La torta que les presenté en Este año, chocolate, es la famosa Sacher torte vienesa, inventada por Franz Sacher, allá por 1832. Franz, debió obedecer un caprichoso decreto real del Principe Wenzel Clemens Metternich, y sustituir a su jefe enfermo en la cocina. El resultado fue la sin igual torta que lleva su nombre, y que llevó a Franz a la gloria, pues la receta se mantuvo en secreto (excepto la delgada capa de mermelada de damasco), por lo que comenzó a ser solicitada en Europa central primero, y en el resto del viejo continente, después. Fama y dinero. Y también hijos que heredaron, además de la fortuna en metal, el amor de su padre a la repostería.
Fue así que Eduard, en 1876, compró un palacio en la Philharmoniker Strasse 4, a pasitos de la coqueta y transitada peatonal Karntner Strasse, es decir, mismo enfrente de su majestad, la Wiener Staastsoper, es decir la Ópera estatal de Viena, conocida comúnmente por “la” Ópera de Viena, a la que se entra por la paralela a la calle Philharmoniker, esto es, el emblemático Opernring (el anillo de la ópera). En el palacio abrió primero un cafecito, donde se degustaban delicias dulces varias, y cafecitos, también varios. Eduard se casó con una mujer de brillante visión empresarial, y así nació el Sacher Hotel, el más famoso de toda Viena, que en la actualidad sigue deslumbrando a quien a él se acerque. También sigue el Café Sacher, en la planta baja del hotel, con entrada independiente, igualito que cuando se fundó.
Poco importa que la viuda de Sacher haya muerto en 1930, un año después de la quiebra del hotel, ni que en la Viena de la segunda guerra mundial el hotel fuese una base nazi. Menos aún que los rusos convirtieron su majestuoso hall en una caballeriza. Debo confesar que a pesar que nada tengo de monárquica, cada vez que voy a Viena no puedo resistirme a la tentación de hacer lo mismo que la Emperatriz Elizabeth, mejor conocida como Sissi. Disfrutar de la ópera y luego cruzar hasta el café del hotel Sacher para deleitarme con un trozo de la famosa torta servida con un copo de crema doble amarga bien batida, bebiendo lo que corresponde, café Elizabeth, preparado desde siempre con partes iguales de café y licor de naranja, sobre el que flota un copito de, por supuesto, crema doble amarga batida.
Sacher tort. La coquetería sabor chocolate
Es que Viena es la ciudad del café. No hay otra en el mundo que pueda llevarse el título mayor, o la corona. De Viena se puede decir que es demasiado perfecta para ser de verdad; que de tan impecable parece habitada por seres no humanos, porque los austriacos, al igual que los alemanes, no tiran ni un papelito en sus calles, convirtiendo a la capital del imperio austro-húngaro en algo así como un laboratorio aséptico; que hay tanta historia tan perfectamente conservada que llega a marear e incluso, dar vértigo. Pero nadie puede discutir que el café es Viena, y Viena es el café.En 1683 los turcos sitiaron Viena. La historia cuenta que perdieron la guerra con las cimitarras, pero, en realidad, la ganaron con el café. Cuando las tropas del entonces imperio austrohúngaro hicieron huir a los derrotados turcos, descubrieron que en los campamentos habían dejado de todo. El tesoro no estaba constituido por los mapas ni las bitácoras, sino por 500 sacos de unos granos negros que nadie sabía qué diablos eran, pero que sospecharon importantes pues eran celosamente cuidados por sus dueños. Por suerte, Kolschitzky, soldado él, como buen espía, había observado mucho de las tropas invasoras, incluyendo la manera como preparaban aquellos granos. Ni corto ni perezoso, los pidió en pago a los servicios prestados a la ciudad. Así es como comienza la historia del exquisito café vienés, que llegó con las armas de los turcos, los segundos en comenzar a preparar café. Los primeros fueron los árabes (aunque el origen del café es, probablemente, etiope). El café entró para quedarse en Europa por la puerta de Venecia, desde el puerto de Moka, a finales del siglo XVII.
La historia filosófica del café es demasiado vasta y entretenida como para resumirla acá. Sin embargo, es importante destacar que se creía que producía efectos casi demoníacos en quienes lo bebían. Por eso, el emir Kahir Bey lo prohibió en 1511 en La Meca, cerrando las cafeterías. Los demonios entonces se manifestaban, clínicamente, estimulando el intelecto, fomentando el intercambio de ideas entre los hombres. Cuando hizo su triunfal aparición en Venecia, el papa Clemente VIII fue aconsejado de prohibirlo. Pero, alcanzó con probarlo para sentenciar que era demasiado delicioso como para privar a los fieles de semejante elixir. De este modo, infieles y fieles, fueron iguales a los ojos de dios. Para saborearlo. Y escucharlo, pues nada menos que Bach le escribió una cantata, divertimento al café, o mejor dicho, al placer de beberlo (cantata 211 Schweigt stille, plaudert nicht, conocida también como Kaffeekantate).
