lunes, febrero 19, 2007

La reina que Uruguay se perdió.

Los colores de Mardi Gras

Murga en el desfile inaugural

Cuando era niña, el Carnaval era una verdadera fiesta. Mi abuela materna vivía a media cuadra de la avenida principal de Montevideo (18 de julio, en honor a la fecha de la Declaratoria de la Independencia) por donde aún se sigue realizando el desfile inaugural del carnaval. Llevábamos las sillas del comedor, y nos instalábamos desde temprano en la avenida, para estar en primera fila. Por mis cinco sentidos infantiles se colaba cuanto pasaba delante de mí. Encabezaba el desfile la carroza de la Reina y su séquito de princesas, y le seguían las murgas, las comparsas de negros y lubolos, los carros alegóricos, los cabezudos, los parodistas, y los humoristas. Tirábamos papel picado y serpentinas, y las bombas y los pomos de agua formaban parte de la diversión.

Me disfrazaba, y alguna vez obtuve el primer puesto en los concursos que se realizaban en mi barrio. Recuerdo a mis hermanos disfrazados de cow boys, de beattles, y a mi de bailarina de ballet y de mucama. Solíamos ir al tablado Te pica la pulga, que se instalaba en la calle, a pocas cuadras de la casa de mi tía Delia. Una vez, en ese tablado, me gané el premio mayor del bingo, que mi tío Pitín me obligó a compartir con mis hermanos.

Quería ser reina del carnaval infantil, llevar una coronita con aro plateado donde se colocaban primorosamente flores blancas salpicadas de brillantina, vestir un traje de hada y sonreír. Sonreír a todos los niños. Nunca me dejaron presentarme a pesar de las insistencias de mi Tío Pitín. De modo que jamás puede desfilar en la casi alada carroza, regalando besos soplados a mi mano. Toda una frustración infantil. Ser hija de intelectuales no me favoreció en este asunto.

A mis doce años, gracias a mi padre, me hice fanática de las murgas, sobre todo de las que se dedicaban a ironizar los asuntos políticos. Las famosas de aquella convulsionada época del país (los setenta que siguieron a los sesenta continuaron con los reclamos sociales) eran La Soberana y Araca la cana. La dictadura militar nos cambió la vida, y el carnaval no se salvó de la masacre. La censura usó la tijera en su máxima expresión, y la fiesta ya no fue lo que había sido. El país estaba de luto, y el carnaval libre también murió. Llevando mi cinta negra en el brazo, abandoné el tablado durante varios años.

A principios de los ochenta, comencé a ir al Desfile de Llamadas (de los grupos de negros y lóbulos) que se celebra en los Barrios Sur y Palermo (cuna del candombe, tan nuestro), solamente para sacarme las de ganas contenidas de protestar un poco contra los militares. Más de una vez debí correr unas cuantas cuadras porque los milicos a caballo y a palazo nos perseguían. Fue recién sobre el 83, cuando la dictadura tenía los días contados, que las murgas volvieron a parecerse a las de antes. Ir a los tablados se convirtió para muchos en una tarea militante, de protesta contra la dictadura. Pero para mí se sumaba al deseo que se terminara de una vez la dictadura, un viejo amor, el que aprendí de la mano de mi abuela materna y de mi padre, y de mi madre inventando y cociéndome los disfraces.

Me alejé del tablado como de otros tantos otros amores por seguir los pasos de un hombre que mal me quiso (la historia triste y mundialmente conocida de Te quiero siempre que seas como a mi se me ocurra).

El carnaval volvió a mi vida muchos años después, vestido de lila, verde y amarillos, los colores del
Mardi Gras de New Orleans, donde llegué de la mano del que fue mi segundo marido. Nunca estuve en esa ciudad (mon amour) en carnaval, pero, y pese a que es una asignatura pendiente, el Mardi gras siempre está ahí, inundando el aire, como el perfume de las magnolias, los sonidos del jazz, la magia del vudoo y los sabores de la comida creole.

Nunca más volví al desfile inaugural del carnaval de Montevideo, pero suelo mirarlo por televisión. Me escapo a varios tablados a ver las murgas que me gustan, y si bien no con el fanatismo de antes, sigo tarareando los viejos couplés, y aún me emociono al escuchar en un viejo casete “que hermosa computadora, si hasta parece que fuera humana, es una especie de hermana en la que todos pueden confiar” (La soberana, 1971). A mi hijo no le llama la atención en absoluto el carnaval, aunque de piola que es, acompaña si es necesario. Mi hija, sin embargo, heredó de mi la locura por las murgas y sigue a sus favoritas donde sea, sobre todo al Teatro de Verano Ramón Collazo donde se celebra el concurso oficial, cada año. Alguna vez he pensado que, como el famoso personaje de Cien Años de Soledad, se iría, no detrás de un circo, sino que de una murga.

