miércoles, abril 25, 2007

Tías (II)



Ayer hizo siete meses de la muerte de mi padre, y vaya yo a saber por qué, sentí más que nunca la necesidad de ir al cementerio, llevarle flores y conversar con él, hasta que las luces del día se apagaran. Muchas veces me invade una profunda tristeza al saber que está allí, tan solo. Ayer fue, precisamente, uno de esos días. Pero al estar a punto de salir de la oficina, se rompió el cierre de mi pantalón, por lo que debí regresar a casa, y ya no me daba el tiempo pues el cementerio cierra sus puertas a las seis de la tarde. Me quedé con una sensación amarga, ese agujero en la boca del estómago, esa opresión en el pecho que impide respirar, los ojos al borde del llanto. El desconsuelo.

A las diez y media de la noche, el nombre de uno de mis hermanos en la pantalla de mi celular, me anunció malas noticias. La intuición no me engañó. Mi tía Coca había muerto a sus casi ochenta y cuatro años. A pesar que estaba enferma desde hace un buen tiempo, y su deterioro mental y físico aumentaba a ritmo vertiginoso, la noche se congeló para mí. Como avalancha llegaron los recuerdos, inundando mi memoria con las vivencias de, sobre todo, mi niñez.

Luego, comencé a darme cuenta que había quedado viuda muy joven, en el año 1977, a los cincuenta y cuatro años, algo que en aquel entonces, cuando era adolescente, no pude dimensionar. Mi tía, además, debió enfrentar la más difícil instancia que puede tocarle a un ser humano cuando en junio de 1997, tuvo que enterrar a su único hijo, de cuarenta y siete años (mi edad, vaya coincidencia), tras un desgraciado accidente. Diez años después, la que moría era ella, dejando tres nietos y una bisnieta de cinco años, y un único hermano que ha tenido que despedir a sus tres hermanos, incluyendo al menor de ellos, mi padre, en setiembre del año pasado.

Mi tía dejó, también, a cinco sobrinos: mi primo, mis hermanos y yo. Junto con su hermana, mi inolvidable tía Delia, y su cuñada (mi querida Tía Olga) constituyeron un trío fantástico de tías, todas diferentes, cada una con su individualidad, pero que en conjunto formaban un grupo excepcional, porque cada una aportaba su toque distintivo, sin igual.

Era bonita, muy conversadora, reía mucho y siempre vestía elegantísima, aún a la hora de cocinar o de hacer los mandados. Por eso, jamás he podio olvidar una tarde de primavera en mi infancia, en que, sentada debajo del sauce llorón de mi casa Parque del Olvido, descubrí que se había puesto dos zapatos idénticos, finísimos como era su costumbre, pero de diferente color. Saliendo a las apuradas, no se había dado cuenta, y, al darse cuenta por mi observación, se sintió casi cometiendo un delito.

Sin embargo, el recuerdo que más pesa es el de una tarde de las vacaciones de invierno, a mis ocho o nueve años. Era julio, hacía un frío aterrador y diluviaba sobre el centro del Montevideo. Pero mi tía Coca me había prometido llevarme al cine y lo cumplió a pesar de las inclemencias del tiempo. Era una salida de “mujeres”, sin los varones que siempre me rodeaban. Fuimos a ver Blancanieves, luego me compró un álbum sobre la película y muchos sobres de figuritas que tenían la característica de estar cubiertos por brillantina plateada. Después, cruzamos a la Churrrería Manolo, esquivando charcos y baldosas flojas, y bebimos chocolate caliente acompañado de churrros. Al rato, se sumó mi tía Delia, caminamos una cuadra, y en una de las zapaterías más elegantes para niños que había en el Montevideo de aquél entonces, me dejaron elegir un par de zapatos, que me regalaron. Eran entre gris y azul piedra, lo más coqueto que existía, con una hebilla cuadrada del lado derecho, casi como para una “niña grande”, no como los que solía usar, siempre blancos o negros con pulseras delgadas en el empeine y un botón para cerrarlos. Fue una tarde de “chicas”, tal vez la única de una infancia feliz, pero siempre entre varones, y por eso, nada menos, siempre se lo agradecí.

Enterré a mi tía Coca este mediodía gris y frío de un otoño que había demorado en llegar, pero que hoy se presentó con toda su fuerza a orillas del Río de la Plata. La dejé junto a su marido, su único hijo y su hermana Delia. Hubiera querido decir algunas palabras, pero se me atragantaron. Lo mismo me sucedió en el entierro de papá. Tampoco puede decir nada. Nunca fui buena a la hora de expresar mis sentimientos, aunque se agolpan en mi memoria a un ritmo vertiginoso.

Mi tía se merecía las palabras que no pude pronunciar hace un par de horas. Mi agradecimiento por los veranos en la playa, cuando junto a mis otras dos tías, cocinaba para un regimiento de sobrinos, a quiénes adoraban, y luego, nos acarreaban en los autos para llevarnos a la costa, donde se pasaban pendientes de los seis niños, siempre vigilantes de nuestras casi suicidas incursiones en el mar. Mi tía Coca y su flan de doce huevos, un manjar de los dioses. Mi tía Coca y su delantal para no ensuciar la finísima ropa que siempre vestía. Mi tía Coca conversando sobre su madre, mi abuela Francisca, y la niñez de mi padre. Mi tía Coca llegando los domingos al Parque del Olvido, lista para lavar docenas de lechugas y varios quilogramos de tomates para preparar las enormes fuentes de ensaladas que acompañaban los asados a la parrilla preparados por mi padre. Mi tía Coca diciendo que quería ser enterrada bajo el limonero del jardín de la casa en la que vivió con su marido y su hijo, a pocas cuadras de donde escribo ahora. Mi tía Coca vistiendo zapatos de diferente color diferente bajo el sauce llorón. Mi tía Coca regalándome la única tarde de “mujeres” de mi infancia. Mi tía Coca y aquel inmenso y maravilloso ramo de flores que me entregó el día que cumplí mis quince años.

No sé donde van los humanos cuando mueren. Quiero creer que a un sitio mejor, donde no sufran ni lloren los dolores que les tocaron en la vida. Quiero creer que a un espacio en el que estén rodeados por los seres queridos que tuvieron que despedir. Dondequiera esté mi querida Tía Coca, deseo que reciba estas palabras, las que no pude decir en el cementerio, y que tenga presente, para toda la eternidad, que siempre estará viva en la memoria de esta, su única sobrina, por todo el amor que supo entregarle.