miércoles, agosto 16, 2006

Tortilla de papas


La felicidad, generalmente está ahí nomás, a la vuelta de la esquina, porque, como es bien sabido, se encuentra en las pequeñas cosas de todos los días. La frase, aunque mil veces repetida, no deja de ser una verdad que pocos se animan a refutar. Sin embargo, los seres humanos (empecinados bichos) creemos que tenemos que ir un poco más allá, buscándola, desesperadamente, en sitios lejanos, frustrándonos y convirtiéndonos en los ciegos del refrán. Aquellos que lo son porque no quieren ver.


Pensemos en la cocina. Desde hace varios años se han puesto de moda espacios de comunicación de todo tipo y forma y color sobre cocinar. Televisión por cable (o paga, como se dice en algunos rincones del mundo), libros, revistas, blogs, radio y librillos dedicados a exponer a los mortales fantásticas y exóticas recetas de platos exquisitos que llaman la atención por sus ingredientes, el cocinero (o la cocinera) que las presenta, el sabor que dicen encierran, los colores que se combinan, las especias utilizadas, el sitio del planeta de donde son oriundas.

Los más populares, son, sin duda, los programas de televisión. Es realmente asombroso observar el estado de excitación (y alienación) que adquieren las personas que, armadas de un control remoto, son atrapados por esos seres casi sobrenaturales que enseñan una receta. Receta que, normalmente, pocos intentan hacer. Y, para aquellos que sí se arriesgan, la frustración llega desde el comienzo de la aventura. La barrera aparece en los ingredientes que son difíciles de conseguir, caros, o simplemente, imposibles de encontrar. A esto (que no es poco) se agrega el hecho que los utensilios en que se sirven los manjares no son comunes y corrientes, sino tan exóticos como el aguacate (o la palta) en el Río de la Plata. Platos tan llanos como tablas, tan cuadrados como las cajas plásticas de los CDs, tan circulares como los viejos discos de pasta, tan grandes como paelleras para veinte comensales, que hay que salir a comprar inmediatamente para poder lograr el éxito de la receta. Además, debemos usar palillos en lugar del querido tenedor, obligándonos a cursos intensivos de cultura oriental, o conduciéndonos a papelones que pasan a formar parte del anecdotario personal y familiar. Los sartenes comunes parecen no servirnos para nada. Hay que tener unos extrañísimos, de dimensiones tan increíbles como atípicas. De lo contrario, ni siquiera lo intentes, te dicen desde la pantalla los genios de la cocina. Estos personajes, nuevos miembros del jet set, estudiaron años y años para combinar sabores, especias, vegetales, aceites, frutas, harinas varias, derivados de la vaca, del cerdo, del pollo. Solamente así, nos tratan de convencer, es posible enseñarnos a hacer un huevo frito, una ensalada, un puré. Por otro lado, están los show men (y las show women) que montan un circo del demonio para preparar un simple flan, tomándonos por estúpidos.


En vista de lo expuesto, no llama la atención que la gente le diga adiós a la comida hecha en casa, prefiriendo los enlatados, los preparados, los congelados, los que se encuentran en cajas, en bolsas y en frascos, en cualquier supermercado que se digne de tal.


Nuestras abuelas (y nuestras madres) prepararon las comidas con las que crecimos, disfrutamos y nos deleitamos, en sitios de la casa acogedores y sencillos, cubriendo su ropa con simples delantales, utilizando comunes y corrientes cacerolas y sartenes, utilizando los alimentos que adquirían en el almacén o en la feria. De generación en generación se transmitían las recetas, las innovaciones, las transgresiones, las aventuras y los secretos, a veces en forma oral, otras compiladas en cuadernos escolares, escritos con letra tantas veces poco legible, y en hojas en las que el tiempo dejó huellas de manchas de aceite, chocolate, canela, tomate y yema de huevo. Cuadernos que se convirtieron en bitácoras de almuerzos, cenas, cumpleaños, bodas, bautismos, bienvenidas, despedidas y celebraciones varias.


No diré que todo tiempo pasado fue mejor. Sin embargo, las modas de la cocina me tienen sinceramente harta. Un negocio redondo que los industriales aprovechan para incrementar sus cuentas bancarias (con el pretexto de contribuir a la economía generando fuentes de trabajo): utensilios, mesas, sillas, manteles, delantales, gorros, cubiertos, saleros, servilletas, cocinas, inundan el mercado, pretendiendo que nos sintamos mal al descubrir que jamás perteneceremos al grupo de privilegiados que pueden acceder a semejantes objetos de lujo, un signo más (otro más) de poder y riqueza.

