lunes, abril 24, 2006

Mi encuentro con Stanislaw Lem. Homenaje a la amistad.

Como ya he comentado por aquí, hace varias semanas, un amigo me confesó estar de duelo. Había muerto Stanislaw Lem, uno de sus ídolos.

Por el momento, dejaré de lado (una vez más) el vínculo existente entre ese acontecimiento y este blog (mi blog).

Mi primer acercamiento a Lem fue, sin saberlo, con la película Solaris (long time ago). Debo confesar que a pesar que desde mi más temprana adolescencia, estaba vinculada (y absolutamente seducida) por la ciencia ficción, no sabía que estaba basada en un libro, menos aún que existía en el planeta alguien llamado Stanislaw Lem (y bueno, nadie es perfecto, ni siquiera esta servidora).

De la mano de mi padre conocí a Bradbury, encantada por el relato (mil veces repetido) de la primera vez lo vio. Corría el año 66, y como mi padre sabía cual era su librería favorita, lo primero que hizo al llegar a New York, fue acercarse al sitio donde con seguridad lo encontraría. Entró a la librería con dificultad porque un señor pretendía salir andando en su bicicleta. Una vez en el interior del local, preguntó al vendedor a qué hora solía ir el escritor por allí. A cualquiera, le respondió. Sin ir más lejos, agregó, acaba de cruzarse con él. El señor de la bici era nada menos que aquel que mi padre estaba buscando.
Esta historia, en mi recuerdo se encuentra unida a las ardillas con las que conversaba mi progenitor en el Central Park, con las nueces que les ofrecía para que se acercasen a él, con la postal que me envió en la que me explicaba que la que me traería de regalo tenía aún una cola más maravillosa que la de la fotografía, y con mi desilusión porque no cumplió con su promesa (conservo la postal como prueba, Señor Juez).
Con semejante preámbulo, me zambullí a mis doce o trece años en Crónicas Marcianas y, luego seguí con las demás obras de Bradbury. Obras que formaron parte de mi adolescencia y vida adulta, ya que cuando mis hijos cumplieron doce años se las fui regalando, y uno de los hombres más maravillosos que conozco, es también admirador del Bradbury (Pero esa, esa es otra historia).

A mis quince, ya me había hecho, también, amiga de Fred Hoyle, debutando con la Nube Negra, (obra que regalé a mi hermano, el que me estimuló a crear este blog, para su cumpleaños del año 2005).

Al escribir estas líneas surgen, sin proponérmelo, demasiados recuerdos de mi infancia y adolescencia, a partir de los cuales parece ser muy simple deducir este presente mío repleto de fantasía, literatura y ciencia.

La memoria que estoy desenterrando en este momento, muestra una época de mi vida en la que estuve alejada de Bradbury y Hoyle. Desde mis dieciocho o diecinueve, y hasta la mitad de mis treinta años, creo no haber leído nada de ciencia ficción (ni de otros autores que no trataran asuntos serios, realistas, de compromiso). Tal vez esa es la razón por la que no conocí a Lem hasta hace un par de años.

Una década y media abrazando banderas, luchando por ideales, tratando de encontrarle un sentido a la vida, filosofando sobre la libertad y la justicia. Ese tiempo, también, estuve dedicada a asuntos adultos: trabajar y encargarme de mis hijos, entonces pequeños. En suma, hice todo lo que debía para plantar los pies en la tierra y decirle adiós a la inmadurez. ¡Vaya, qué claridad para dieciocho años!

Supongo que la madurez que la sociedad nos exigía a los jóvenes (y la que yo quise adquirir, o creía que debía alcanzar) me acercó a la realidad (por cierto muy efervescente a partir de la década de los ochenta, acá en el Río de la Plata) y me alejó de la fantasía en la que había crecido. De un sorbo me bebí todo lo serio. Y en un abrir y cerrar de ojos sepulté lo infantil. De una clase, claro está, porque, en realidad dejé unas para ocupar mi cabeza (y buena parte de mi tiempo) en otras.

