Mi tía Olga quiere que me case de nuevo, aclarándome que “eso” del feminismo ya estaba pasado de moda. No pude hacer otra cosa que sonreírme, a pesar que la conversación se llevó a cabo a menos de un metro del cajón donde yacía el cuerpo de su hermano de ochenta y siete años, muerto hacía unas pocas horas.
Mi tía Olga (igual que supo hacerlo mi tía Delia, que en paz descanse) no deja pasar ninguna oportunidad que le da la vida, para reiterarme que llevo demasiados años de soltera (divorciada, le aclaro cada vez). Pero anoche, fue implacable. Para ella, me he pasado de lista con el asunto ese de la libertad y de la independencia femenina.
A pesar que le respondí que el feminismo nunca fue lo mío, sin duda, el velorio de su hermano no era la instancia más adecuada para comenzar una exposición de motivos acerca de mi “soltería”, como ella insiste en llamar este estado de vida mía, en la que no convivo con espécimen masculino (con la excepción de mi hijo de veinte años cumplidos en noviembre).
Por suerte, mi tío y mi hermano mayor se acercaron a nosotras y pasamos a conversar de otros temas, aunque sabía que en cualquier momento retomaría el asunto que le fue interrumpido.
Y así fue. Cuando nos despedimos, me tironeó de la oreja como cuando tenía diez años y no quería salir del agua en la playa, y mientras me pedía un beso en cada una de sus mejillas, me repitió, al oído, que no quería morirse sin verme casada de nuevo, pero “esta vez con un buen hombre”.
Al regresar a casa, imágenes de mi feliz infancia pasaron por mi memoria, y en todas ellas estaban presentes mis tías. Y así permanecí, sonriendo frente a cada evocación de mi niñez, prometiéndome escribir algún día, sobre esos maravillosos personajes familiares que han sido mis tías, mujeres criadas en una época tan diferente a la que me tocó vivir, que se adaptaron a tantos y vertiginosos cambios, que me han querido tanto o más que mi madre, que han estado a mi lado en las buenas y en las malas, que me han apoyado en cada empresa profesional que me he embarcado, pero que nunca han aceptado que no tenga a mi lado un hombre que cuide de mí.
Cuando apoyé mi cabeza en la almohada y apagué la luz de mi mesa de noche, ya no pensaba en mis queridas tías, sino en mi misma, preguntándome (sin engañarme), si no estaría llegando la hora de dar por terminada esta etapa de soltería que lleva más de siete años. No sé si por fortuna o por desgracia, me dormí.