- La señora lloraba desconsolada, apoyando el peso de su vida sobre la pared del apartado diez del centro de cuidados intensivos, dijo mi amiga Ana que no suele hablar de sus días ni de sus noches transcurridas en el hospital.
- ¿Le habían anunciado que se había muerto el esposo?, le pregunté.
- No. Ella entró a verlo y descubrió que lo habían conectado al respirador artificial a pesar que el hombre pidió expresamente que no quería ninguna agresión de esa clase, me respondió indignada.
- Entonces tendría que haberse enfurecido, se me ocurrió decir después de pensar unos instantes.
- Estaba angustiada, no te olvides que es el esposo, expresó con firmeza mientras sus ojos claros se inundaban en lágrimas.
El médico, fue el último en darse cuenta que el sonido que cubría los habituales ruidos del centro de cuidados intensivos provenía del llanto de la esposa del paciente de la cama diez, un veterano de más de setenta años que él decidió conectar al respirador sin importarle un rábano lo que estaba escrito en la primera página de la historia clínica. Asombrado, se acercó a la señora para consolarla. Ella le dijo algo, apenas unas breves palabras. Pocos minutos después, una enfermera y una fisioterapeuta le quitaron el tubo al paciente. Al rato, llegó otra enfermera llevando en sus manos una bandeja sobre la que descansaban varias ampollas de morfina.
Al abandonar la guardia, Ana pudo ver a la señora sentada en la sala de espera. Tenía los ojos rojos y la mirada calma. Ya no lloraba.
El médico, que mucho sabe de patologías y terapéuticas, sigue creyéndose juez y dios al pretender estirar la vida traspasando el límite de la dignidad humana. A veces, tiene la fortuna de recibir la mejor lección de su profesión, pero no de un profesor emérito, sino de un simple mortal que quizás jamás pasó ni por la puerta de la universidad. Si eso sucede, jamás volverá a olvidar que su misión no es solamente curar, sino también, ofrecer a sus pacientes un buen morir.
- ¿Le habían anunciado que se había muerto el esposo?, le pregunté.
- No. Ella entró a verlo y descubrió que lo habían conectado al respirador artificial a pesar que el hombre pidió expresamente que no quería ninguna agresión de esa clase, me respondió indignada.
- Entonces tendría que haberse enfurecido, se me ocurrió decir después de pensar unos instantes.
- Estaba angustiada, no te olvides que es el esposo, expresó con firmeza mientras sus ojos claros se inundaban en lágrimas.
El médico, fue el último en darse cuenta que el sonido que cubría los habituales ruidos del centro de cuidados intensivos provenía del llanto de la esposa del paciente de la cama diez, un veterano de más de setenta años que él decidió conectar al respirador sin importarle un rábano lo que estaba escrito en la primera página de la historia clínica. Asombrado, se acercó a la señora para consolarla. Ella le dijo algo, apenas unas breves palabras. Pocos minutos después, una enfermera y una fisioterapeuta le quitaron el tubo al paciente. Al rato, llegó otra enfermera llevando en sus manos una bandeja sobre la que descansaban varias ampollas de morfina.
Al abandonar la guardia, Ana pudo ver a la señora sentada en la sala de espera. Tenía los ojos rojos y la mirada calma. Ya no lloraba.
El médico, que mucho sabe de patologías y terapéuticas, sigue creyéndose juez y dios al pretender estirar la vida traspasando el límite de la dignidad humana. A veces, tiene la fortuna de recibir la mejor lección de su profesión, pero no de un profesor emérito, sino de un simple mortal que quizás jamás pasó ni por la puerta de la universidad. Si eso sucede, jamás volverá a olvidar que su misión no es solamente curar, sino también, ofrecer a sus pacientes un buen morir.