Your Words, my Silence. Priscila Rodriguez
La última dictadura en Uruguay (1973-1985), la más cruel en la historia de este pequeño país con vista al mar, partió en dos a su población.
Una parte sufrió muerte, desaparición, cárcel, tortura, exilio, destitución de sus puestos de trabajo, o bien, tuvo la “suerte” de ser, únicamente, sucia, brutal y llanamente silenciada, debiendo esconderse debajo de camas o roperos, o andar por las calles con el peso del miedo y del terror de decir algo impropio que pudiese marcarla para siempre con el estigma de pertenecer al grupo opositor.
La otra, asesinó, torturó, encarceló, destituyó, delató, colaboró, creó el miedo entre los demás, o, fue cómplice en el usufructo de los privilegios de pertenecer al grupo de poder que, con un balazo, una firma estratégicamente estampada o un comentario, condenaba a su vecino, compañero de trabajo, subalterno, empleado o conciudadano, al exilio interno, en su propia tierra, en el barrio que lo vio nacer o crecer.
Durante los oscuros y sangrientos años de la dictadura uruguaya, no existieron los grises. O eras cómplice o eras víctima. Nadie puede hacer creer a los demás que desconocía los horrores que se llevaban a cabo en los cuarteles y sótanos, a la vuelta de la esquina de tu propia casa, o las injusticias que se consumaban en fábricas, oficinas o institutos de enseñanza.
Fueron doce años en los que los perdedores sufrieron, mientras que los vencedores sonrieron, haciendo permanente alarde de su triunfo, el que debía ser agradecido por los uruguayos “decentes”, pues el país se había salvado, y el “orden”, finalmente, reestablecido.
Los perdedores, además de sufrir, se cuidaron y mimaron entre sí, entregándose infinitas muestras de solidaridad, de compañerismo, de ayuda.
Los militares en el poder, lucieron, obviamente, sus trofeos de guerra, que consistieron en todo lo que fueron capaces de robar. Vidas, dignidades, viviendas, dinero, obras de arte, hectáreas de tierra, y, como bien se sabe, niños.
Se llegó a mantener con vida a prisioneras, solamente para quedarse con los bebés, y regalárselos a familias “decentes” que iban a educarlos según los únicos cánones que consideraban válidos. Luego, las madres a quiénes se les arrancaban de los brazos a sus hijos recién nacidos, eran asesinadas, enterradas en fosas comunes, en los campos de los cuarteles, o arrojadas al Río de la Plata en los denominados “vuelos de la muerte” que recién en estos días han comenzado a investigarse, y de los que el dictador Goyo Álvares, en el juzgado, ha declarado no tener conocimiento.
Otras veces, cuando los padres eran detenidos, robaban a sus niños, entregándolos a familias “patriotas”, y no a sus familiares, como indican las leyes que los dictadores jamás cumplieron.
Sin embargo, hubo casos en los que la suerte, o el milagro, existieron. Nadie sabe bien porqué. Simplemente sucedieron. Hay demasiados misterios en este mundo.
Los niños que tuvieron la dicha de no ser robados, fueron entregados a las familias de sus padres, en las que abuelos, tíos, hermanos y primos se hicieron cargo de ellos. Sin dejar de reconocer el rol que cumplieron los representantes del género masculino, fueron fundamentalmente las mujeres las que criaron, educaron, mimaron y cuidaron a esos niños, haciendo lo imposible para compensar la ausencia de sus padres. Esas mujeres, más allá de sus ideas políticas, abrazaron a esos niños como si fueran propios, manteniendo viva la memoria de sus padres. Sin dudarlo, cargaron a esos niños en brazos o tomaron sus manitos para llevarlos a visitar a sus padres a las cárceles, semana a semana, mes a mes, año tras año, hiciera frío o sol, lloviera o granizara. Muchas veces, recorrieron el país en autobuses, de cuartel en cuartel, porque la táctica usada por los dictadores fue el cambiar a los presos de lugar para desalentar, cansar y abatir a las familias. Las madres postizas, juntaron peso sobre peso para pagar los pasajes, faltaron a sus empleos o renunciaron a ellos, porque ponían encima de todo el amor a los niños.