Sin duda, la filosofía y la psicología, y la Real Academia Española (por supuesto), diferencian claramente los conceptos contenidos en las palabras fantasía, sueño, ideal y utopía. Honestamente, me da igual. Lo que sí importa es que en este momento me estoy dando cuenta que me creí el más genial cuento de hadas de la historia de la humanidad. O que me vendieron un buzón, o el obelisco, y yo lo pagué sin cuestionar media palabra, y ¡a precio de oro!. Porque, lo cierto es que he pasado casi toda mi vida fantaseando y soñando. La diferencia radica en que cuando abandoné la adolescencia, pensaba (más aún, estaba firmemente convencida) que lo que dejaba atrás era el mundo infantil, pueril e inmaduro, mientras que lo que recién comenzaba era el camino hacia la madurez, el compromiso, la responsabilidad, el crecimiento personal que lleva, por supuesto, a la renuncia de lo individual en pos de la entrega (infinita) hacia lo colectivo.

Nada tiene que ver esa ceguera mía (la de no haber visto que cambiaba unos sueños por otros) con la época que me tocó vivir. Si hubiese sido adolescente en la década del sesenta, quién lo duda, me hubiese enamorado de aquello de la imaginación al poder. Pero yo cumplí quince años en plena dictadura; me comí, de pie junto al pabellón nacional, todas las celebraciones del sesquicentenario de los hechos históricos de mil ochocientos veinticinco; el aperitivo de cada cena era el boletín de las fuerzas armadas de las ocho en punto; y las marchas militares eran el pan nuestro de cada día.

Cambié mis novelas y mis libros de ciencia ficción, es decir, el mundo de la fantasía contenido en los libros con los que crecí, por otro que creía posible y que, por supuesto, nunca existirá. Los seres humanos se han encargado (día a día, de forma militante) de demostrarme que la justicia, la equidad y la libertad son conceptos abstractos. La explicación que dan, obvio, es que los seres humanos somos imperfectos (esa es la condición humana), por tanto falibles y, en consecuencia, ninguna sociedad jamás conseguirá hacerlos realidad. Que se tiende a ello, como una meta. Léase, una utopía. Por lo menos, cuando nos enseñaron análisis matemático, entendimos que había variables que tendían a valer cero o infinito. Sin embargo, en lo que a la justicia y la libertad se refiere, nos convencieron de una verdadera mentira. Y yo, que me sentía tan madura y adulta, la incorporé como verdad absoluta, con la misma ingenuidad que me creí lo que contaban los libros, y lo que narraban Bradbury y Hoyle en sus novelas.

Así que me pasé más de quince años, años que no volverán, años preciosísimos (como los que las mujeres decimos que entregamos a nuestros ex maridos), depositando mi capacidad genética de soñar en asuntos serios y no en la ciencia ficción (y otros estilos literarios de fantasía). Y en todo ese tiempo, perdí, la oportunidad de conocer autores como Lem (no me pidan, por favor, que esboce una lista de todo lo demás que perdí en el camino porque podría inundar el teclado con mi llanto).

Cuando, por fin, sacudí mi cabeza y, ¡oh milagro!, se movió el coágulo que obstruía mi capacidad de pensar libremente (esa libertad sí que existe, es perfectamente real y posible, aunque pocos lo sepan), me sentí como Adán en el día de la madre. Perdida. Completamente desorientada en un mundo que había cambiado mientras yo creía estar (racionalmente) compenetrada (y comprometida) con la realidad y la actualidad política, social, económica, de aquí y del planeta entero. El mundo no era el mismo que a mis dieciocho y yo, claro, tampoco era aquella muchacha. Y como el hombre (y la mujer) es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra, me volví a abrazar de otras banderas. Cierto es que regresé, como hija arrepentida buscando el perdón, a la literatura, y cierto es también que ya nunca más la abandoné. Pero debieron suceder unos cuantos años más (que no voy a especificar porque las féminas jamás debemos confesar nuestra edad), otros desengaños de este mundo real, para que, de golpe y sin anestesia, sin anuncio previo ni telegrama colacionado, se desmoronaran para siempre los sueños a los que (mal) supe aferrarme.

