jueves, noviembre 02, 2006

Los muertos que algunos matan


Desde hace mucho tiempo (mucho) tengo la sensación que las noticias de actualidad me bombardean. Quizás sea un signo de paranoia. Pero eso, créanme, no me preocupa. Lo que sí importa es que cuando comenzaron los síntomas, me sentí muy (pero muy) culpable por ello.

Es que supe ser una mujer activamente comprometida con la gente. La de mi país y la del mundo entero. Para ello, antes que todo, me sumergía en cuanto libro llegara a mis manos que me formara en filosofía, ideología y económica. Además, leía periódicos y semanarios, devoraba las páginas editoriales y de opinión, escuchaba programas “serios” de radio, dedicando un porcentaje significativo de horas del día a informarme, a formar mi propia opinión, a conversar al respecto con colegas, compañeros de trabajo, amigos y amantes, enfrascándome en discusiones fantásticas, increíbles, dialécticas, en las que ponía mi cerebro y mi corazón. Era una mezcla, sin duda interesante (y digna de estudio por parte de entendidos), de pasión y razón.

De esas polémicas, charlas o tertulias eternas, acompañadas de cafés, mates o algún beberaje alcohólico, surgían las pautas para cambiar el mundo. El mundo era mi país y el universo todo. Así hice planes increíbles para modifican el orden de las cosas. Millones de planes. Soñaba con cambiarlo todo. Aunque, claro, nunca me llevé bien con los partidos políticos. O, mejor dicho, con los políticos. “Haz lo que yo digo pero no lo que yo hago”, parecía ser la religión que profesaban. Además, las mujeres éramos (¿éramos?) seres de segunda categoría, aún en los grupos de izquierda. Por eso, me dediqué a militar en lo gremial y en lo profesional. Es decir, a un universo más pequeño. A eso, obviamente entregaba también muchas horas de mi vida y, por supuesto, un inmenso caudal de mi energía. También quería cambiar mi mundo más íntimo, es decir, el doméstico, porque allí se gestan, realmente, las verdaderas revoluciones. Digna de estudio mi cabeza, sin duda.

A pesar de los sucesivos golpes contra mamparas, paredes, muros y montañas, seguí caminando por la ruta que pensaba era la correcta. Cada vez más herida, dolorida, desilusionada, pero siempre firme en mi convicción que no era de seres humanos íntegros quejarse. Había que hacer. Si no me gustaban las formas, debía dedicar energías a modificarlas.

Así me encontraron los noventa, con una democracia que apenas cumplía los cinco años después de una dictadura militar de derecha que había bañado de sangre primero las calles de mi país, y luego los sótanos de casas, cuarteles y cárceles donde se torturó hasta la muerte a miles de personas simplemente porque pensaban diferente que los nuevos amos y señores de este rincón de América del Sur.

Continué remando contra la corriente hasta mediados de los noventa, cuando comenzaron a aturdirme las noticias de actualidad. De a poco, me fui alejando de aquellas tertulias dialécticas, y empecé a sentir estériles las discusiones. En consecuencia, tomé distancia de mis actividades gremiales. Sin embargo, aún seguía debatiendo con los dirigentes acerca del porqué de mi actitud. Obvio que no les importó. Abrazaba firmemente una ideología, pero como no estaba alineada con ningún partido político, yo no les servía. Poco interesaba que me estaba sucediendo lo mismo que a otros miles de uruguayos, aunque a esas alturas, sociólogos y políticos escribían páginas y más páginas sobre la vertiginosa caída de la participación de la gente en gremios y partidos políticos. Y de sus causas. Y, por supuesto, de sus consecuencias.

El fin de siglo me encontró chupando un palo desnudo sentada sobre una calabaza, porque nada se parecía a lo que había soñado con tanta pasión, y por lo que había luchado, aunque mi contribución hubiese sido apenas un granito de arena (se suponía que cada grano de arena formaba la playa, o al menos, eso creía esta servidora). Todavía me sentía culpable por haberme alejado de los espacios de participación popular (o como se les plazca denominarlos).

El nuevo siglo siguió avanzando, y yo en él. Al final, dejé de sentirme culpable de la distancia infranqueable existente entre el “compromiso social” y yo. Primero, sufrí como una beduina porque “los otros” me convencieron que la equivocada era yo, por no haberme sabido adaptar al mundo, a esos transparentes y macabros hilos que el poder teje por todos lados. Luego, y no por vanidad créanme, comprendí que a pesar que “ellos” son mayoría, no era (ni soy) yo la equivocada. Ellos, los dueños del poder (político, económico, gremial) están cada vez más alejados de la gente. Y les importa un verdadero comino ese asunto mientras sigan bien aferrados a sus sillones. A sus adorados sillones. Si para ellos, eso es Democracia, lo siento. Para mí no.

