Estoy lejos de Montevideo, precisamente en el lugar donde siempre quise estar en esta época del año. Llegué con la maleta prácticamente vacía. Era hora que aprendiese a viajar casi sin equipaje, liviana, ¿no es cierto Belén? Vine a buscar lo que muchos dicen se puede encontrar a la vuelta de la esquina, pero yo necesité hallarlo aquí. Conozco esta ciudad como la palma de mi mano, puedo recorrerla con los ojos cerrados sin temor a confundir una sola calle. Abro la ventana que da al balcón de la pequeña habitación y el perfume y el silencio de la mañana son inconfundibles. Quito de mi bolso el paquete verde y brillante cuyo contenido ha esperado exactamente un año y cuatro meses para ser disfrutado (los envasados al vacío nos ofrecen esa maravilla). Medio litro de agua, tres cucharadas soperas del polvo mágico, paciencia y mucha ternura. Unos minutos después, el aroma inunda el ambiente. Me envuelve. Poco falta para degustar el manjar. No me apresuro. No tengo ningún apuro. Llegué aquí para regalarme horas y me he prometido cumplirlo. Ahora sí, me sirvo una taza y, tomándola con mis dos manos, sintiendo el calor que despide, me acomodo en una antigua silla de hierro ubicada en el mínimo balcón, dispuesta a emborrachar mis cinco sentidos con el obsequio que es, solamente por existir, este pedacito de mundo.
El primer sorbo del contenido de la taza me hace volar. Viajo atravesando una frontera que, en ese sentido, no cuesta traspasar. El reloj gira en sentido antihorario y me conduce en autobús a un noviembre, dieciséis meses atrás. Cinco horas desde la Ciudad de Méjico. Un viaje solitario por la geografía de ese adorado país en busca de una amiga a quién aún no había visto nunca pero que conocía a través de lo que transmitían sus palabras escritas, la música que escuchaba, los libros que leía. De ese encuentro y de esas pocas horas en Veracruz, recuerdo la sonrisa de mi anfitriona, los enormes y bellos ojos de su hija, la generosidad de su familia al recibirme en su casa, las eternas conversaciones, y el perfume de su ciudad.
El sonido de un auto en la calle desierta a esta hora del día me regresa al balcón y a la taza, que ya vacía, sigue perfumando mis sentidos con una de las fragancias más exquisitas del planeta. Giro mi cuerpo hacia el interior de la habitación dirigiendo mi mirada hacia el paquete verde y brillante que esperó un año y cuatro meses en ser abierto. Esta era la ocasión para hacerlo, no tengo ninguna duda al respecto. De la finca, Café 100 % Altura. Coatepec, de donde proviene este manjar, huele a café. No existe en mi memoria otro perfume de esa ciudad veracruzana que no sea el de la tierra húmeda y el del café.
Estoy lejos de Montevideo. Casi no tengo equipaje, pero en él llegó el paquete de café que compré en Coatepec en noviembre de 2007 para llevarme algo tangible de ese rincón del mundo, bien diferente a éste, tan querido como éste. Éste que también es tierra de café, sabroso pero distinto, y que inunda sus calles por las mañanas, como ahora, pero sin mezclarse con el de Coatepec, ciudad vecina a Xalapa, uno de los lugares donde habitó Laura Díaz, a través de cuya vida Carlos Fuentes recorre la historia de Méjico y casi que la del mundo entero.
Cada quien posee sus tiempos. Tan diferentes, tan valiosos, tan respetables. Tantas veces desfasados de los de los otros, aún de quiénes queremos y nos quieren. Éste era el mío de estar aquí y de hacer realidad un sueño largamente acariciado. También, el de saborear este exquisito café de Coatepec, ciudad que conocí y recorrí de la mano de Graciela. Sé que he demorado mucho en agradecerle mis días en su ciudad. Lo hago recién ahora, desde esta otra tierra de café, pero bebiendo el café que es fruto de la riqueza de esa tierra mejicana, desde este sitio tan lejos de mi Montevideo, y de Coatepec. Solamente deseo que no sea tarde. Ojalá.
El primer sorbo del contenido de la taza me hace volar. Viajo atravesando una frontera que, en ese sentido, no cuesta traspasar. El reloj gira en sentido antihorario y me conduce en autobús a un noviembre, dieciséis meses atrás. Cinco horas desde la Ciudad de Méjico. Un viaje solitario por la geografía de ese adorado país en busca de una amiga a quién aún no había visto nunca pero que conocía a través de lo que transmitían sus palabras escritas, la música que escuchaba, los libros que leía. De ese encuentro y de esas pocas horas en Veracruz, recuerdo la sonrisa de mi anfitriona, los enormes y bellos ojos de su hija, la generosidad de su familia al recibirme en su casa, las eternas conversaciones, y el perfume de su ciudad.
El sonido de un auto en la calle desierta a esta hora del día me regresa al balcón y a la taza, que ya vacía, sigue perfumando mis sentidos con una de las fragancias más exquisitas del planeta. Giro mi cuerpo hacia el interior de la habitación dirigiendo mi mirada hacia el paquete verde y brillante que esperó un año y cuatro meses en ser abierto. Esta era la ocasión para hacerlo, no tengo ninguna duda al respecto. De la finca, Café 100 % Altura. Coatepec, de donde proviene este manjar, huele a café. No existe en mi memoria otro perfume de esa ciudad veracruzana que no sea el de la tierra húmeda y el del café.
Estoy lejos de Montevideo. Casi no tengo equipaje, pero en él llegó el paquete de café que compré en Coatepec en noviembre de 2007 para llevarme algo tangible de ese rincón del mundo, bien diferente a éste, tan querido como éste. Éste que también es tierra de café, sabroso pero distinto, y que inunda sus calles por las mañanas, como ahora, pero sin mezclarse con el de Coatepec, ciudad vecina a Xalapa, uno de los lugares donde habitó Laura Díaz, a través de cuya vida Carlos Fuentes recorre la historia de Méjico y casi que la del mundo entero.
Cada quien posee sus tiempos. Tan diferentes, tan valiosos, tan respetables. Tantas veces desfasados de los de los otros, aún de quiénes queremos y nos quieren. Éste era el mío de estar aquí y de hacer realidad un sueño largamente acariciado. También, el de saborear este exquisito café de Coatepec, ciudad que conocí y recorrí de la mano de Graciela. Sé que he demorado mucho en agradecerle mis días en su ciudad. Lo hago recién ahora, desde esta otra tierra de café, pero bebiendo el café que es fruto de la riqueza de esa tierra mejicana, desde este sitio tan lejos de mi Montevideo, y de Coatepec. Solamente deseo que no sea tarde. Ojalá.
Coatepec, tierra de café. Noviembre de 2007
Coatepec, tierra de café. Noviembre de 2007