Mi definitiva renuncia a perseguir como una demente utopías no ya imposibles de ser alcanzadas (porque sino no serían utopías), sino posibles de aproximarse (apenas) unos miles de años luz en estas latitudes en desarrollo, me hicieron regresar, con el caballo cansado, cabizbaja, entregada (espóseme comisario) a los libros de los que nunca debí haber salido.

Por suerte, en esa época de desasosiego, o de hija pródiga de la literatura y fantasía literaria, tenía a mi lado un buen amigo (benditos los que durante las tormentas, estiramos la mano y encontramos una que nos sostiene). Este amigo tiene, entre otras virtudes, la de no haber jamás maltratado al adolescente que todos llevamos dentro. Digo virtud porque, como es bien sabido, la mayoría, como esta servidora, al joven de nuestro interior, lo patean para un rincón mísero de su interior, lo maltratan, lo sentencian y lo callan (como también suele hacerse con los adolescentes que nos rodean, nuestros hijos incluidos). Este amigo (repito para no irme más por las ramas) cuidó al adolescente, y convive con él. Milagro que pocos logran. Preciso es aclarar que esa cualidad de mi amigo no ha sido bien considerada por algunas personas. Pero, como es vox populi, no se puede conformar a todos. Además, esa, es otra historia.

Un buen día me habló de Solaris. No de la película. Del libro. Vaya, me dije, detrás de la película hay un libro. Y yo, que criticaba a los que no sabían de otros libros detrás de otras películas, dejé en evidencia, en un desgraciado instante de mi existencia, un montón de años alejada de un género literario del que supe ser fanática. Debo confesar que me sentí bastante mal. No solamente por mi orgullo, sino por la toma de conciencia, así, en un momentito, de una época que dediqué a asuntos que por tantas desilusiones me condujeron. De más está decir que mi amigo debe haberse anotado un gol (es un señor competitivo, cierto, pero también es bueno). Lo hizo para sus adentros, claro. Primero, porque mi honor ya había quedado en baja al confesar que nunca había leído Solaris y, segundo, porque así como lo ven, aunque no parezca, mi amigo es un caballero, y un caballero jamás hace leña del árbol caído, árbol caído que yo era entonces (y que sigo siéndolo, pero esa, esa también es otra historia).

En suma, que me presentó a Stanislaw Lem a través de Solaris. Le dije Mucho gusto, encantada. Y ahí lo tuve (a Solaris), un buen tiempo mirándolo de reojo (a Solaris, no a mi amigo), entre herida y desconfiada, recordando la película, esperando que llegase la hora en que el hielo entre nosotros se rompiese (entre Lem y esta servidora) y yo pudiese zambullirme en él (el libro, claro), dejando de lado las frustraciones sufridas por las opciones que una vez (más bien dos) supe hacer, en fin, mi historia personal, que (obvio) nada tenía que ver con él (con Lem) pero que quedó en evidencia cuando él (Lem) apareció en mi vida.

No tuve un romance con él (con Lem) como si había sucedido con Bradbury y Hoyle (a los que he regresado como amante infiel arrepentida), pero nuestro contacto (breve, casual, mínimo) fue inolvidable. Disfrutando, recorriendo y saboreando Solaris, me aproximé a Lem, y empecé a aprenderlo y a conocerlo.