Volvamos a Viena, porque esta ciudad merece un justo reconocimiento pese a que muchos no la quieren nada. La primera cafetería vienesa está íntimamente ligada con otro exquisito producto originario de la ciudad de los valses. Regresemos al sitio turco de Viena. Los panaderos vieneses, en honor a los defensores de su ciudad, crearon la media luna (si, con la que los franceses se llenan la boca de ser sus inventores, cuando la nombran croissant, frunciendo los labios, haciendo alarde de un invento que no les es propio). Media luna creciente, o kipfel, que es, ¡oh maravilla!, un pastel hojaldrado (como solamente los vieneses saben prepararlo) con forma del emblema del estandarte del imperio otomano. Así fue como comenzaron a saborearse las medias lunas en el mundo, que luego humedecieron en el cafecito preparado con los granos abandonados por los turcos, en la primera cafetería vienesa, fundada por Johannes Diodato, en 1685, bautizada como La botella azul, porque era el nombre de la casa. Quien preparaba el café era el mismísimo Kolschitzky, cuya suerte cambió a partir de unos granos que actualmente constituyen el segundo producto más comercializado del mundo, después del petróleo, claro. Y que nadie intente confundirlos, sucedió en Viena.
Café Hawelka, Viena.
En Viena también sucedió que en el 2002, en una sofocante tarde de finales de junio, la paz sabatina fue interrumpida por una sorprendente algarabía. Autos enarbolados por banderas rojas luciendo la media luna que crece alrededor de una estrella, invadieron Viena. Era yo la única que no entendía nada, porque los vieneses bien saben que la otrora capital del imperio austro húngaro, es la ciudad con más cantidad de migrantes turcos. Las vueltas que da la vida, diría mi tía Delia, tantas como las de los turcos aquella tarde, celebrando en su segunda patria, que su país había obtenido el tercer lugar en la copa mundial de football.
De Viena, el café marchó, con Diodato, a la mágica Praga, donde solamente se vendía con recta médica en las boticas. Ahí, a unos pasos del puente de Carlos, abrió una cafetería en la casa de las Tres Avestruces Doradas. Durante un buen tiempo, Diodato salía a ofrecer su café por las calles, llevándolo en un sartén que mantenía a la temperatura adecuada con brasas. Era un hombre de negocios, sin duda, y pasó a la historia, pues luego fundó la primera cafetería de Praga, en la casa de la Serpiente de Oro, justo en la esquina de la calle de Carlos y la de los Lirios.
Fue de esta manera como Viena se convirtió en la ciudad del café. Los cafés están en cada esquina, y en cada terraza en los meses cálidos. Los más famosos son el Karlsplatz, el Frauenhuber, el Central, el Hawelka, el Imperial, el Prückel, el Sperl, y el Landtmann. Unos con música en vivo, otros caracterizados por sus tertulias de intelectuales, o por poseer toda la prensa para leer, o por la repostería, o por haber sido frecuentado por Freud, o por el mobiliario, o por esto, o por lo otro. Pero todos tienen mobiliario de época, son majestuosos, repletos de espejos, rinconcitos cálidos que propician la confesión de los más profundos secretos, mozos que atienden gentilmente, convencidos que en el buen trato al cliente radica el encanto y la fama de esos lugares, siempre llevando el café a la mesa sobre una pequeña bandeja plateada que hace sentirse rey (o reina) al visitante, generando una adicción a regresar, mayor que la producida por la misma cafeína. Y regresamos. Nunca por un café, así, a secas. Aprendemos que eso es una deshonra para los vieneses. Regresamos un día por un Grosser Einspäner (café negro caliente con un copete de crema batida), otro por un Eiskaffe (café negro frío, con hielo, una bola de helado de vainilla y crema batida, servido en vaso), otro por un Melange (café con leche y copete de crema batida), otro por un Kurzer (expresso negro y fuerte), otro por un Kapuziner (Capuccino), otro por un Türkischer Kaffe (el típico café a la turca, al que también llaman Mokka)…
Viena, la ciudad que la mayoría reconocen por el Danubio o por sus valses, es, fundamentalmente, la ciudad del café. Café originalmente turco pero enriquecido con la sabiduría vienesa, y luego por la de su vecina Italia. Para desgracia de los amantes del valioso grano negro, ha comenzado a ser asediado por la globalización, que no lo ha salvado de la invasión de los Starbucks…
De modo que no lo duden, anímense a obsequiar al querido cumpleañero con la Sacher Tort, que, aunque pueden encargarla por Internet y llega a cualquier lugar del mundo en perfecto estado en una preciosa caja de madera por unos treinta y seis euros (la más grande) más gastos de envío (unos ocho euros para Europa), nunca tendrá el inigualable valor de lo que preparamos con nuestras manos, nuestro amor, e incluso, con nuestros inconfesables temores.
Prepárenla la noche anterior, colóquenla en la heladera no más de ocho horas, retirándola del frío un par de horas antes de ser presentada en sociedad. Sírvanla en trozos pequeños con un copo de crema doble batida sin azúcar. Y no olviden el café Elizabeth ó el Mélange, para potenciar su sabor, y hacer honor a la ciudad que con total gentileza, la comparte con el mundo.