jueves, marzo 08, 2007

Día Internacional de la mujer. Mujeres (III)

Para Maedi (la oma de mis sobrinas Martina y Maia),
y para todas las buenas mujeres,
que con sus anónimas vidas,
escriben la historia de la humanidad.



Me considero feminista o, por mejor decir, antisexista, porque la palabra feminista tiene un contenido semántico equívoco: parece oponerse al machismo y sugerir, por tanto, una supremacía de la mujer sobre el hombre, cuando el grueso de las corrientes feministas no sólo no aspiran a eso, sino que reivindican justamente lo contrario: que nadie resulte supeditado a nadie en razón de su sexo, que el hecho de haber nacido hombres o mujeres no nos encierre en un estereotipo. Pero mi preferencia por el término antisexista no quiere decir que reniegue de la palabra feminista, que puede ser poco precisa, pero está llena de historia y resume siglos de esfuerzos de miles de mujeres y hombres que lucharon por cambiar una situación social aberrante. Hoy todos somos herederos de esta palabra: hizo que el mundo se moviera y me siento orgullosa de seguir utilizándola.
Rosa Montero (La loca de la casa)


Mientras el calendario dejaba caer sus hojas, los días transcurrían sin prisa jugando y leyendo. Solía quedarse largo rato observando la estela que el barco trazaba en el imponente océano, huella efímera que, deshaciéndose, dejaba atrás su casa, su escuela, su barrio. Se sentía segura y feliz al comprobar la tranquilidad de su padre, repitiendo cada tanto, que tenía comida y alojamiento pago para su familia. Me preocuparé cuando lleguemos, decía de vez en cuando.


El Groix había partido de Hamburgo a las dos de la madrugada del primer día de abril de 1937. Cinco semanas después, su sirena anunciaba la llegada al Puerto de Montevideo. El otoño del Río de la Plata la recibió con sus mejores galas. La tibieza del sol acariciaba su piel mientras sus ojos dirigían la mirada tanto hacia el cielo limpio y transparente, como a la multitud que aguardaba en el muelle. Era el cuarto día del mes de mayo, un mes y algunos días después de su cumpleaños número trece.

Gracias a certificados de trabajo falsos expedidos por uruguayos generosos, su familia pudo huir del nazismo, y establecerse en esta ciudad rodeada de mar, en la que otros inmigrantes y muchos uruguayos, no dudaron en tenderle una y mil manos. Sin desmerecer a nadie, recuerda sobre todo a Carmen y a un primo. Un primo pequeño, otro niño como ella, pero nacido en Uruguay, único lazo familiar en este país esquina con vista al mar, que terminó convirtiéndose en el salvoconducto hacia la libertad. Y hacia la vida.

Conoció otro barrio, otra escuela, otros niños, otra lengua y otra cultura, mientras las noticias de los horrores del nazismo llegaban a través de los periódicos y de la radio. Tenía muy presente la discriminación que había sufrido en la calle donde se encontraba su casa en Berlín, cuando algunos niños ya no jugaban con ella. Ni le dirigían la palabra. Entonces, y a pesar que no era más que una muchacha, se sentía culpable por su buena suerte, y más de una vez quiso largarse de aquí y regresar a ayudar a los demás, a los que habían quedado allá, aquellos que ninguna mente sana podría imaginar que resultaron ser más de cinco millones.

La guerra terminó, y la barbarie nazi fue difundida a pesar del manto de negación con el que quisieron cubrirla. Con ese dolor a cuestas, en el que ocupaba su lugar la pérdida de la familia que quedó en Berlín, siguió adelante su vida. Hablando el uruguayo aprendido de una inmigrante polaca que marcó su acento, siempre trabajando, y haciéndose tiempo para leer y estudiar todo lo posible, aún después de casarse y de tener a sus dos hijas.

Este año se cumplirán setenta años de su llegada a Montevideo, y sigue sonriéndose, cuando, al escucharla hablar, le preguntan ¿De dónde es usted?

Hace no mucho, una maravillosa tarde de sábado, me confesó, con lágrimas en los ojos, que no ha podido olvidar la mayor pena que la acompaña desde que subió al Groix, aquella noche fría de la primavera de Hamburgo. Tristeza que la hizo llorar en silencio, década tras década, al recordar sus trece años recién cumplidos, la estación de trenes de Berlín, la ventanilla a través de la cual seguía conversando con su amiga del alma, de pie en el andén, y aquella tía suya que no tuvo mejor idea que meterse entre las dos niñas, interrumpiendo ese diálogo cómplice e íntimo que solamente se establece entre dos que se quieren desde la infancia.

Con la historia de vida de esta mujer que en unos días cumplirá ochenta y tres primaveras, que sigue leyendo con devoción, que aprendió computación hace pocos años para poder comunicarse con sus nietas (mis sobrinas) que viven en Oxford, Mississippi, que agradece en cada momento al país que la recibió, que nunca olvidará los crímenes de nazismo, ni la niñez que la discriminación le robó, quiero homenajear a todas mis congéneres en nuestro día.