Ana me contó ayer que el hospital donde trabaja estaba conmocionado pues una colega enfermera se había suicidado, en el atardecer del lunes, de la manera más profesional que existe: inyectándose potasio en su vena. El método, conociendo la dosis adecuada, es irreversible. Y una enfermera lo sabe de sobra. La suicida, tenía treinta y cinco años, era bonita y exitosa. Para todos, le sobraban los motivos para ser feliz... Recordé entonces el texto escrito por Gabriel García Márquez allá por 1982, que aquí transcribo.
A veces me entretengo en el supermercado observando a las amas de casa que vacilan frente a los estantes mientras deciden que comprar, las veo vagar con sus carritos por los laberintos de artículos expuestos a su curiosidad, y siempre me pregunto, al final del examen, cuál de ellas es la que se va a suicidar ese día a la seis de la tarde. Esa mala costumbre me viene de un estudio médico del cual me habló hace algunos años una buena amiga, y según el cual las mujeres más felices de las democracias occidentales, al cabo de una vida fecunda de matriarcas evangélicas, después de haber ayudado a sus maridos a salir del pantano y de formar los hijos con pulso duro y corazón tierno, terminan por suicidarse cuando todas las dificultades parecían superadas y deberían navegar en las ciénagas apacibles de su otoño. La mayoría de ellas, según las estadísticas, se suicidan al atardecer.
Se ha escrito desde siempre sobre la condición de la mujer, sobre el misterio de su naturaleza, y es difícil saber cuáles han sido los juicios más certeros. Recuerdo uno feroz, a cuyo autor no quiero denunciar aquí porque es alguien a quien admiro mucho y temo librarlo a las furias de las lectoras eventuales de esta nota. Dice así la frase: "Las mujeres no desean más que el calor de un hogar y el amparo de un techo. Viven en el temor de una catástrofe y ninguna seguridad es bastante segura para ellas y a sus ojos el porvenir no es sólo inseguro, sino catastrófico. Para luchar por adelantado contra esos males desconocidos no hay engaño al que no recurran, no hay rapacidad de la que no se sirvan, y no hay ningún placer ni ilusión que no combatan. Si la civilización hubiera estado en manos de mujeres, seguiríamos viviendo en las cuevas de los montes, y la inventiva de los hombres habría cesado con la conquista del fuego. Todo lo que piden a la caverna, más allá del abrigo, es que sea un grado más ostentosa que la del vecino. Todo lo que piden para la seguridad de los hijos es que estén seguros en una cueva semejante a la suya". Por los tiempos en que conocí esta frase, declaré en una entrevista: "Todos los hombres son impotentes". Muchos amigos, y sobre todo, algunos que no lo eran, no pudieron reprimir sus ímpetus machistas y me replicaron con denuestos públicos y privados que podrán resumirse en uno solo: " El ladrón juzga por su condición”.
Ana me contó ayer que el hospital donde trabaja estaba conmocionado pues una colega enfermera se había suicidado, en el atardecer del lunes, de la manera más profesional que existe: inyectándose potasio en su vena. El método, conociendo la dosis adecuada, es irreversible. Y una enfermera lo sabe de sobra. La suicida, tenía treinta y cinco años, era bonita y exitosa. Para todos, le sobraban los motivos para ser feliz... Recordé entonces el texto escrito por Gabriel García Márquez allá por 1982, que aquí transcribo.
Se ha escrito desde siempre sobre la condición de la mujer, sobre el misterio de su naturaleza, y es difícil saber cuáles han sido los juicios más certeros. Recuerdo uno feroz, a cuyo autor no quiero denunciar aquí porque es alguien a quien admiro mucho y temo librarlo a las furias de las lectoras eventuales de esta nota. Dice así la frase: "Las mujeres no desean más que el calor de un hogar y el amparo de un techo. Viven en el temor de una catástrofe y ninguna seguridad es bastante segura para ellas y a sus ojos el porvenir no es sólo inseguro, sino catastrófico. Para luchar por adelantado contra esos males desconocidos no hay engaño al que no recurran, no hay rapacidad de la que no se sirvan, y no hay ningún placer ni ilusión que no combatan. Si la civilización hubiera estado en manos de mujeres, seguiríamos viviendo en las cuevas de los montes, y la inventiva de los hombres habría cesado con la conquista del fuego. Todo lo que piden a la caverna, más allá del abrigo, es que sea un grado más ostentosa que la del vecino. Todo lo que piden para la seguridad de los hijos es que estén seguros en una cueva semejante a la suya". Por los tiempos en que conocí esta frase, declaré en una entrevista: "Todos los hombres son impotentes". Muchos amigos, y sobre todo, algunos que no lo eran, no pudieron reprimir sus ímpetus machistas y me replicaron con denuestos públicos y privados que podrán resumirse en uno solo: " El ladrón juzga por su condición”.
Ana me contó ayer que el hospital donde trabaja estaba conmocionado pues una colega enfermera se había suicidado, en el atardecer del lunes, de la manera más profesional que existe: inyectándose potasio en su vena. El método, conociendo la dosis adecuada, es irreversible. Y una enfermera lo sabe de sobra. La suicida, tenía treinta y cinco años, era bonita y exitosa. Para todos, le sobraban los motivos para ser feliz... Recordé entonces el texto escrito por Gabriel García Márquez allá por 1982, que aquí transcribo.