Luego, apareció de nuevo en mi vida (Lem). Y lo hizo con La voz de su amo. Sin duda mi amigo pensó Laurita, vamos, ya es tiempo que vuelvas a encontrarte con él (con Lem). Debo confesar que me tiré de cabeza. Y me la partí. Sí, así de simple. Reboté, física y metafóricamente hablando, contra él (La voz de su amo). Casi muero durante la colisión. Un impacto totalmente inelástico. La energía que recibí en el choque fue infinitamente superior a la que yo entregué (y conste, como ya dije, que me di por entera, con esa fuerza solo comparable a la pasión que pocos hombres han despertado en mí). De dónde salió (esa energía), vaya uno a saberlo. Tal vez de esos mundos creados por la mente (y la imaginación) privilegiada de Lem. O del haz de neutrinos, los generadores de la señal captada por la cinta esa, que llevó al imperio norteamericano a armar su segundo proyecto Manhattan (en las mismas ruinas de cemento que supo dejar en el desierto cual pueblo fantasma) y que andaba allí (el haz de neutrinos), boyando, esperando bombardearme en cuanto abriese la primera página.

No pude volver a enfrentarme a la posibilidad de otro impacto hasta un buen tiempo después. Debí tomar coraje, respirar hondo. Tuve que obligarme a olvidar la mala experiencia anterior, repitiéndome cada noche (como quién reza un rosario) que no tenía porqué sucederme, otra vez, lo mismo. Fue como hacer aquellas planas que nos mandaban en la escuela (bendita pedagogía) para meternos lo que los maestros querían en la cabeza, a través de la repetición escrita (un lavado de cerebro, sin duda). Tuve que vencer mis miedos (bien fundamentados, nada de ideas mías). Traté, haciendo un enorme esfuerzo, de no pensar en el golpe (porque cuando uno se quema con leche, ve la vaca y llora, como es bien sabido en tierras vacunas como la querida Banda Oriental), y vestida como para un bombardeo nuclear (cemento por donde me mirasen, créanme), cerré los ojos y cual mujer que después del desamor se arriesga a una nueva relación con un hombre, me zambullí.

Aunque no fue fácil ese encuentro (y no solamente por los antecedentes), La voz de su amo logró seducirme cual palabra pronunciada por el hombre amado. Las primeras páginas fueron obstáculos a sortear. Barreras complejas de saltar. No entendía bien qué diablos Lem estaba queriendo decir. El genio explicaba lo que aún no se sabía, fundamentaba lo desconocido, lo que en algún momento comenzaría a decir. Conocer hacia dónde se dirigía me generó una gran expectativa que, como contraparte, me exigía un enorme esfuerzo. No es un libro de esos que se leen de un tirón, así como así, sin requerir del lector más que deslizar la vista (y la comprensión de las palabras hiladas en frases). La voz de su amo exigió mucho de mí. Debí ir hacia atrás muchas veces, releer párrafos, retomar capítulos. En La voz de su amo hay filosofía, psicología, ciencia y fantasía. Lem desparrama, sin subestimar al lector, concepciones de vida, maneras de encarar la existencia, y dilemas de la ciencia y del científico. Juega un incansable ping pong con la ética de la ciencia, de los descubrimientos y de los investigadores; con la deshumanización de las políticas de los gobiernos (y de los estados), con la intrigas de los gobernantes y del mundo de la ciencia; con la confrontación entre la idílica pureza de la ciencia y la realidad de quiénes están inmersos en sus redes; con las codicia y el ego de los investigadores, pero también con la lealtad que existe entre muchos de ellos. Va y viene, sin descanso, entre el deseo del hombre por alcanzar una nueva frontera de la ciencia, el orgullo que eso significa, y el qué sucederá después con esos conocimientos. Es que la historia tiene lugar después de la tan cuestionada aplicación de la física nuclear a la destrucción del hombre, y en pleno auge de la era espacial, desmenuzando hasta el hartazgo, la contraposición entre el dinero que se destina a la ciencia aplicada a los intereses de los gobiernos (en este caso el Proyecto La voz de su amo) y la terrible realidad del hambre, problema aún sin resolver.