Anoche, debo confesarlo, la gota desbordó el vaso. Mi vaso. En una reunión en la casa de una amiga, sus primos comentaron el dernier cri de la mode: la cocina molecular. Basta. Suficiente para esta servidora.


Reivindico, en pleno y consciente acto de rebeldía, a la vieja y querida tortilla de papas. La misma que ha hecho famosa a España gracias a la papa andina, que, cultivada a miles de metros sobre el nivel del mar, llegó a la Madre Patria con el descubrimiento de América, mi dolida y de venas sangrantes, América Latina. La receta que preparo es bien uruguaya, resultado de las múltiples experimentaciones que realizo en los seis metros cuadrados que tiene la cocina de mi casa en Montevideo, ciudad besada por el mar.

Ingredientes

Cuatro papas grandes (las “blancas” son las mejores)
Dos cebollas medianas
Un chorizo colorado (o dos, para simplificar, precisamos unos veinte centímetros)
Seis huevos
Cuatro dientes de ajo
Un morrón verde o rojo
Sal
Pimienta
Aceite de oliva



Pelar las papas, cortarlas en cubos pequeños (de poco más de un centímetro de arista), colocarlas en una cacerola y hervirlas con sal en abundante agua.

Mientras tanto, picar bien chiquito las dos cebollas, el morrón y los dientes de ajo. Quitar la piel del (o de los) chorizo(s) y cortarlos en rodajas finitas o en cubitos (esto dependerá del chorizo ya que, cuanto más fresco, más difícil es hacer cubitos con él).

Calentar un sartén de unos 25 cm de diámetro. Cuando esté caliente, volcar una delgada capa de aceite de oliva, cantidad mínima necesaria para cubrir la superficie del sartén (alcanzará con tres milímetros, es decir, no se freirá nada, se “saltará” en aceite). Cuando el aceite esté caliente (comprobarlo tirando una gotita, repito gotita de agua, si salta la gotita, está “a punto”), volcar la cebolla. Revolver con cuchara de madera hasta que quede transparente primero, y doradita, después. Incorporar el ajo, revolver hasta que se dore. Luego el morrón, y finalmente el chorizo. Cuando se logró una mezcla dorada que perfumó toda la casa a pesar de la campana de extracción de aire, y los vecinos empezaron a tocar a nuestra puerta bajo cualquier excusa, retirar del fuego. Condimentar con pimienta, pizca de sal, orégano y, si lo desean, perejil picado.

Mientras tanto, las papas siguen cocinándose en la cacerola.

Entonces, nos dedicamos a los huevos, separando las claras de las yemas. Este procedimiento debe realizarse con cuidado para que realmente tengamos las claras por un lado (colocadas en un buen bowl) y las yemas por otro (que ubicaremos en un bowl pequeño). A continuación, batimos las claras a punto nieve. La batidora nos facilita el proceso, claro. Pero si no disponemos de ella, con un batidor de alambre lo lograremos igualmente, aunque en un poco más de tiempo.

Llegamos entonces al momento en que tenemos por un lado cebolla, ajo, morrón y chorizo saltaditos en la sartén. Por otro, claras batidas a nieve (como para hacer merengue). Además, las yemas en un pequeño bowl, y las papas en la cacerola.
Cuando los cubitos de papas estén bien hervidos (lo verificamos pinchando con un tenedor, si “casi” se deshacen, estamos en el punto adecuado) es hora de colarlos. En la misma cacerola verter: los cubitos de papas colados, la mezcla del sartén y las yemas. Entreverarlos bien, tratando de no deshacer los blanditos cubitos de papa. Luego, incorporar las claras batidas a nieve, procedimiento que tiene que hacerse con paciencia y cuidado, permitiendo que entre aire (o que no se pierda el de las claras a nieves). Así logramos una mezcla única, suave, repleta de aire, bien esponjosa.
Primera etapa terminada.

El sartén que usamos para saltar cebolla, ajo, morrón y chorizo, volvemos a colocarlo en la cocina. Si se le pegó algo, será mejor lavarlo. Nada de secarlo con un paño. Mejor será que se evapore el agua con el calorcito de la hornalla. Una vez que el sartén esté limpio y seco, colocamos una capa de medio centímetro de aceite de oliva. Calentar. Está listo cuando volcamos una gotita (gotita) de agua, y chisporrotea el aceite. Cuidado con no quemarse.

