Los relojes marcaban las seis. Faltaba poco para el amanecer. Sin embargo, el sol seguiría oculto durante varios días. Las tenebrosas nubes lo cubrían. El viento, furioso, golpeaba tanto como la lluvia. Pocos pudieron dormir. Algunos, los vencidos por el sueño, fueron despertados por el estremecedor sonido proveniente de los techos arrancados y de los vidrios deshechos en mil pedazos. Muchos, no habían pegado un ojo en toda la noche, necesitaban los dos bien abiertos para conducir sus coches cientos de kilómetros en dirección a la casa de un familiar o un amigo, o buscar una habitación disponible de algún hotel de carretera, o donde fuera. Otros, ya lejos de casa, habían caído agotados en camas o sofás de familiares o amigos. Al menos diez mil, amontonados en el complejo deportivo cerrado más grande del estado, esperaban que con el transcurso de las horas, la calma volviese, y con ella, ellos a sus hogares. En total, sumaban quinientos cincuenta mil.
El huracán se acerca. Domingo 28 de setiembre 2005
La noche se fue haciendo día, y la noticia que la categoría del huracán había alcanzado solamente el nivel 3, trajo tranquilidad a Marcela mientras miraba caer la lluvia sentada en el porche de la casa de sus amigos. Junto a su hijo, había evacuado la ciudad amenazada el sábado de tarde una vez que comprobó que el asunto era serio. Lo supo cuando se enfrentó a filas interminables en estaciones de servicio y cajeros automáticos. Condujo ocho horas a lo largo de una carretera cuyo tránsito se hacía cada vez más lento. Si no fuese por los documentos y las fotografías familiares, su equipaje podía corresponder al de cualquier fin de semana de paseo. Fue todo lo que se salvó. Pero no lo sabría hasta dos días después, cuando en la imagen satelital no logró distinguir ni el techo de su casa. Sólo se divisaba agua. Como si el barrio entero fuese una gran piscina. O una extensión del lago.
Esa mañana de lunes, el último de un agosto sofocante, varias horas faltaban aún para que la gente se diese cuenta que el agua que demoró menos de media hora en subir desde sus tobillos hasta sus hombros, obligándola a subir a las segundas plantas o a los áticos a quiénes pudiesen movilizarse por sus propios medios, o a los que contasen con ayuda, no era la dulce y fresca agua de la desaforada lluvia que caía sin tregua desde el día anterior, sino tan salada como la del golfo. O la del lago.
Las imágenes dieron la vuelta al mundo. La realidad quedó a la vista en menos de lo que canta el gallo. El horror. La desolación. El abandono. La muerte. No fue un desastre natural el que ahogó la ciudad, sino uno humano. Fue la desinteligencia. Fue la corrupción. Los diques, según los ingenieros, habían sido construidos para resistir el embate de un huracán categoría 5. Pero no lo lograron con uno de categoría 3. La arrogancia, común denominador de la oficina federal encargada de resguardar la ciudad de los huracanes, tenía los días contados. Poco después, admitirían públicamente su mayúsculo error. Como si eso fuese suficiente.
Las imágenes dieron la vuelta al mundo. La realidad quedó a la vista en menos de lo que canta el gallo. El horror. La desolación. El abandono. La muerte. No fue un desastre natural el que ahogó la ciudad, sino uno humano. Fue la desinteligencia. Fue la corrupción. Los diques, según los ingenieros, habían sido construidos para resistir el embate de un huracán categoría 5. Pero no lo lograron con uno de categoría 3. La arrogancia, común denominador de la oficina federal encargada de resguardar la ciudad de los huracanes, tenía los días contados. Poco después, admitirían públicamente su mayúsculo error. Como si eso fuese suficiente.
Han transcurrido dos años desde entonces. La potencia más grande del mundo, y el mundo entero, se han olvidado de la ciudad que se sumergió en más de un 80 % bajo el agua del lago, dejando a la deriva a decenas de miles de ciudadanos. Los más viejos, los más pobres, los enfermos, los negros, constituyeron el grupo mayoritario. A ellos se sumaban miles que decidieron no evacuar, y resistir, primero al huracán, luego a la inundación, más tarde, una vez que el desalojo se hizo mandatorio, al ejército. La resistencia, como fue denominada por sus miembros, estaba integrada por amantes de la ciudad, por idealistas, por periodistas, y, sobre todo, por personas comunes que se convirtieron en los verdaderos héroes de la catástrofe. Más de mil quinientas personas murieron, aunque la gente dice que fueron muchos más, que no todos los cadáveres fueron buscados, ni rescatados, ni encontrados y, menos aún, contabilizados. Porque son negros y pobres, aclaran mientras sus ojos siguen llenándose de lágrimas y la voz se les quiebra. Hace menos de un año seguían apareciendo entre las ruinas de las casas, en los áticos, en sus camas tan desintegradas como los propios restos humanos, en sus sillones frente a las ventanas a través de las cuales en vida disfrutaban ver a los vecinos pasar y a los niños jugar. Hubo entierros hasta hace pocos meses, porque la identificación llevó demasiado tiempo, más aún cuantos más meses transcurriesen desde que el huracán golpease la ciudad. Los funerales de las víctimas se realizaron tal como es la tradición, llevando al mortal a su última morada, donde al fin encontraría la paz, acompañado por sus queridos en el tránsito de la denominada segunda línea, envueltos en los acodes de su música. El jazz. El que nació en esa ciudad. Música que sobrevivió al dolor, a la desidia y a la negligencia. Porque fue engendrada en el alma sufrida de los negros, descendientes de esclavos, los que destrozaron sus manos y perdieron sus vidas trabajando en las plantaciones de algodón.