Somos historia, vaya noticia. El carnaval forma parte de mi vida desde que era así de chiquita. Podrán decirme que el de Río es el más famoso, que el de Venecia el más lujoso del mundo, que el de Santiago de Cuba el más original al celebrarse el julio en honor a Santiago Apóstol que es el patrón de esa ciudad caribeña, y que el de Cádiz y Tenerife no se quedan atrás. Pero en mi corazoncito tienen un sitio privilegiado las murgas uruguayas y el Mardi Gras de la ciudad que nunca duerme.

Es cierto que no todos los mortales se unen a la gran fiesta, y muchos lugareños huyen de sus ciudades frente a las hordas de turistas que las inundan en estas fechas (mi amiga Simone se escapa de Río, por ejemplo). Celebración de origen pagano (¡vamos arriba Baco y Cibeles!), y con antecedentes cristianos en cuanto a la fecha en que se lleva a cabo (por la dureza de las prohibiciones de la liturgia en épocas medievales), teñida de las costumbres de cada región del planeta, embriagada de músicas propias y leyendas, el carnaval existe mal que le pese a muchos.

Esta semana en la que Montevideo está casi vacío, yo me quedaré. Pero a mi modo, faltaba más. Volaré volaré con mi imaginación y con todos mis sueños. Los recuerdos de los mejores carnavales de mi vida me llevarán a algún que otro tablado con mis queridas murgas, a un baile de disfraces que siempre le hace bien al alma y al espíritu, y a mi siempre amada Nouvelle Orleans, donde las parades famosas han regresado a pesar de Katrina, y pueden seguirse on line (nola.com) y en vivo gracias a la hermosa computadora que hasta parece que fuera humana.

Mañana es Mardi Gras. Los collares verdes, lilas y amarillos seguirán siendo lanzados de los carros alegóricos que desfilarán haciendo el tradicional recorrido por las calles de la Nouvelle Orleáns. Pero esta vez, desde bien temprano en la mañana y hasta pasado el mediodía de Louisiana, la St. Charles (la misma por la que circula el famoso tranvía, el llamado deseo, que hizo famoso el magnífico T Williams), la University, y la Canal (por donde, horrorizados, vimos navegar botes, y a la gente caminar contra la marea, con el agua hasta el cuello, después que los diques se deshicieron y la ciudad se inundó), se vestirán con sus mejores trajes de fiesta, para enseñar al mundo que siempre es posible renacer de las cenizas. Como lo hicieron las murgas uruguayas después de la dictadura, como lo hizo New Oleans después de Katrina, como tenemos la obligación los humanos, aún después de los golpes más crueles que nos de la vida.

Vida que, a pesar de todos los pesares, debemos celebrar como una fiesta. Porque es una bendición tenerla. Y continúa.

Por eso, juguemos. Una vez al año, al menos, juguemos. Dispongámonos a reírnos con el alma escuchando las ironías que nos cantan las murgas, que hay que aprender a reirse de uno mismo. A mover las caderas como nos salga, bailando al compás del candombe, la samba, salsa o cualquier chás chás de los tamboriles que nos regalan los negros descendientes de los africanos a pesar de su historia de esclavitud. A beber un poquito más de la cuenta, aunque temamos hacerlo, asustados por las escenas que pueden vendernos del Mardi Gras. A ser reinas por una noche, la más linda del carnaval, del país, del mundo. Aún los intelectuales, que, aunque no parezca, son humanos. Aún los que todo (o casi todo) aprendieron en los libros y nunca se animaron a saltar sin red. Que nadie tiene derecho de decirnos cual camino tomar y menos aún medirnos con su vara. Nada de lecciones, entonces, de cómo se debe vivir, o sobrevivir, que nadie (nadie) tiene el monopolio del dolor, de la sabiduría, ni del sentir.

Así que, a disfrazarnos de verdad. Vistamos ropas diferentes y originales, luzcamos coronitas de reina, varitas mágicas de hada, sombreros de duendes, gnomos y trasgus, boas de plumas amarillas, musicales, tintineantes y nada discretos collares, zapatos brillantes de altísimos tacones o de puntas con cascabeles. Llevemos coloridos y seductores antifaces. No sirve negarse ni resistirse. Al final de cuentas, los que nos dan sermones, suelen andar disfrazados todo el año. Ni qué decir de los lobos vestidos de corderos. Y de los que jamás de quitan el antifaz, menos aún.
Vamos, que ayer empezó para los chinos el Año Nuevo, que es el del Chancho, y según fuentes bien informadas de aquella zona del planeta, nos esperan doce meses difíciles.
Vamos, que el miércoles, otra vez, será de ceniza.