Si hay algo que lamento desde esta distancia que profeso de la actualidad y de los juegos de poder en la que me encuentro autoexiliada, es el presente y el futuro de mis hijos, y de los hijos de todas las personas de bien. Esa que gente que labora, pasa y sueña, y un día como tantos, descansa bajo la tierra, como escribió Machado. Los adultos les estamos dejando una porquería de mundo y nuestros muchachos y muchachas casi no se oponen. A pesar que lo sufren, y cuánto. Me apeno que lo acepten. Aunque, pensándolo bien, quizás así es mejor. Mi vida tratando de cambiar las cosas, y mi fracaso, no es un buen ejemplo para nadie.

A veces me vienen achaques de escaparme de este país esquina con vista al mar, con destino a algún rincón de este planeta donde realmente pueda hacer algo por los demás, donde me permitan entregar mis energías, donde no me censuren el no estar alineada. He pensado en otros pueblos de mi misma América, o de África. Pero, al mirar a mis hijos, universitarios ellos, mis sueños bajan a tierra, como mis brazos. Ellos me siguen aferrando a esta tierra. Lo que no deja de ser una reverenda tontería, ya que harán sus propios caminos, como es ley de vida. Y entonces sigo acá, sintiéndome una inútil, sin poder aportar nada a los demás, debiendo conformarme con trabajar día a día, en una profesión en la que también me han sabido bajar los sueños al quinto subsuelo (o el mismísimo infierno).

No desmerezco en absoluto a los que trabajan día a día sin cuestionarse nada. En absoluto. Solamente intento decir que cuando uno siente que tiene algo para aportar, inicia un camino que ya no tiene retorno. Y claro, si no lo dejan hacer, la desilusión es inconmensurable. Tal vez soy una eterna desconforme. Pero prefiero verme como una cometa a la que le cortan la piola cada vez que remonta del suelo, imagen, además de poética, muy apropiada a la estación que disfruta el Río de la Plata, porque en primavera las brisas del mar permiten que el cielo azul rabioso sea salpicado por los mil colores de las cometas y barriletes.

A esta primavera del Río de la Plata, se ha agregado un color diferente al habitual. Es que también, a partir de hoy, nuestras costas (y nuestra capital) está siendo invadida. Y como si sufriésemos un estado de guerra, la seguridad de Montevideo se ha reforzado llegando a límites de películas de Hollywood. A los habitantes de esta ciudad rodeada de mar, nos han cercado. En nombre de la seguridad de los invasores, nos impiden circular por el centro, y apenas dejan ingresar a la Ciudad Vieja a los que allí viven, previo, obviamente, censo vivienda a vivienda (o puerta a puerta) durante el cual les tomaron todos los datos personales, fotografía y huellas dactilares. Eso sí, sus coches solamente podrán entrar y salir de los garajes entre la hora cero y las seis de la mañana (en suma, deja tu coche en otro barrio). El mismo censo ha sido sufrido por los que trabajan en esa enorme zona. Aunque, pocos de ellos cumplirán sus jornadas laborales allí porque para ellos se decretó “feriado no laborable”. De modo que solamente cumplirán sus jornadas laborales aquellos cuyos empleadores acepten pagarles doble (fue preferible darles los días “libres”), o los que no tienen otro remedio que hacerlo, porque se desempeñan en “servicios”, es decir, hoteles y restaurantes a los que asistirán los invasores. Además, claro, los empelados de las tiendas de objetos típicos, como prendas y artículos de cuero, joyas con piedras preciosas autóctonas, vestimenta confeccionada de lana de ovejitas uruguayas, que esperan ganarse sus buenos dólares americanos y euros, con las compras que, sueñan, harán los invasores.

Si, la cuidad se armó hasta los dientes. Y la zona de super exclusión ya está aislada. Varias manzanas del Centro y Cuidad Vieja, protegidas como jamás se ha visto por estas latitudes. Pero no para defendernos a los pobres montevideanos, sino para ponerles alfombra roja a los invasores. Y nadie se apiada de los vecinos que deberán mostrar sus “pases” cuando decidan retornar a sus casas. Menos aún de los que queramos ir a cenar a algún restaurante, ni qué decir de los jóvenes que deseen ir a bailar a los boliches que suelen frecuentar los fines de semana. Montevideo ya no es de los montevideanos. Ha sido entregada a los invasores.

A estas horas de la tarde ya llegó Albert Pintat. Si, se los repito, el primer ministro de Andorra. Con mi mayor respeto: ¿¡Andorra!? Y Kofi Annan, debe estar descansando en el Hotel Radisson, quizás en la suite de siete mil quinientos dólares por noche. Sí, Annan, tan secretario general de la ONU, como cuestionado jefe de cascos azules cuando la matanza de Rwanda, una década atrás. De a poco, estaremos más y más exiliados, al tiempo que vayan ocupando sus suites los presidentes, ministros de carteras varias, y hasta el Rey Juan Carlos.