Marcela regresó a la que había sido su casa varios meses después de la madrugada del 29 de agosto, aquella en la que el sol no pudo vencer al cielo encapotado, rabioso y negro. Necesitaba ver con sus propios ojos lo que había quedado. Nada. Llegó acompañada de amigos. No era capaz de hacerlo sola. Era demasiado para ella. Tuvo que cubrirse la cara con una mascarilla y sus piernas con botas hasta las rodillas. El agua, que había cubierto la altura de su casa, desintegró todo cuanto encontró. En la tabla con la que había protegido una de las ventanas, una cruz blanca indicaba que la casa fue revisada por la FIN el 11 de setiembre, y una cruz naranja, que las tropas de California volvieron a hacerlo el 24 de setiembre. Los 0, en ambas, anunciaban que no se encontraron humanos ni mascotas. Ni vivos ni muertos. Habían sobrevivido los dos. Marcela y su hijo.
El barrio Lakeview el día que Macela regresó, meses después de KatrinaLo que el agua dejó de la casa de Marcela
Sin palabras
Sin palabras
Cuando Marcela supo que mi tiempo de regresar también había llegado, me pidió que fuese hasta su casa. A pesar que la desolación apareció desde que entré a la ciudad por la Interestatal 10 (la misma que se partió en trozos cual piezas de dominó), no fui capaz de acercarme durante el primer día. Nada de lo imaginado, ni de lo visto en fotografías o en videos, ni de lo leído, fue suficiente para enfrentar lo que había encontrado en las zonas menos devastadas (el French Quarter y el Garden District). Me faltaban las fuerzas para lo peor. La segunda mañana, junté coraje y me dirigí a Lakeview. No encuentro aún, casi tres semanas después, una desgraciada palabra que pueda describir lo hallado. El barrio, que supo ser maravilloso, con su envidiable costa desde la que disfrutaban espectaculares atardeceres. El barrio, salpicado de hermosas casas rodeadas de jardines perfectamente diseñados y cuidados, en su mayoría por sus propios dueños. El taxista me señaló el 6210 de Milne Boulevard. Bajé del vehículo sin poder creer lo que veía. Recorrí el jardín, di varias vueltas a la casa, esquivé el pasto y las plantas silvestres crecidas hasta mi cintura en lo que una vez fue un jardín, miré hacia adentro a través de la rotura de un vidrio. La casa, por dentro y por fuera, se encontraba en escalofriante armonía con los alrededores. Era un barrio fantasma.
Las marcas marrones del agua, las casas vacías, barrio fantasma
rescataron a dos personas vivas. Nunca regresaron.
Marcela sabe que ella y su hijo fueron afortunados. Pero admite, también, que no puede volver a vivir allí, pasando a integrar el sesenta por ciento de la población que eligió un nuevo lugar en el mundo donde establecerse. Como ella, doscientos mil. Consiguió un nuevo trabajo como maestra muy cerca de Boulder, Colorado. La gente, los ayudó hasta límites insospechables. Una mañana, por ejemplo, apareció en el jardín una bicicleta nuevita. Alguien no identificado la dejó allí para su hijo. Marcela, como buena inmigrante, sabe que las cosas materiales van y vienen. Ya deshizo de una casa en Uruguay. La segunda, fueron las aguas del lago que vencieron los diques, las que aniquilaron sus pertenencias.
Las fotografías que tomé de la que un día fue su casa, no pudieron captar la desolación del lugar. Como la realidad superaba cualquier fantasía, una vez que el taxi se había alejado unas cuatro cuadras para dirigirnos a Ninth Ward (la zona más destruida de la cuidad) le pedí al taxista que regresara. Me resistía a aceptar que esa fuese la casa. Nos equivocamos, afirmé. Sahir, un egipcio con dieciocho años viviendo en la Crescent city, me respondí que no tenía problema en volver, pero que la casa era esa, no tenía duda alguna. Sin embargo, yo si dudo, le expliqué, Marcela me dijo que en el frente había un enorme árbol de magnolias, y allí no había ninguno, agregué. Nuevamente frente al 6210 de Milne Boulevard, volví a descender del taxi. No fueron los números de bronce colocados en la pared de ladrillo de la casa los que me confirmaron que me encontraba en el lugar buscado, sino lo que quedaba del tronco del inmenso árbol, quemado por la sal del agua en la que estuvo sumergido.
Girasoles nueve después de Katrina. La verdad aterradora. Nola Nick blog
Dicen que unos meses después de Katrina, en algunos barrios de New Orleans, comenzaron a florecer girasoles. La mayoría de las personas, almas en pena necesitadas de esperanza, interpretó el hecho como el milagro de la vida donde hubo tanta muerte. Poco después, se supo que habían sido plantados allí tal como sucedió en Chernobyl, para absorber los residuos y deshechos tóxicos y contaminantes. Dos años después que los diques no resistieron el embate de Katrina, en el jardín de la casa de Marcela, aún no ha florecido ni una sola flor.
El olvido, dijo una vez mi padre, es una forma de memoria. Una forma de memoria que no puedo darme el lujo de elegir. Por eso, prometo que cuando encuentre las palabras para describir el horror que encontré en Ninth Ward, seguiré contando sobre esta ciudad, a la que el olvido y la indiferencia están destruyendo más aún que el agua en la que naufragó.