viernes, noviembre 10, 2006

Destino



Esta tarde, al salir de mi oficina, distraída como siempre, me topé, cara a cara, con él. A pesar que trabajamos en el mismo estudio, casi nunca nos vemos. Realmente, no sé porqué. Lo cierto es que a pesar que nuestros respectivos escritorios están separados un piso, parecerían estar distanciados varios años luz.

Todas las mujeres del estudio (y del edificio) se hacen pis por él. Pero no porque ande por el mundo como suelen hacerlo los galanes, esa clase de hombres que se creen Jorge Clooney (o Alain Delon en su apogeo). El no es buen mozo ni simpático. Se caracteriza por su seriedad y por sonreír poco y nada. Además, se puede afirmar que casi no mira hacia ningún lado, excepto hacia delante, y, dada su estatura, por encima de la inmensa mayoría de los mortales.

Por eso, en realidad, su nariz chocó con mi frente. Cuando quise darme cuenta de la colisión, él ya había tomado mi rostro con su mano, y estampado un beso entre cálido y estilo Hollywood en mi mejilla.

Su encanto, dicen, radica en que es una especie casi en extinción pues tiene estilo y personalidad definida. Todas coinciden en que a esos atributos, se agrega que, a punto de cumplir los cincuenta, sigue conservando la misma figura de los treinta. Más de una admira sus nalgas. Son las que cada vez que lo ven alejarse, tienen ganas de agarrárselas. Otras mujeres, simplemente, se quedan completamente embobadas (por no decir idiotas) con solo verlo pasar. Para admiración de las féminas (y envidia de sus congéneres), no tiene ni medio gramo de grasa en el abdomen. Pero nunca fue mi tipo, quizás debido a que lo primero que me atrae de un hombre es su inteligencia, y como este espécimen del sexo masculino casi no habla, es imposible evaluar el uso que le da a su materia gris. De todas maneras debo admitir que no es un hombre que pasa desapercibido. Y eso marca una diferencia.

Como salía de mi oficina leyendo el informe que debía entregar al arquitecto, mi única reacción frente a tan especial saludo, fue quitarme las gafas de cerca que llevaba puestas. Y él, como si tuviese todo el tiempo del mundo, me preguntó cómo me encontraba. Conversamos un rato que, para ser sincera, se asemejó a una eternidad, teniendo en cuenta los segundos que suele dedicarle a los diálogos no profesionales.

Así transcurrió una media hora, él y yo, en el medio del corredor, deteniendo a un par de secretarias que se pararon en seco cuando se aproximaban con la intención que él les firmara unos informes, poniendo cara de no entender nada, al verlo, nada menos que a él, conversando íntima y despreocupadamente como jamás lo hace con nadie.

Quería saber cómo me encontraba después de un mes de haber perdido a mi padre. Pese a la bien ganada fama de serio y reservado que ha sabido cosechar, no me llamó en absoluto la atención. Fue muy fácil contarle mis sentimientos y escuchar sus comentarios, como si fuésemos amigos de toda la vida. El tipo ponía el alma en cada palabra que pronunciaba. Eso no se miente ni se inventa. Quizás porque yo también lo hacía. O, tal vez, porque la empatía necesita de dos, y entre nosotros siempre existió, aunque haya demorado tanto en darme cuenta.

Después de despedirnos, volé a la oficina de mi jefe a llevarle el informe, frente a la mirada inquisidora de los demás. Sabía perfectamente que estaban preguntándose qué diablos le había sucedido al más insociable serio y tímido del estudio, para dedicarme semejante despilfarre de su tiempo a mí, la que vive atrincherada en su mesa de trabajo, y que, al terminar su tarea, abre su libro y en él se encierra hasta el momento de cumplir las ocho sagradas horas diarias. Una vez que mi jefe dio el visto bueno a mi informe, sonriéndome para mis adentros, recorrí nuevamente la distancia hasta mi mesa, abrí mi libro, y esperé hasta que el reloj marcara las seis de la tarde.

La primera vez que supe de su existencia fue hace poco más de diez años. Era mediodía de un domingo verano y yo esperaba que mi hijo (que entonces tenía nueve años) eligiera un conejito. De pronto, alguien me saluda. Miro hacia el lado de donde provenía la voz, y descubro a un hombre alto, que, sin más, me explica que su hijo también estaba obsesionado con tener un conejito. Así veo al chico, mirando a los bichitos blancos con la misma fascinación que mi hijo. Realmente, por más que lo intenté, no pude darme cuenta de dónde diablos me conocía. Pero como soy una mujer muy educada, no se lo dije, tratándolo con amabilidad, e intercambiando con el señor varios comentarios sobre hijos y mascotas. Cuando mi hijo eligió el conejo que más le gustaba, pagué al feriante, saludé al caballero y a su niño, y me fui.

Me había olvidado de él hasta la mañana siguiente, cuando una voz me pregunta ¿Qué tal el conejo?. Así fue que descubrí que trabajábamos en la misma oficina desde hacía más de dos años. No me llamó la atención ya que suelo andar en las nubes sin registrar del mundo exterior más que lo que me interesa por razones, generalmente diferentes a las que importan a los demás.

Durante dos o tres meses, hablamos de los conejos de nuestros respectivos hijos, y sobre nuestros hijos. Siempre era él quién se acercaba, dando comienzo a la charla. Eran agradables nuestras conversaciones porque ninguno de los dos jamás había tenido conejo en su casa, por lo que intercambiábamos consejos sobre crianza de los bichos. Después, dejamos de hablar. Nunca me pregunté la causa porque, para ser bien sincera, ni cuenta me di.

Debieron transcurrir cinco años del episodio de la feria y los conejos, para que aquellas charlas y la desaparición de las mismas, volviesen a mi cabeza. Fue en una fiesta de fin de año de la oficina. Un compañero me contó la historia, y a partir de ella supe que existió una razón por la que el insociable de la oficina dejara de hablar conmigo, la única persona a la que supo dedicarle tiempo y palabras.

Su silencio coincidió con la época en la que el que luego fue mi segundo marido (y ahora es mi segundo ex marido) comenzó a acercarse a mi mesa de trabajo con cualquier excusa. Y después, la historia que ya conté en Azul, es decir, me enamoré de él como si yo no tuviese historia, como si no viniese de un fracaso sentimental mayúsculo. Y él se enamoró de mi como si tuviese quince años, pero con la madurez de un hombre de cuarenta.

Jamás hubiese imaginado que el padre del niño del conejo, el tímido y serio insociable compañero de trabajo por quién morían y mueren todas las mujeres de la oficina, había encontrado en el casual encuentro de la feria y los conejos de nuestros hijos, el pretexto para acercarse a mí, y conquistarme. Pero así fue. El problema radicó en que mi segundo ex marido le ganó de mano. Y el otro, dado el desarrollo de los acontecimientos, se retiró del juego.

Hasta hoy, no había recordado las palabras de mi compañero aquel fin de año. Pero desde esta tarde, mi memoria ha sido invadida por los últimos años de mi vida. El pasado, está donde debe estar, en su sitio. Inmodificable. A pesar que hace muchos años que me separé de mi segundo ex, fui muy feliz con él, y ese tiempo no lo cambio por nada del mundo.

Sin embargo, esta noche no puedo dejar de pensar en qué hubiese sido de mi vida si aquella mañana tan lejana en el tiempo, el que después fue mi segundo marido, no hubiese entrado en mi oficina, y descubierto el libro sobre Frida Kahlo que se encontraba en mi mesa de trabajo.