jueves, octubre 19, 2006

Sabor


Como detesto los supermercados, siempre me las ingenio para que otro ser realice las compras por mí. Esta tarde no fue una excepción: no tenía la menor intención de ir a uno. Pero, al pasar por la puerta, recordé que me hacía falta algún que otro artículo de limpieza, y que hasta tarde no podría recurrir a nadie que me resolviera el asunto. Así que respiré hondo, y entré, dirigiéndome directamente a la sección donde se encontraría lo que andaba buscando. En tres minutos cargué el carrito, y para salir lo más rápido posible, tomé un atajo que implicaba pasar por las frutas y verduras. De más está decir que prefiero adquirir esos alimentos en los mercados, donde legumbres y demás frutos de la tierra, huelen a lo que deben oler, y saben a lo que deben saber. Sin embargo, hacía varias semanas que no cocinaba nada, y solamente ingería platos hechos por otros; con poco amor, sobre todo. Por eso se me ocurrió que preparar algo con verduras podría ser un buen regreso a mis queridas (y abandonadas) cacerolas. Sin duda, estaba desesperada por legumbres. Porque todo me tentaba, desde las lechugas hasta las calabazas, pasando por los brócolis y los tomates, sin hablar de zanahorias y berenjenas.

Regresé a casa casi contenta. Podría incluso definir mi estado de ánimo como radiante, por esa fiesta a la que estaba a punto de ingresar: la de disfrutar de la simple y cotidiana acción de cocinar. Pronto me di cuenta que hacía mucho tiempo que no me sentía así, y sin tratar de ahondar en las razones, me dispuse a limpiar las legumbres. Y a prepararlas.

Mientras lavaba la tabla de picar, la cuchara de madera y la cuchilla, me encontré preguntándome porqué no había comprado papas para preparar tortillas, que tanto gustan a los míos. Son esas preguntas inocentes, casi tontas, que se convierten en cascadas de pensamientos y sentimientos que conducen a laberintos, abren puertas y ventanas, y al final nos dirigen al vacío al que saltamos, o pozo cuyo fondo parece no existir, y al que terminamos llegando al reventarnos la cabeza, violencia que deducimos al sentir ese profundo, sordo y agudo dolor.

Pero nada de esto había sucedido cuando sequé la tabla, la cuchara y la cuchilla. Tampoco al guardar las cebollas y descubrir que había al menos ocho papas en el cesto. Fue recién en el momento en que colocaba la tortilla recién hecha en el plato, y sentí su perfume (su inconfundible y embriagante perfume) que recordé la última vez que había preparado una.

Un sábado de noche, apenas unas semanas atrás, cociné dos. Uno de mis hermanos había prometido cenar en casa. Las había preparado en un ratito, casi con los ojos cerrados, en forma totalmente automática, como se hacen las tareas que conocemos de memoria, tratando de no pensar en los motivos que ocupaban mi vida (mis días, mis noches, mi cabeza, mi corazón y mi alma) desde hacía varios días, y que hacían que mi hermano estuviese quedándose en mi casa, y que esa noche fuera a cenar conmigo. Una vez que las dos sabrosas y perfumadas tortillas estaban en sus respectivos platos esperando la llegada de mi hermano, sonó el teléfono.

Cuando regresé a casa a las seis de la mañana y pasé por la cocina para servirme un vaso de agua, allí estaban las dos tortillas, intactas en sus platos, sin que les faltara ni siquiera un pellizco, como testigos de una llamada y de una noche que cambiaría para siempre mi vida.

A las tres de la tarde del día siguiente, en mi casa reinaba el caos. Algo así como un movimiento casi sicótico, o más bien esquizofrénico, porque existía un comportamiento disociado de todos los que allí estaban. Cada quién hacía algo sin pensar en lo que realmente había sucedido. O peor aún, como si no hubiese pasado nada. Como si nadie se detuviese a pensar en la razón por la que estábamos allí. Menos yo, que detenida en tiempo y espacio, observaba todo lo que pasaba a mi alrededor sin sentirme parte de nada, sin poder formar parte de esa sucesión de acciones que los demás ejecutaban, distante de los demás, ensimismada, intentando hacer pie en un mar revuelto de olas, del que lograba sacar mi cabeza para encontrarme en el medio de la nada, bajo un cielo negro y espeso en el que ni siquiera los relámpagos eran capaces de orientarme.

Observando la disociación de los demás estaba, preguntándome cómo era posible realizar acciones de la vida de todos los días a pesar de lo que había sucedido, cuando escuché sonidos de cubiertos y platos que llegaban desde la cocina. Al acercarme a la puerta, descubrí a mi hermano y a mi amiga Cristina, de pie junto a la mesada, alabando mis tortillas, mientras las devoraban, muertos de hambre los dos, sobre todo mi hermano, que no probaba bocado desde el mediodía del día anterior. Volví a asombrarme de lo diferentes que somos los seres humanos. Yo tampoco había ingerido más que agua en las últimas veinticuatro horas, sin embargo, en lo que menos pensaba era en comer. Al punto que debió transcurrir otro día para que me obligara a masticar algo, antes de caer rendida en la cama y dormir durante un tiempo parecido a la eternidad.

Los perfumes, así como los sabores y los colores, funcionan como disparadores de recuerdos, que nos acercan a instancias de nuestras vidas que habíamos olvidado. Algunos dulces, otros amargos. Y entre ambos, toda la infinita gama.

Es tarde en la noche, la tortilla espera en su plato que alguien corte un trozo, o que, al menos, le propine un pellizco. En lo que a mi respecta, esta noche paso de ella. Demasiados recuerdos. Y una pregunta que no me animo a pronunciar en voz alta ¿a qué sabrían aquellas tortillas que nadie probó la noche que fueron preparadas?