Una vez que pude traspasar la primera dificultad (o desafío), es decir, un relato repleto de conceptos, algunos escritos en un complejo lenguaje (quizás la traducción no haya facilitado mi empresa), logré una simbiosis maravillosa con el libro. Fue como haber adquirido el ritmo necesario, o la empatía imprescindible, para disfrutarlo. De no haberlo logrado, lo prometo, hubiese abandonado. Cuando entre un libro y yo no existe química, créanme que lo dejo. No soy una mártir de la literatura. Los únicos libros que sufro son los referidos a mi trabajo (y hasta por ahí nomás, ya que si para un tema dado existen alternativas, hago lo imposible para no convertirme en prisionera de la peor).

Lem me exigió agudeza mental (confieso que creí no tener la necesaria) para analizar sin tregua, para discernir entre verdad y fantasía, y para diferenciar entre ciencia y ficción. Sin duda, mi amigo no se equivoca al afirmar que Lem escribe ficción científica y no ciencia ficción, términos que suelen confundirme a partir de una traducción equívoca del término original en inglés, como dicen los que saben. No es Lem un escritor para cualquiera. Creo, modestamente, que es para elegidos. Lem, al no subestimar al lector, requiere profundidad y rigor, además de, indudablemente, conocimientos científicos más que básicos.

Créanme o no, pero un par de meses después de finalizar La voz de su amo, cuando ya estaba (quién escribe) de romance con Philip Roth (a partir de una serie de coincidencias que no vienen al caso, aunque para encender la mecha, les nombro Estados Unidos, Francia y España) mi amigo me confesó estar de duelo por uno de sus ídolos. Había muerto Stanislaw Lem.

Agradezco a mi amigo haberme presentado a su ídolo cuando aún vivía. Más que presentármelo, me lo puso delante de mis narices, casi como un reto, o un desafío. No una, sino dos veces. Y a pesar de toda la historia de mi vida que desenterró (¿Lem o mi amigo a través de Lem?), no puedo más que agradecer haberme cruzado con él.

La noticia de su muerte pasó casi inadvertida, como su vida, como su obra difundida más por su propio peso que por la publicidad. Reconocer a un genio después de muerto es una de las tantas injusticias de este mundo. Supongo que a Lem no le importaba en absoluto que la prensa no lo tuviese en cuenta. Así son los grandes. Y eso lo saben bien sus fieles seguidores, los que si fueron golpeados por su muerte, los que están realmente de duelo, como mi amigo.

Quería escribir de Lem, pero no tengo el conocimiento necesario de su obra. Sería un atrevimiento de mi parte cometer semejante acto. Una falta de respeto al ídolo de mi amigo. Y a mi amigo, claro. Apenas pude contar la circunstancia de mi vida en que dos obras de Lem llegaron a mis manos. Y a través de quién sucedió.

Lo que necesito destacar es que me siento privilegiada por haber tenido, en los momentos difíciles, amigos a mi lado. Si los amigos llegan con libros, doble bendición. Si logran, además, movilizar nuestras estructuras al punto de permitirnos comprender quiénes somos a partir de lo que fuimos, la fortuna es aún mayor. Si a eso se agrega el proceso dinámico de conocernos un poco más a nosotros mismos, y conocer a nuestro semejante, el milagro se produjo sin lugar a dudas.

Tal vez no existan entonces las palabras para expresar la felicidad (¿qué más podría ser?) que me genera haberme dado cuenta que, gracias a mi amigo, me acerqué a dos obras de un escritor de la talla de Lem, que me aproximé más a misma, y que, acorté un poco más la distancia con el verdadero ser humano que hay en mi amigo. Mi amigo y la obra de Lem están hechos uno para el otro. Por suerte, mi amigo no dejó nunca de maravillarse con su obra, por suerte no abandonó jamás al adolescente que alguna vez fue, el que no conocí a los dieciocho años, pero puedo intuir ahora, a través de este autor, uno de sus ídolos.

Que estas palabras sean un homenaje al ídolo de mi amigo, al amigo que me presentó a su ídolo, y a la amistad, ídolo indiscutible de mi vida, sin la cual la mayoría de los milagros cotidianos no podrían existir.