En muchos casos, cuando los padres eran liberados, inmediatamente adquirían el estatus de refugiado político de las Naciones Unidas, exiliándose bien lejos de aquí, sobre todo en la vieja Europa, porque los hermanos países de Latinoamérica vivían dictaduras tan terribles como la nuestra. A veces en una noche o en dos días, esas mujeres fueron quienes tuvieron que armar las pequeñas valijas de los niños, colocando en ellas no solamente sus ropitas y juguetes sino la esperanza de una vida mejor, junto a sus padres, lejos de ellas. No derramaron lágrimas frente a los niños que despedían en el aeropuerto, no pensaron en cuánto los extrañarían ni en el hueco que quedaría en sus vidas una vez que los depositaran en los brazos de sus padres.
No lucieron pañuelos blancos en la cabeza y nadie conoce sus nombres, como sí sucedió con las abuelas y madres de la Plaza de Mayo de la vecina Buenos Aires, de quiénes nadie discute su valor, su amor, su lucha sin tregua por encontrar a sus niños.
Estas mujeres anónimas, con su amor y con su entrega, mantuvieron encendida la llama de la familia de esos niños y el recuerdo intacto de sus padres. Abuelas, tías, hermanas y primas que abrieron sus brazos para recibir y acunar a los niños, y luego, para entregarlos a sus padres. Pocos pensaron en el dolor que sintieron cuando los regresaron a sus padres, pero sufrieron en silencio la distancia. Muchas, nunca más volvieron a verlos porque la muerte las encontró en la dictadura. Anónimas. Gigantes. Solamente sus familiares las recuerdan, las valoran y les agradecen eternamente, y para ellas, con eso alcanzaba y sobraba. Alcanza con que Jorge y Alberto jamás olviden a su Tía Elena. Con que Laura nunca de emocionarse al evocar a su Abuela Amalia.
Una parte sufrió muerte, desaparición, cárcel, tortura, exilio, destitución de sus puestos de trabajo, o bien, tuvo la “suerte” de ser, únicamente, sucia, brutal y llanamente silenciada, debiendo esconderse debajo de camas o roperos, o andar por las calles con el peso del miedo y del terror de decir algo impropio que pudiese marcarla para siempre con el estigma de pertenecer al grupo opositor.
La otra, asesinó, torturó, encarceló, destituyó, delató, colaboró, creó el miedo entre los demás, o, fue cómplice en el usufructo de los privilegios de pertenecer al grupo de poder que, con un balazo, una firma estratégicamente estampada o un comentario, condenaba a su vecino, compañero de trabajo, subalterno, empleado o conciudadano, al exilio interno, en su propia tierra, en el barrio que lo vio nacer o crecer.
Durante los oscuros y sangrientos años de la dictadura uruguaya, no existieron los grises. O eras cómplice o eras víctima. Nadie puede hacer creer a los demás que desconocía los horrores que se llevaban a cabo en los cuarteles y sótanos, a la vuelta de la esquina de tu propia casa, o las injusticias que se consumaban en fábricas, oficinas o institutos de enseñanza.
Fueron doce años en los que los perdedores sufrieron, mientras que los vencedores sonrieron, haciendo permanente alarde de su triunfo, el que debía ser agradecido por los uruguayos “decentes”, pues el país se había salvado, y el “orden”, finalmente, reestablecido.
Los perdedores, además de sufrir, se cuidaron y mimaron entre sí, entregándose infinitas muestras de solidaridad, de compañerismo, de ayuda.
Los militares en el poder, lucieron, obviamente, sus trofeos de guerra, que consistieron en todo lo que fueron capaces de robar. Vidas, dignidades, viviendas, dinero, obras de arte, hectáreas de tierra, y, como bien se sabe, niños.