En ese momento, volcar la mitad de la mezcla y distribuirla uniformemente en el sartén. La mezcla que pongamos en el sartén debe tener una altura no mayor a los dos centímetros. De lo contrario, será más difícil trabajar con ella. Con una espátula, ir separando la mezcla de los bordes del sartén, sosteniéndolo siempre por el mango. Una vez completado ese proceso (siempre con la sartén por el mango) levantar la sartén unos centímetros sobre la hornalla, y sacudirla suavemente para verificar que la mezcla está separada de la superficie (léase: no se pegó). El éxito de esto se consiguió al volcar la mezcla en el sartén con el aceite bien caliente. Así que movemos horizontalmente el sartén, verificamos que no hay nada pegado, y volvemos a ponerlo en el fuego. Unos minutos después, repetimos la operación. Cuando vemos que los bordes están dorados, tomamos un plato llano de superficie mayor que el sartén, nos acercamos a la pileta (para evitar desastres en el piso o la mesada), y tapamos el sartén con el plato (invertido). Sujetamos el plato con firmeza (si somos diestros, el plato irá en nuestra mano derecha), giramos el conjunto sartén-plato para que la tortilla “caiga” en el plato. Una vez que la tortilla está en el plato, cubrimos el plato con el sartén (al revés de lo que habíamos hecho dos minutos antes), logrando que la parte “cocida” de la mezcla quede a la vista, y la “cruda” en la superficie del sartén. Allá va al fuego nuevamente. Separamos los bordes con una espátula, y repetimos los movimientos de verificación de la separación de la tortilla del sartén. Cuando los bordes estén doraditos, retirar la sartén del fuego, taparlo con un plato, dar vuelta en el aire al conjunto sartén-plato (sobre la pileta es más seguro para principiantes, para no enchastrar piso ni mesada) y depositar la maravillosa tortilla en un plato.

Como con la receta se obtienen dos espectaculares tortillas de dos centímetros de altura y veinticinco de diámetro, deberán repetir la operación con el resto de la mezcla. Para la segunda tortilla, si quedó algo pegado en el sartén, tendrán que lavarlo, como ya les indiqué más arriba. Si desean que la tortilla sea más delgada, la mezcla les permitirá preparar tres o cuatro tortillas. Hay quién prefiere “debutar” con una tortilla delgada, ya que es más fácil de manipular que una más alta. Sobre gustos, se sabe, no hay nada escrito, de modo que prepárenla de la altura que les venga en gana, o se animen.

Siempre es conveniente usar sartén de teflón, para evitar que se pegue la mezcla (y la tortilla). Si usan teflón, no olviden que se lava apenas con agua y un poco de jabón líquido, nada de usar esponjas con metales, porque quitarán el teflón del sartén, convirtiéndolo en un híbrido de teflón y de los comunes. Ahora bien, si ya son más experimentados en el arte de preparar tortillas, no le teman a los sartenes de las abuelas. El secreto para que no se pegue la mezcla es bien simple: tiene que estar bien limpito, y la mezcla debe verterse cuando el aceite esté bien caliente. Nada más.

La papa hervida, así como el hecho de “saltar” la cebolla, el ajo, el morrón y el chorizo (en lugar de freírlo), convierten a esta impresionante tortilla en una suavidad única, sequita y sabrosa. Las claras a nieve le otorgan una consistencia esponjosa que les acariciará el paladar, permitiéndoles distinguir cada uno de los sabores, sin dejarles esa sensación áspera de las comidas preparadas con más aceite que el necesario.

En suma, una suave, esponjosa, sana y deliciosa tortilla de papas. Si lo desean, pueden prepararla sin chorizo y sin morrón. Incluso, sin ajo. Cada uno conoce sus gustos y los de aquellos a quiénes homenajearán con este manjar sencillo, un clásico del arte culinario.

Sírvanla caliente, tibia, a temperatura ambiente o, incluso, fría. Pueden calentarla en el horno o en el microondas sin que pierda su consistencia y sabor. Preséntenla como aperitivo, cortada en triángulos, acompañada de delgadas rodajas de pan tipo baguette, que pueden calentar previamente, o tostarlo y aderezarlo con aceite de oliva y ajo. Como plato principal, queda fantástico combinada con ensalada de lechuga y tomate, o tomate, queso muzarella y albahaca. Los rioplatenses suelen servirla con un buen churrasco de cuadril, o una costilla a la plancha (carne vacuna, faltaba más). Arriésguense a probarla con costilla de cerdo (bien delgada) a la plancha.

Cuando los comensales pidan un aplauso para el cocinero (o la cocinera), después de agradecer, díganle que la receta se las enseñó una bruja de la cocina, rebelde de las modas culinarias, Laura, Laura Díaz, La amante de Bolzano.