viernes, mayo 02, 2008

Shoa: Memoria y Legado del Holocausto

Todos los nombres...Sinagoga de Pinkas, Praga


Alcanzó con caminar unas pocas cuadras desde la plaza de la Ciudad Vieja de Praga para llegar al Barrio Judío. Era una fresca mañana de fines de junio con el verano recién estrenado en el hemisferio norte del año 2002. Las arboladas calles se encontraban casi desiertas y el único sonido que se escuchaba era el de mis pasos al apoyarse en los adoquines, una constante en la ciudad natal de Kafka. Recorrí la vieja sinagoga y la de Maisel, el ayuntamiento judío con su emblemático reloj y el antiguo cementerio en el que las lápidas se amontonaron a lo largo de los siglos, comprendiendo un poco más de ese pueblo ancestralmente perseguido. Sin embargo, un sentimiento jamás antes experimientado me invadió al enfrentarme a los nombres, miles, decenas de miles que suman casi cien mil, de cada uno de los judíos de Moravia y Bohemia asesinados por los nazis, escritos en las paredes de una sala de la sinagoga de Pinkas. Un frío polar atravesó mi cuerpo de la cabeza a los pies, mezcla de vergüenza, dolor y terror. Ver los dibujos de los niños que jamás llegaron a ser adolescentes, sus maletas, sus juguetes, sus fotografías, congeló mi sangre. Recuerdo que fueron necesarios varios días para que el sol lograra entibiar mi alma, y mi cuerpo.


Un par de años después, en un octubre que se hacía noche a las cuatro de la tarde, volví a Europa Central y a pesar de mi experiencia en Praga no pude evitar visitar la Sinagoga de Budapest, la más antigua del mundo, la más grande de Europa. Un joven y encantador guía me fue contando la historia del gheto de Budapest a medida que estrujaba mi corazón con cada palabra que pronunciaba para relatar la vida, el martirio, la persecusión y el asesinato de otros casi cien mil judíos húngaros. La visita terminó depositando una piedra junto al árbol de la vida, en cuyas hojas está grabado el nombre de cada una de las víctimas húngaras del holocausto. Llegué helada a Madrid varios días después, y no hubo orujo capaz de calentarme la sangre, a pesar de los desesperados intentos de mis buenos amigos españoles.


Algún día de finales de diciembre de 2005, llegó a mis manos La Trilogía de Auschwitz de Primo Levi, y a partir de entonces y durante varios meses, casi no leí otra cosa que no fueran libros relacionados con los nazis y el Holocausto del Pueblo Judío.


Fue por eso que en junio de 2006 arreglé el itinerario de mi viaje a Denver, para pasar un día en Washington. Necesitaba ir al Museo del Holocausto. Casi caigo muerta de desilusión cuando una muchacha me explicó que las entradas estaban agotadas para ese día, que se reservan desde varias semanas antes por internet o teléfono, sobre todo en alta temporada. Le conté que llegaba de lejos, solamente para visitar el museo. Una abuela con sus cinco nietos se encontraba en mi misma situación. Sin duda, la muchacha se compadeció de nosotros e hizo una excepcón, que ambas féminas agradecimos varias veces. Poco antes del mediodía, dejé mi maleta de mano en el guardabultos, y, después de recibir orientación de un señor octogenario, sobreviviente de la barabarie nazi, algo que supe sin que me lo contara pues los números en su antebrazo lo identificaban, comencé el recorrido. Primero, me entregaron el pasaporte de una judía asesinada en un campo de concentración, e inmediatamente después, subiendo a un ascensor que recreaba un vagón de los usados para transportar a los judíos a “destino desconocido”. La visita al museo se realiza desde el piso superior hacia los inferiores, transitando corredores de varios metros de ancho, con murales, videos, objetos y fotografías a través de los cuales se cuenta la historia de los judíos en Alemania. Al principio, se escuchaban los pasos e incluso las voces de las decenas de visitantes, gente de todas las edades, desde ancianos hasta bebes llevados por sus padres en cochecitos. Sin embargo, no más de diez minutos después, no volaba ni una mosca. Lo más impactante para mi, fue, sin duda alguna, una montaña de miles de zapatos cubiertos por un polvo gris. Las cenizas. Las piernas se me iban aflojando a medida que avanzaba en los corredores. Debí hacer un par de paradas, respirar hondo, beberme un café, un vaso de agua, distrarme realizando algunas anotaciones, para completar el recorrido. Una vez en la planta baja nuevamente, junto a decenas de niños, entré en la casa de Daniel, y en cada habitación de la misma conocí el Holocausto a través de la historia de un niño judío. Eran las cinco de la tarde cuando salí al exterior, y a pesar que el sol era abrasador, no alcanzó caminar un par de horas por el Mall, incluyendo el memorial de las víctimas de Vietnam, nombre a nombre, arrastrando mi maleta de mano, para que mi cuerpo adquiriese la temperatura ambiente.