Pienso ahora que, tanto en la frase sobre las mujeres como en la mía sobre los hombres, lo único reprochable es la exageración. No hay duda: todo los hombres somos impotentes cuando menos lo esperamos y, sobre todo, cuando menos lo queremos, porque nos han enseñado que las mujeres esperan de nosotros mucho más de lo que somos capaces, y ese fantasma, a la hora de la verdad, inhibe a los humildes y conturba a los arrogantes. En la frase sobre las mujeres, que en realidad fue atribuida a las del imperio romano, falta señalar el horror de esa condición que en nuestros tiempos conduce a tantas amas de casa a tomarse el frasco de somníferos, uno detrás del otro, y mejor si es con un vaso de alcohol, a las seis de la tarde.
No hay nada más difícil, más estéril y empobrecedor que la logística de la casa. Una de las cosas que más me intrigan, y que más admiro en este mundo, es cómo hacen las mujeres para que nunca falte el papel en los baños. Calcular por metros enrollados una necesidad cotidiana de la más íntima, la menos previsible y la más inveterada de cada miembro de la familia, requiere no sólo un instinto especial, sino un talento administrativo digno de mejor causa. Si no las admirara tanto por tantos motivos, como creo haberlo establecido en mis libros, me bastaría con esa virtud para admirar tanto a las mujeres. Creo que muy pocos hombres serían capaces de mantener el orden de la casa con tanta naturalidad y eficacia, y yo no lo haría por ningún dinero ni ninguna razón de este mundo.
En esa logística doméstica está el lado oculto de la historia que no suelen ver los historiadores. Para ir no muy lejos, he creído siempre que las guerras civiles de Colombia en el siglo pasado no hubieran sido posibles sin la disponibilidad de las mujeres para quedarse sosteniendo el mundo en la casa. Los hombres se echaban la escopeta al hombro, sin más vueltas, y se iban a la aventura. No tomaban ninguna providencia para la vida de la familia mientras ellos estuvieran ausentes, y menos ante la posibilidad de su muerte. Mi abuela me contaba que mi abuelo, siendo muy joven, se fue con las tropas del general Rafael Uribe Uribe, y no volvió a saber de él durante casi un año. Una madrugada tocaron a la ventana de su dormitorio, y una voz que nunca identificó, le dijo: "Tranquilina, si quieres ver a Nicolás, asómate ahora mismo". Ella, que entonces era joven y muy bella, abrió la ventana en el instante y sólo alcanzó a ver el polvo de la cabalgata que acababa de pasar y en la cual, en efecto, iba el marido, que ni siquiera alcanzó a distinguir.
Mujeres como ella criaban solas a sus hijos, los hacían hombres para otras mujeres que serían también heroínas invisibles de otras guerras futuras, y hacían mujeres a las hijas para otros maridos guerreros que ni siquiera estaban escritos en las líneas de sus manos, y sostenían la casa en hombros hasta que el hombre volvía. Cómo lo hicieron, con qué ideales y con qué recursos, es algo que no se encuentra en nuestros textos de historia escritos por los hombres. En realidad, en toda la historia de la polvorienta y mojigata Academia de la Historia de Colombia sólo ha habido una mujer. Está allí desde hace apenas poco más de un año, y tengo motivos para creer que vive intimidada por la gazmoñeria de sus compañeros de gloria.
La explicación de que las mujeres sometidas a su condición actual de ama de casa terminen por suicidarse a las seis de la tarde, no es tan misteriosa como podría parecer. Ellas, que en otros tiempos fueron bellas, se habían casado muy jóvenes con hombres emprendedores y capaces que apenas empezaban su carrera. Eran laboriosas, tenaces, leales, y empeñaron lo mejor de ellas mismas en sacar adelante al marido con una mano, mientras que con la otra criaban a los hijos con una devoción que ni ellas mismas apreciaron como un milagro de cada día. "Llevaban", como tantas veces he oído decir a mi madre, "todo el peso de la casa encima". Tal como lo hacían sus abuelas en otras tantas guerras olvidadas.
Sin embargo, aquel heroísmo secreto, por agotador e ingrato que fuera, era para ellas una justificación de sus vidas. Lo fue menos muchos años después, cuando el marido que acabaron de criar logró una posición profesional y empezó a cosechar solo los frutos del esfuerzo común, y lo fue muchos menos cuando los hijos acabaron de crecer y se fueron de la casa. Aquél fue el principio de un gran vacío, que no era todavía irremediable porque dejaba una grieta de alivio en el trabajo más aburrido del mundo: los oficios de la casa, con los cuales las perfectas casadas solitarias sobrellevaban las horas de la mañana. Todavía no comían solas si el marido llamaba en el último momento para decir que no lo esperaran a almorzar: algunas amigas en iguales condiciones estaban ansiosas de acompañarlas. No obstante, después de la siesta estéril, de la peluquería obsesiva, de las novelas de televisión o los telefonemas interminables, sólo quedaba en el porvenir el abismo de las seis de la tarde. A esa hora, o bien se conseguían un amante de entrada por salida, de aquellos que ni siquiera tienen tiempo de quitarse los zapatos, o se tomaban de un golpe todo el frasco de somníferos. Muchas, las que habían sido más dignas, hacían ambas cosas.