La palabra escrita suele ser fuente de malentendidos porque poner negro sobre blanco, considerado para muchos una virtud, la priva de matices más allá del empeño que se realice en usar todas las posibilidades que ofrece un idioma. La palabra escrita más que pobre es indigente, huérfana de grises, tonos imprescindibles a la hora de expresar emociones, sentimientos e, incluso, pensamientos. Aún quienes poseen el don de escribir, saben que sus letras tendrán múltiples interpretaciones, tantas como personas las reciben, tal vez ninguna coincidente con el espíritu del autor, porque las letras no caen en bolsas vacías sino en personas caracterizadas por la individualidad.
Desde Babel, toda lengua, expresada por escrito o con la palabra hablada, es confusa, oscura y ambivalente. Se dice que toda lengua posee un Babel en su interior, drama que el ser humano intentará siempre vencer. Por eso, a pesar de esa continua lucha para que en el lenguaje la luz triunfe sobre la noche, los simples mortales que aspiramos comunicarnos aprendemos que nada reemplaza al diálogo mano a mano, cara a cara; ese ir y venir de opiniones, de aclaraciones y explicaciones que damos o solicitamos, condimentado todo con los invaluables lenguajes gestuales y corporales.
El diálogo requiere interlocutores abiertos sin reservas, que respeten las opiniones y puntos de vista del otro y que se escuchen mutuamente (que no es lo mismo que oírse; el nunca bien ponderado DRAE indica que escuchar significa aplicar el oído para oír, prestar atención a lo que se oye). El diálogo exige la atención a las ideas y sentimientos del otro, y la disposición real a modificar los propios puntos de vista. Es preciso, también, el reconocimiento de la existencia de tantas realidades como individuos las perciben ya que las apreciaciones surgen de seres humanos, y por lo tanto, todas son igualmente valiosas y respetables.
Se me ocurre que el peor error que podemos cometer las personas es no aceptar el diálogo directo a la hora de intercambiar puntos de vista y percepciones de la realidad. Más allá que pueda creerse que la palabra escrita es una vía válida para expresar nuestras opiniones y sentimientos, limitar la comunicación a la letra fría y dura, puede transformarnos en seres humanos que no aceptamos que el otro, el otro también existe.