Creo que fue en ese mismo viaje que llevé de regalo a mis sobrinas La maleta de Hana, que narra la historia de una maestra japonesa del Museo del Holocausto de Tokio, que, enseñando a los niños acerca del Holocausto, comprendió que éstos necesitaban un objeto, algo tangible, para acercarse al tema. Fue así como después de varias gestiones, consiguió que le envíasen una maleta, réplica de la de una niña judía, Hana Brady. Niños y maestra deciden investigar la historia de la niña. Lo maravilloso es que el hermano de Hana logró sobrevivie a Auschwitz, vive en Canadá, y terminó visitando el Museo de Tokio. Los pormenores de la historia están en el libro, que invito a leer. Un canto a la vida, sin duda, a pesar que Hana fue una de los seis millones de judíos asesinados por los nazis.


Poco después de visitar el Museo del Holocausto de Washington, un mediodía de sábado de julio, me di cuenta que la mesa de trabajo de mi padre estaba repleta de libros sobre el Holocausto y el nazismo. Los dos nos asombramos de estar en sintonía, y conversamos mucho al respecto. Como siempre, aprendí mucho de aquella charla y de las que fuimos teniendo a lo largo de varios sábados. Regresé a casa con varios libros que mi padre me regaló, algo inusual en él ya que, siempre que me interesaba alguno de sus libros, me compraba un nuevo ejemplar, pero jamás se deshacía de los propios. Le pregunté la razón y me respondió Recuérdalo tú y recuérdalo a otros, título de un libro de Ronald Fraser conteniendo historias orales de la Guerra Civil Española. En este momento me doy cuenta que fue el último tema de conversación que tuve con mi padre, fallecido dos meses después.


