayer lunes, fui en la tarde. El brillo del sol se colaba por cada habitación a medida que iba abriendo las ventanas. Un inmenso respeto a su intimidad me llevó a prometerme no leer papeles personales, con la esperanza que por algún sitio existan instrucciones al respecto.

Me senté en la mesa de trabajo de su estudio para detenerme en cada una de las fotografías que habíamos descubierto con mis hermanos un par de semanas atrás. Las recorrí sin dolor, disfrutando cada una de ellas, intentando adivinar las fechas de las que no las tenían anotadas, interrogándome sobre personas que no conocía, sonriéndome frente a gestos o expresiones de mi padre.

Mientras guardaba las fotografías, encontré un enorme sobre que contenía todas las cartas que recibió cuando hizo su primer viaje largo. Los seis meses de ausencia fueron una eternidad para la niña de siete años que yo era, y que le escribía media página cada vez, contándole del nuevo hermanito, de mi primer año de colegio, del barrio, de las películas que íbamos a ver con mis tías, encabezando siempre con “Querido papito”.

Luego apareció un segundo sobre. Allí estaban las que él escribió. El rompecabezas se fue armando sin esfuerzo alguno. Primero las que recibió, luego las que envió. Una a una las fui leyendo, redescubriendo al padre de la niña de siete años (y de mi infancia), y al padre de mis tres hermanos que yo recordaba. Cada carta tenía un trozo para cada uno de nosotros, preservando nuestras identidades y contándonos asuntos propios. Además, estaba completa la historia de la famosa ardillita que había descubierto en el campus de la universidad (y no en el Central Park, como creía), de la que se hizo amigo a lo largo del otoño del norte del mundo.

Pero también, a través de sus cartas, descubrí al hombre enamorado, profundamente enamorado, de mi madre. Bellísimas cartas. Cartas de amor porque, además de contarle todo lo que hacía cada día, y de preguntarle por nosotros y por la casa, por los vecinos, el barrio y nuestras mascotas, siempre (siempre) había un maravilloso párrafo dedicado a cuánto la quería, cómo la extrañaba y la falta que le hacían sus noticias, ya que no podía tenerla con él.

Hoy, un mes después de su muerte, fui al cementerio. Bajo el sol del mediodía de un verano equivocado que se coló en la primavera, me senté en el césped, al lado de su tumba. Tendría que haber robado flores de jardines, como me enseñó de niña. Pero no me animé, y preferí comprarle un ramo, eligiendo, una a una, cada flor. Estoy segura que era lo que quería, porque desde pequeños nos transmitió la importancia de los ritos, y, además, siempre regalaba flores.

Conversamos. El me consoló contándome que a pesar de la soledad en la que está, no se siente solo. Y que está en paz. Me recordó que cuando yo tenía unos once años, frente a mi temor a la muerte, me había tranquilizado con que simplemente era dormir, dormir para siempre. Que hiciera memoria, él estaba recostado en el sofá, leyendo, y yo me acercaba a darle el beso de las buenas noches. Yo le conté que extraño nuestras charlas, sobre todo los sábados, cuando conversábamos sobre literatura, cine o historia, y discutíamos un poco (bastante) sobre políticos y gobernantes (él, un intelectual, yo, mujer de a pie que sufro las consecuencias de las decisiones de los gobernantes de turnos). Y que cada una de las veces que viajé desde que no está, casi lo llamo por teléfono, como siempre lo hacía, para despedirme. Pasamos juntos varias horas, y mientras hablábamos, recorría con la mirada el jardín que rodea su tumba. Cerca hay un lago, y los teros andan de aquí para allá. Además, tiene pocos vecinos. Sí, seguro que le gusta el lugar.

La primera vez que fui a su casa después de su muerte, creí que tendría la posibilidad de penetrar en la totalidad de su obra, y desmenuzar ese legado que ha dejado en la cultura uruguaya. Porque, como es normal, es casi imposible que un hijo siga día a día la profesión de sus progenitores, excepto que se dedique a lo mismo. Sin embargo, cuando anoche regresé a casa, comprendí por primera vez que primero tengo que conocer al hombre, ese que se escondió durante tantos años, preservándose, como cuidó esas cartas, cartas que hubiese deseado cayeran en mis manos mucho antes.

Debería ser más generosa con mis hijos, me dije anoche. Sin duda, ellos tienen también un rompecabezas sin armar, y yo, egoísta y temerosa, escondo las piezas, sin valorar lo vitales que son a la hora de reconstruir sus historias. Mientras pensaba en esto, recordaba una imagen que me acompañó toda mi vida, que busqué desesperadamente en los museos, y que cuando finalmente descubrí en la Nacional Gallery of Art de Washington, me puse a llorar frente a ella sin entender por qué.
Papá te recuerda más linda que esta niña. ¿Te portás bien? Escribíme mucho. Besos. La niña con regadera de Renoir, sonreía desde la postal que me mandó un 18 de setiembre, exactamente, cuarenta años atrás.
Fotografía. National Gallery of Art, Washington.