Se llegó a mantener con vida a prisioneras, solamente para quedarse con los bebés, y regalárselos a familias “decentes” que iban a educarlos según los únicos cánones que consideraban válidos. Luego, las madres a quiénes se les arrancaban de los brazos a sus hijos recién nacidos, eran asesinadas, enterradas en fosas comunes, en los campos de los cuarteles, o arrojadas al Río de la Plata en los denominados “vuelos de la muerte” que recién en estos días han comenzado a investigarse, y de los que el dictador Goyo Álvares, en el juzgado, ha declarado no tener conocimiento.
Otras veces, cuando los padres eran detenidos, robaban a sus niños, entregándolos a familias “patriotas”, y no a sus familiares, como indican las leyes que los dictadores jamás cumplieron.
Sin embargo, hubo casos en los que la suerte, o el milagro, existieron. Nadie sabe bien porqué. Simplemente sucedieron. Hay demasiados misterios en este mundo.
Los niños que tuvieron la dicha de no ser robados, fueron entregados a las familias de sus padres, en las que abuelos, tíos, hermanos y primos se hicieron cargo de ellos. Sin dejar de reconocer el rol que cumplieron los representantes del género masculino, fueron fundamentalmente las mujeres las que criaron, educaron, mimaron y cuidaron a esos niños, haciendo lo imposible para compensar la ausencia de sus padres. Esas mujeres, más allá de sus ideas políticas, abrazaron a esos niños como si fueran propios, manteniendo viva la memoria de sus padres. Sin dudarlo, cargaron a esos niños en brazos o tomaron sus manitos para llevarlos a visitar a sus padres a las cárceles, semana a semana, mes a mes, año tras año, hiciera frío o sol, lloviera o granizara. Muchas veces, recorrieron el país en autobuses, de cuartel en cuartel, porque la táctica usada por los dictadores fue el cambiar a los presos de lugar para desalentar, cansar y abatir a las familias. Las madres postizas, juntaron peso sobre peso para pagar los pasajes, faltaron a sus empleos o renunciaron a ellos, porque ponían encima de todo el amor a los niños.
En muchos casos, cuando los padres eran liberados, inmediatamente adquirían el estatus de refugiado político de las Naciones Unidas, exiliándose bien lejos de aquí, sobre todo en la vieja Europa, porque los hermanos países de Latinoamérica vivían dictaduras tan terribles como la nuestra. A veces en una noche o en dos días, esas mujeres fueron quienes tuvieron que armar las pequeñas valijas de los niños, colocando en ellas no solamente sus ropitas y juguetes sino la esperanza de una vida mejor, junto a sus padres, lejos de ellas. No derramaron lágrimas frente a los niños que despedían en el aeropuerto, no pensaron en cuánto los extrañarían ni en el hueco que quedaría en sus vidas una vez que los depositaran en los brazos de sus padres.
No lucieron pañuelos blancos en la cabeza y nadie conoce sus nombres, como sí sucedió con las abuelas y madres de la Plaza de Mayo de la vecina Buenos Aires, de quiénes nadie discute su valor, su amor, su lucha sin tregua por encontrar a sus niños.
Estas mujeres anónimas, con su amor y con su entrega, mantuvieron encendida la llama de la familia de esos niños y el recuerdo intacto de sus padres. Abuelas, tías, hermanas y primas que abrieron sus brazos para recibir y acunar a los niños, y luego, para entregarlos a sus padres. Pocos pensaron en el dolor que sintieron cuando los regresaron a sus padres, pero sufrieron en silencio la distancia. Muchas, nunca más volvieron a verlos porque la muerte las encontró en la dictadura. Anónimas. Gigantes. Solamente sus familiares las recuerdan, las valoran y les agradecen eternamente, y para ellas, con eso alcanzaba y sobraba. Alcanza con que Jorge y Alberto jamás olviden a su Tía Elena. Con que Laura nunca de emocionarse al evocar a su Abuela Amalia.