Ese mismo año, mi hermano me contó sobre el Projecto Paper Clip, y acerca el documental filmado al respecto. Comencé a buscar acá ese DVD pero no lo encontré. Tuve que conformarme con leer la historia en la página web, y recién ver el documental en setiembre del año pasado con mi cuñada (y enseguida comprarlo por internet). En 1998 en Whitwell, pueblito perdido en el sudeste de la geografía de Tennessee, la directora de la escuela secundaria, inició un programa para que los estudiantes comprendieran el concepto de discriminación ya que más del 97 % de los casi 1.600 habitantes son blancos y cristianos, y los jóvenes no tenían, por tanto, prácticamente contacto con personas de otra religión, color de piel ni cultura (había apenas cinco afroamericanos y un solo latino). Para completar el panorama, a unos sesenta quilómetros de allí, en el condado de County, en 1925, un maestro fue juzgado y apresado por enseñar la teoría de la Evolución de Darwin, y, en Pulaski, a unos ciento y pocos de quilómetros, nació el tristemente célebre Ku Klux Klan. La directora y el maestro de Ciencias Sociales decidieron que para poder comprender el significado del Holocausto y sus 6 millones de víctimas, los jóvenes necesitaban acercarse a un tema que era tan ajeno a ellos a través de algo tangible. Comienzan, entonces, a solicitar paper clips a personas e instituciones. De a poco, comienzan a llegar sobres con uno, dos, diez o veinte paper clips, en memoria de víctimas allegadas a los que enviaban las cartas, pero luego, cajas con cientos, con miles de paper clips. Lo que conmovió a los jóvenes no fue solamente la noción de cantidad, sino también que cada envío tenía, además de paper clips, historias, decenas de miles de historias de víctimas del Holocausto. La tranquila vida del pueblo fue conmocionada (la del cartero ni qué decir) por el continuo llegar de sobres y cajas, y por las historias que esos jóvenes iban conociento y contando a sus familias. Los envíos tuvieron sellos de más de veinte países, y hubo remitentes famosos como Bill Cosby, Steven Spielberg, Tom Hanks y Bill Clinton. En el verano de 2004, se habían acumulado 24 millones de paper clips. Unos años antes, los jóvenes ya habían iniciado una nueva aventura: conseguir un vagón de los usados para transportar a los judíos a los campos de concentración. Actualmente, Whitwell tiene su Memorial del Holocausto, el vagón aloja once millones de paper clips (seis millones de judíos, y cinco millones de gitanos, homosexuales, testigos de Jehová y otros grupos perseguidos por los nazis), y una escultura diseñada por un lugareño alberga un millón y medio de paper clips en memoria de los niños judíos asesinados por los nazis. El vagón está rodeado de dieciocho mariposas, en honor al niño que, en el campo de concentración de Theresienstadt (a veces nombrado Terezin, el mismo en que Hana y su hermano estuvieron prisioneros, en las afueras de Praga) escribió un poema llamado Nunca ví otra mariposa. Junto a los paper clips, en el vagón, hay una maleta repleta de cartas escritas por los niños a Ana Frank. Mi próximo viaje a Estados Unidos, tiene un destino ineludible: Whitwell, Tennessee.


Hace unas semanas, y a partir de la iniciativa de tres jóvenes judíos uruguayos, se inauguró la exposición “ Shoa, Memoria y Legado del Holocausto” en el Subte Municipal en Montevideo. Debo confesar que después de haber visitado las sinagogas de Praga y Budapest, después de todos los libros leídos, después de haber visto el documental Paper Clip Project y unas diez veces La lista de Schlinder, pero, sobre todo, después de haber vivido la experiencia del Museo del Holocausto de Washington, creía que nada respecto al Holocausto del pueblo judío podría conmoverme. Sin embargo, y como tantas veces en lo que a emociones se refiere, me equivoqué. Porque, unos días atrás, me acerqué al Subte Municipal, y al apenas entrar en la exposición, se me puso la piel de gallina, se me hizo un nudo en la garganta, y salí a la luz de la cálida tarde otoñal, llorando y muerta de frío.


Comprendí que, a pesar que la primer herida es la más profunda, como dice la canción, en relación a violaciones de derechos humanos, siempre el dolor es recién nacido, como canta otra canción, y que la única manera de comprender la dimensión de la tragedia humana es hacer todo lo imposible para ponerse en la piel del semejante. Ningún esfuerzo por recordar las barbaries cometidas por los hombres es vano. Ver, tocar y escuchar las historias, una, diez, cien, mil veces, es la forma en que las personas podemos empezar apenas a aprender la lección. La de conocer la historia, la de recordarla hasta el hartazgo, el dolor, la vergüenza y la sangre congelada. Para que nunca más.


Por eso, estas líneas que para muchos pueden parecer más de lo mismo, jamás sobrarán. Apenas cumplo con una deuda que siento tenía con muchas personas judías a quiénes adoro, pero también, conmigo misma, porque en este tema, como en tantos, el silencio es sinómino de complicidad. Apenas, aporto mi granito de arena en contribuir a la shoa. Ojalá todos hiciéramos lo mismo. Porque, como me dijo mi padre aquélla tarde de sábado de julio casi dos años atrás, Recuérdalo tú y recuérdalo a otros.