lunes, marzo 05, 2007

Ser humano

El viernes, conversamos con mi amigo Miguel sobre asesinos y homicidios. Todo empezó luego que leyó La decisión, relato de cinco páginas que se me ocurrió de pronto (y se escribió solito en dos horas, como si alguien me lo dictara al oído), el miércoles, en los diez minutos que esperé el ómnibus para regresar a casa.

Hablamos de la conciencia de aquellos que matan por alguna razón y de los que lo hacen por qué si nomás. También de torturadores. Después de intercambiar opiniones y recordar crímenes conocidos (en el mundo y en nuestro medio), Miguel me contó una historia verídica. Sucedió aquí nomás, en Montevideo, hace no mucho tiempo.

El padre de un niño de, digamos, ocho o nueve años, comete un delito menor, y marcha a la cárcel. Poco después, la madre lleva otro hombre a la casa. Eso sucede a menudo en ciertos niveles socio-económico- culturales de nuestro país. Un hombre en la casa es sinónimo de seguridad. Porque protege a la mujer y a los niños, y ayuda en la manutención de la familia. Cuando el marido sale de prisión, al descubrir que su lugar había sido ocupado por otro señor, se lleva al niño. Un niño tranquilo, según dijeron sus maestras y los vecinos. Un buen día, en el barrio comienzan a desaparecer los gatos. Y los perros. La gota colmó el vaso de los habitantes del lugar, cuando un caballo aparece muerto.

Claro, ya se imaginan quién fue el múltiple asesino. Como dato, el caballo fue asfixiado usando una bolsa de nylon.


La historia, tan espeluznante como real, me dejó pensando. ¿Qué es lo que se quiebra en la psiquis de un individuo para que, un cierto día, se le ocurra matar? No importa que sea un niño, un adulto o un adolescente. O que pertenezca a un medio socio económico cultural bajo, medio o alto. Tampoco me refiero a aquellos que tienen un móvil, como la defensa propia o de sus allegados, para citar quizás el caso generalmente aceptado por la mayoría de la gente. ¿Por qué no todos los individuos sometidos prácticamente a las mismas situaciones, reaccionan de la misma manera? Claro, la estructura psíquica es la respuesta. Entonces me cuestioné. ¿A qué se debe que tengamos tan abismales diferencias en nuestras psiquis? A pesar que criminólogos, psiquiatras y psicólogos nos desbordan con teorías. Hoy, como es sabido, está en boga la teoría molecular del cerebro, aunque, en el fondo, sigue siendo el asunto un verdadero misterio para la ciencia.

Ayer, mientras la lluvia caía sin piedad sobre Montevideo, seguí pensando en asesinos y torturadores, hasta que llegué a la maldad humana. O a la crueldad. Por más libros que lea, y por más especialistas que me trasmitan su erudición en el tema, no logro comprender qué pasa por la cabeza de esa gente. Hay algo que ya está roto en el individuo al nacer (o antes de nacer). O algo que se parte a lo largo de su vida.

Me di cuenta que no es necesario llegar al extremo del asesinar a otro ser humano. Que mi ignorancia y entendimiento quedan estancados en el niño o niña de siete años que deshace el juguete de su amigo o que le tira una piedra en el ojo a su vecinito; en el adolescente que le pone un cohete a la cola de un gato o que ahoga un pajarito en una lata llena de agua de lluvia; en la patinadora que le hace una zancadilla a su contrincante. Descubiertos e interrogados, algunos responderán No sé por qué lo hice, otros dirán Porque sí, y algunos argumentar múltiples razones. Lo cierto es que no todos los niños pegan puntapiés en el estómago a sus amigos, ni matan a sus conejos, ni torturan caracoles. No todos los adolescentes rompen los frenos de las bicis de sus compañeros de clase, ni desde arriba de un árbol, honda en mano, apedrean a sus vecinos. No todos los deportistas parten los huesos o arriesgan la vida de sus contrincantes.

Y como quién no quiere la cosa, terminé pensando en los torturadores. Los que deshacen el cuerpo, y lo peor, el alma y la integridad psíquica de otros humanos. Civiles y militares. Amparados en sus gobiernos o no.

Inevitablemente, llegué a las formas más sutiles y macabras de maldad. Las conocidas por todos. La sufridas por casi todos los seres humanos. Acciones crueles que llevan a cabo individuos, con consecuencias medianas, graves o irreparables, en sus víctimas. Los que acosan en sus trabajos, los que persiguen a sus colegas o subalternos, los que plagian trabajos, roban ideas, difaman, molestan, joden, le hacen la vida a cuadritos a cualquier humano que tengan a mano. Y, o dicen no darse cuenta, o dicen Porque si, o dan los más increíbles argumentos.

Hechos aceptados por la sociedad, frente a los que la mayoría se encoge de hombros, argumentando Que la humanidad ES así. Daños que no llegan a los tribunales por miedo, por falta de dinero, o por ignorancia. O, que si llegan, suelen convertirse en via crucis para la víctima.

Sin embargo, los peores, son aquellos que se sufren a diario, que van deshaciendo la vida de la víctima, poco a poco, hasta destrozarla. Los que no están castigados por ningún código penal ni civil, los que la sociedad acepta, frente a los que la mayoría (incluso los que han sufrido daños similares) dan la espalda. Los que no son noticia en la televisión, ni titular de periódicos. Los que causan más destrozo en el planeta que las guerras. Los que nos hacen sentir vergüenza de ser humanos.
Fotografía: El País