Porque la Reina Sofía (que por ser vegetariana, y en su honor, se modificó el menú de cenas y almuerzos oficiales) no vendrá por sufrir una fuerte gripe, se anunció hace un rato. Parece que Lula se siente cansado después de la campaña electoral de la segunda vuelta, entonces su médico personal le recomendó reposo. Se comenta también que no vendrá nuestro vecino Kirchner, o que apenas estará un segundito, justo ahora, cuando los ambientalistas del Gualeguaychú argentino cerrarán de nuevo los puentes por el tema de las plantas de celulosa, y han pedido a su presidente que declare a nuestro país como “agresor” (¿tendremos guerra con Argentina? ¿Lo que nos faltaba!).

Pues claro, señoras y señores, estamos a punto de ser el país anfitrión de la XVI Cumbre Iberoamericana de Jefes de Estado. Deberíamos llenarnos de orgullo. Tendríamos que pasar por alto los inconvenientes de circulación que estamos sufriendo. No nos invade nadie. Son países amigos que nos han elegido para reunirse en nuestros hoteles y edificios históricos. Visitarán museos cerrados para nosotros, caminarán por calles que tenemos prohibidas, tendrán reuniones ministeriales sobre temas como educación, cultura, turismo, infancia, administración pública y vivienda, y, lo más importante, discutirán sobre el tema central de la Cumbre: las políticas migratorias. Sí, justo ahora que España decidió pasar por el alto el histórico tratado con Uruguay. Do not worry, be happy, dicen nuestros gobernantes.

Han querido convencer a los montevideanos que el exilio del que somos víctimas bien vale la pena. Figúrense, ciudadanos, repiten, serán cerca de dos mil quinientos invasores, y dejarán en nuestras arcas la suma nada despreciable de dos millones de dólares. No seamos desagradecidos, uruguayas y uruguayas, vienen con mucho dinero. Dinero que nos hace falta. A caballo regalado no se le miran los dientes. No recuerden ahora, justo ahora, la frase de nuestro Prócer José Artigas con que los gobernantes de todos los colores políticos nos llenamos la boca. Olviden por esta vez (y van…) aquello de “ No venderemos el rico patrimonio al bajo precio de la necesidad”.


Y así, hilando una palabra con otra, y, como no podía ser de otra manera, violando todas las normas narrativas, practicando el divague como método, llegué a un tema de actualidad nacional, del que he deseado huir. Mi fracaso es total. Porque el asunto se ha colado en mi vida a pesar que no enciendo radio, ni televisión, y aunque no lea periódicos. La maldita Cumbre entra por mi ventana, derriba mi puerta, me ataca en cada esquina, impide mi libre circulación por la ciudad donde nací, traje uruguayitos al mundo y trabajo cada día.

La Cumbre viola mi intimidad. Y la de miles de uruguayos. Pero a nadie le importa. Solamente los eternos desconformes osamos criticar todo este caos ciudadano. Los que no nos adaptamos al mundo moderno. Los que no nos alineamos. Los que, además de ser críticos, no nos avergonzamos de decirlo en voz alta.

Lo único que nos dejará esta cumbre es el recuerdo amargo de haber sido echados de nuestra propia cuidad, y un par de millones de dólares que no veremos los uruguayos, porque no irá a salud ni a educación, base de toda nación que se crea justa con sus hijos. Nada de lo que se decida cambiará para bien el destino de nuestro pueblo, sino que todo lo contrario. Porque nuestros gobernantes firmarán acuerdos que nos conducirán a la horca, y entonces, no habrá otra salida que ir a llorar al cuartito.

La hermosa tarde primaveral está ahí afuera. Pero en estos días, atención, no para ser disfrutada por los montevideanos, excepto que estemos dispuestos a sortear las vallas de seguridad que se han instalado, o de escapar hacia el oeste, porque tampoco se puede ir al este ya que Punta del Este también fue invadida por asistentes a la Cumbre.

Ni siquiera los campos santos están libres de la invasión. En día de difuntos, los sonidos ensordecedores de las sirenas de los vehículos que escoltan a los coches blindados de nuestros invasores, se escuchan, como amenazas, desde el interior de los cementerios, lugares en los que, se supone, nuestros muertos deberían descansar en paz.


A pesar de la invasión (incluida la de Halloween) el rito de recordar a los queridos que ya no están, sigue siendo celebrado por los montevideanos. Se los puede ver llegando silenciosos, cargando ramos de flores, ajenos al bullicio infernal de los coches oficiales, las motos de la policía y los helicópteros que circundan nuestro cielo.

Tal vez por eso, elijo nuevamente ser sorda a la actualidad que lucha desenfrenadamente por entrar a mi fortaleza, y sumarme al rito, recordando a los que, a pesar de muertos, siguen vivos en lo más profundo de mi corazón.

Lo que no puedo hacer en este día de difuntos, es rezar una oración por mis sueños. No habrá réquiem para ellos. Esos muertos que tantos han querido matar, siguen, a pesar de sucesivos intentos de asesinato, gozando de buena salud. Calladitos, sí. Escondiditos, claro. Sufrientes, también. Pero vivitos y coleando. Y, a pesar de todos mis pesares, ojalá así permanezcan, hasta el mismo instante en me toque abandonar este mundo que habito.
Fotografía Unicentro Occidente