miércoles, enero 10, 2007

El trabajo es salud, primera moraleja del verano 2007

El Atlántico desde la terraza de la cabaña en Punta del Diablo

Lobos de mar, Cabo Polonio


Tendría que tener un amante de verano. Mejor dicho, tendría que tener un amante. Sí, un amante, y no ese espécimen del sexo masculino que merodea en mi vida (y en cuya existencia estoy, digamos, bastante involucrada) que no tuvo mejor idea que postularse a una beca de tres meses. Y, además, ganarla. Muy meritorio eso de pasarle por encima a no sé cuántos japoneses, brasileros, franceses, mejicanos, argentinos y españoles. Un uruguayito más que no es profeta en su tierra. Sí, ya sé, incrementará su ego y también su currículum vitae, aunque más no sea para presentarse a otra beca, y conseguirla, y salir de esta chatura que hunde hasta al más optimista de los mortales. Nadie duda que en esta vida sea una bendición poder hacer lo que nos gusta. Y que, además, es un privilegio ya que son pocos los que lo consiguen. Y que, faltaba más, una mujer liberal e independiente como esta servidora, debe apoyar completamente a su media naranja en sus proyectos, sean cuales fueran. Y de verdad, es decir, con el alma, el corazón y el cerebro, aplaudiendo a dos manos ya sea la caza de mariposas, el alpinismo, un doctorado, el tennis o la restauración de antigüedades. Favorecer todo deseo o necesidad de crecimiento del hombrecito que se nos dio por elegir entre todos los mortales conocidos. Es más, una mujer como yo, debería ser casi desprendida, e incluso, un poco indiferente frente a estos pequeños hechos de la vida cotidiana. El manual dice que en la imagen (si es que se filmara) debería estar tranquilamente leyendo en la sala, cuando él aparece y me dice Laurita, me gané la beca. Y yo, levantaría la vista del libro, sonreiría de oreja a oreja al mejor estilo colgate, y le diría Qué fantástico, mientras él se acerca a mí, y me abraza, para luego abrir una botella de buen vino, y celebrar el mérito con una rica cena preparada por los dos, y un buen revolcón en la cama hasta el amanecer.

Pues bien. Eso fue lo que sucedió en octubre. Porque eso significa permitir crecer a nuestra pareja, novio, media naranja o como quieran llamarle. Libertad. Aire que circula entre ambos. Un torrente de independencia que fluye para que cada uno sea quién quiera ser. Eso fue lo que aprendí después de haber vivido unas cuantas décadas, y de haber sufrido varios traspiés sentimentales. Lo mejor es ser, incluso, hasta un poquito indiferente, sin llegar, claro está, al extremo de Haz lo que te plazca, que yo haré lo que se me ocurra. El equilibrio, como quién dice. Nada más ni nada menos. Como si hubieses descubierto América, diría mi tía Delia. La tapa del libro, para sintetizar y no ahondar en conceptos ni filosofar demasiado. Igual que aquello que el amor se riega cada día, como a las plantitas. O que la convivencia no es fácil, y cada quién tiene que poner algo de sí para que el resultado sea la armonía, y no almohadas que vuelan en el dormitorio, ni que uno se va a dormir a la sala, o al jardín. Pues bien, yo lo había aprendido y lo ponía en práctica. Estaba, lo prometo, a punto de aprobar el examen. Era hora, Laurita, me decía cada vez que él me hablaba del susodicho curso en la Universidad de Michigan, del dormitorio que compartiría con un hindú, del super laboratorio en el que investigaría ocho horas cada día, de los fines de semana estudiando para que los tres meses pasaran volando y volver a encontrarse conmigo, su mujercita querida, que lo acepta tal cual es, y que por mis asuntos profesionales no podría viajar a verlo. Una pareja adulta, madura, sincera. Lo que siempre, cada uno, había esperado. Casi el ideal, mire usted.

Como corresponde, lo despedí en el aeropuerto sin derramar ni media lágrima. Un abrazo fuerte, un beso de película, y un hasta pronto. Apenas (lo confieso) una pequeña tristeza porque no tendría su abrazo, ni su charla, ni, cada noche, durante tres meses, su cuerpo tibio y querido. Dolor (o DOLOR, con mayúscula) me había causado dejar irse a mi hermano y a su familia, apenas dos días antes, conteniendo el llanto mientras mis sobrinas y su amiga norteamericana, primero pucherearon, y después lloraroncomo unas marranas, y no había bromas, ni caras de payasa que yo hiciera, ni promesa de ir a verlas en la primavera del norte, que las consolara.

Además, estaba mi amiga nacida en Zambia, y me esperaba una semana de vacaciones en la costa atlántica, a la que se sumaba mi hija y dos amigas queridas. No me equivoqué. Cinco mujeres juntas es una bomba. Y pasamos fantástico. Bajo el sol de los primeros días de enero en Punta del Diablo y en el Cabo Polonio, echadas en la arena blanca y fina, embadurnadas en filtro solar factor veinte, caminando por la orilla del mar, durmiendo a pata suelta, almorzando ensaladas, cenando en pequeños restaurantes frente al océano, sin pensar en otra cosa que no fuera qué bikini nos pondríamos para bajar a la playa. Playa que disfrutábamos desde que nos despertábamos y mirábamos desde los enormes ventanales. Los días transcurrieron entre las olas del mar, el agua transparente, las conversaciones, la cerveza, los mariscos, los buñuelos de algas, y el pan casero.

