Ayer fuí al cine con mi amiga Adriana, seducidas las dos por la magia de Edith Piaf. En lo personal, me habían conquistado las escenas vistas pocas semanas atrás, pero, sobre todo, la voz de quién fuera bautizada como El gorrión de París.
Sin importarme el hecho (no menor) que las partes elegidas para promocionar cualquier película suelen ser las más impactantes, y no habiendo leído una sola crítica de la obra, decidí correr el riesgo. Solamente oír la voz de Piaf valía la pena.
La película, que llegó a estas latitudes como La vie en Rose (aunque su título original es La môme: La chica, La pequeña), atrapa desde el comienzo. Va y viene en el tiempo, juega magistralmente con las cámaras, la fotografía deslumbra, y la música es el hilo conductor para presentar la vida de Piaf.
Marion Cotillan, logra convencer al espectador que realmente es Piaf, gracias a su brillante actuación, y al excelente maquillaje que la muestra tanto a sus dieciocho años como en el ocaso de su vida.
Es cierto que la película puede no ser fiel a la biografía de la cantante. En lo personal, poco me importa, porque, dejémonos de estupideces, es muy difícil, por no decir imposible, reconstruir el paso por esta tierra de cualquier individuo, por más famoso que sea o haya sido.
Abandoné la sala lagrimeando (y no soy mujer de llanto fácil, créanme), tarareando letras de canciones que hacía mucho tiempo no oía, y satisfecha. La obra logró tocar mi corazón (o donde sea que los seres humanos tenemos los sentimientos) entrando a través de mis oídos primero, y de mis ojos después.
El hecho de haber elegido “Je ne regrette rien” como cierre, fue, sin duda, estratégico. No sólo para poner el punto final a una visión de la vida de una artista que sufrió sinsabores desde su mismo nacimiento, marcada por el sufrimiento y el amor, sino para que el espectador se aleje del cine pensando en su propia existencia.
No me arrepiento, antes que nada. Con mis memoria encendí el fuego, luego. Empiezo desde cero, después.
Si el proceso se realiza gracias al milagro de un nuevo amor, claro que mejor. Pero, más allá de la existencia o no de un nuevo amor, las personas tenemos la obligación de seguir adelante, a pesar que nos hayan tocado en suerte (o en desgracia) experiencias difíciles, dolorosas, y aún, trágicas. Aunque parezca imposible, debemos animarnos a afirmar Je ne regrette rien, pues , es a partir de lo bueno y malo recibido, que crecemos.
Solía ser optimista (llegué, incluso, a creer que mi optimismo era “genético”). Pero un día, un grupo de inescrupulosos (más bien delincuentes, y en reiteración real), lograron convertirme en una persona que dejó de sentir esperanza, convenciéndome que poco y nada vale la pena. Sin embargo, en este momento, después de escuchar ene veces a la Piaf cantando “Je ne regrette rien” se me ha dado por pensar que aunque nada valga la pena, yo sí. Porque soy única, porque tengo la vida que otros no, porque he llegado hasta esta edad cuando tantos quedaron por el camino, porque he luchado por mis sueños pese a que la mayoría anden midiendo y pesando actitudes y pasos a dar. Y que sólo por eso (y nada menos que por eso), sin dejar que la Justicia haga lo que corresponda para que los reos sean juzgados por los delitos cometidos, es imperioso que empiece de nuevo (aunque tal vez no de cero, porque somos historia).
Hay una imagen de la película que me resultó genial. La última noche de su vida, Piaf repasa de vida (¿será que así son nuestros últimos instantes en este mundo?), y mientras la voz de Piaf encanta con la frase de Je ne regrette rien, que dice “Avec mes souvenirs, j'ai allumé le feu!”, la moribunda rescata los buenos momentos de su corta y sufrida existencia.
Esta tarde de helado invierno en el Río de la Plata, La vie en rose, actuando como disparador, hace que mi memoria desate algunos de sus traicioneros nudos y libere de sus crueles laberintos, imágenes de lo mejor de mi vida. Imágenes que están pasando por mi mente (o por mi corazón) como cuadros de una película. De todas ellas quiero destacar aquí una, simbólica por cierto. A partir de mis diez años, tomé clases de francés. Mi profesora, Mademoiselle Lacasagne, era una señora muy mala. Sexagenaria, solterona, y maestra jubilada, ocupaba sus días torturando con sus métodos educativos medievales a niños que concurríamos obligados por nuestros padres. Cuando Mademoiselle Lacasagne nos obligaba a quedarnos a la intemperie en pleno invierno para terminar nuestras tareas, me preguntaba cómo era posible que mis progenitores no me rescatasen de las garras de la tirana. Sin dejar de censurar métodos de educación perimidos (hoy delictivos), gracias a los largos y difíciles años como discípula de Mademoiselle Lacasagne, en este momento puedo disfrutar de las letras de las canciones de la Piaf...
Poco y nada sé de cine, apenas soy una espectadora. Pero si una película logra mover mis fibras, más allá de lo que dicen los críticos y de los sabelotodos, la recomiendo sin dudarlo un instante. Je ne regrette rien.