Luego, Jacky tomó su avión para la helada Viena, mi hija se fue a Brasil con su novio y mis amigas volvieron a trabajar. Estaba casi feliz. Tenía el recuerdo de un mes que lograba compensar la pena de la muerte de mi padre, y diez días más de licencia, varios de ellos con la casa y el tiempo exclusivamente para mí, hasta el 11, cuando mi hijo regresaría de las vacaciones, y una amiga alemana de mi cuñada que se alojará en casa, aterrizaría en Montevideo. Fui a ver Paris, je t´aime y Babel, y en dos días leí dos libros que había dejado interrumpidos desde mediados de diciembre. Un buen merecido paréntesis de intimidad entre dos multitudes. También reservé una casa para seis personas en La Pedrera (en la costa atlántica) durante siete días, que se llenaría con la presencia de mi hijo y su novia, mis amigas, y la amiga alemana de mi cuñada. Varias veces en estos días de soledad me dije que por primera vez en mucho tiempo había tenido vacaciones en comunidad, y que eso, las hacía completamente diferentes a lo habitual. Yo, la independiente y la solitaria, sobreviví a la prueba de la convivencia con cuatro personas. Todo un triunfo.

De pronto, la amiga alemana de mi cuñada me avisa que para ella estaba bien Montevideo, que no me preocupara, que no tenía intención alguna de salir de los límites de una capital rodeada de playas. Al día siguiente, la novia de mi hijo me avisa que el desagradecido muchacho se iría directamente para La Paloma (donde está su media naranja) sin pasar por Montevideo, es decir, el lugar donde se encuentra la casa de esta señora, es decir, su mamá. En un abrir y cerrar de ojos, la casa reservada quedaba medio vacía. Y lo que no me sucedía desde hacía una eternidad, me sucedió. Me sentí sola. Sola como un perro. Sola como una niña a la salida de la escuela a la que no van a buscar. Completamente sola. A punto de cortarme las venas, cambié de estrategia. Usé el cerebro y pensé. Pensé en que no tendría sentido ir a una casa para seis personas. Mejor, buscar un hotel. Inmediatamente, se me dio por pensar que no hay nada más patético que mujeres solas en un hotel. Así nomás, la amante y defensora número uno de la soledad, la que adoraba no compartir con nadie una habitación de hotel, ni la cama con un hombre; la que debió aprender a no echar a su media naranja a las tres de la mediana, ejercitando el arte de la convivencia hasta aceptar amanecer con el hombre querido; la mujer del siglo XXI, me sentía como la última cucaracha de este planeta después de la bomba atómica. Sola como un náufrago, y patética por no tener con quién compartir seis días de vacaciones.

En eso estoy. Decidiendo entre encerrarme en mi casa hasta el 18 de enero, o hacerme el harakiri. Maldiciendo para mis adentros al desamorado que se fue a estudiar tres meses a Michigan, a nueve días de su partida. Pero, convencida que me cortaré los dedos antes de llamarlo por teléfono o escribirle un mensaje de correo electrónico, y decirle que me siento sola. Desconociéndome a mi misma. Tirando por la borda todo lo que aprendí en más de cuatro décadas y varios fracasos sentimentales.

La culpa la tiene el verano. No él que anda estudiando a varios grados bajo cero, ni yo que lo extraño. Es el verano. Porque en el verano todo se ve. Se ve la celulitis y los rollitos en el abdomen. Se ven las várices en las piernas y las lolas caídas. Se ven los lunares de la espalda y las puntas florecidas del pelo. Y lo peor, se ven parejas. Parejas y más parejas caminando de aquí para allá, por la orilla del mar, en los cines, en los restaurantes, tomaditos de la mano, acariciándose, besándose. Parejas de mañana. Parejas de tarde. Parejas de noche. Y entonces, queda en evidencia (en asquerosa evidencia) la soledad de los solos. Los solos transitorios o definitivos. Los desgraciados que no tenemos ni un perrito para pasear por la rambla. Los que no tenemos niños pequeños (ni prestados) para llevar al parque. Los que no nos conformamos con leer un libro en la plaza ni en la playa. Los que cuando vamos al cine, queremos encerrarnos en un abrigo invernal para que nadie se de cuenta que estamos de vacaciones. Y además, somos mujeres y no tenemos novio, amante, pareja, marido o que sea del sexo masculino que no deje a la vista que somos diferentes a la mayoría. Hasta el océano tiene a los surfistas, y los lobitos de mar del Cabo Polonio están acompañados.

En invierno esto no sucede. Andamos rápido. Salimos poco. Vamos al cine después del trabajo. Nadie mira a nadie. Nos deslizamos entre los demás, vestidos de la cabeza a los pies, envueltos en bufandas, pasando desapercibidos por todos. Y si somos turistas, claro, nadie nos conoce. Pero en verano, nos cruzamos con todos los conocidos. Lo peor, con nuestros enemigos. O con nuestros ex, que es lo más denigrante. Ellos con sus parejas, y nosotras, solas. Confirmando lo que ellos querían demostrar: que no tenemos ni un gato al que pasear. Nunca los vemos, pero en verano, que todo se ve, si estamos solas, nos los cruzamos. Frente a frente. Leemos en sus miradas la satisfacción. Aunque ellos tengan una pareja del carajo, ellos están acompañados.

Nunca más voy a estar sola un verano. Lo prometo. Nunca más. El verano no es temporada para estar sola. Porque todo se ve. Se ve la soledad tanto como la celulitis. Tengo que conseguirme un amante. Mi autoestima lo necesita en dosis elevadas, e intravenosas. Porque, como si mi soledad fuera poca cosa, y no me reconozca en esta mujer que escribe, la depre me ha dado por comer chocolates, debo haber engordado cinco kilos y estoy hecha una vaca.