sábado, marzo 24, 2007

El proceso



La funcionaria responsable del juicio sumario, de pie detrás de la enorme mesa, con la misma mano que no tembló a la hora de firmar el inicio del calvario, señaló al acusado un sillón, como si en esa circunstancia y después de casi dos años de vía crucis, quedase espacio para la gentileza. El acusado, que fue encogiéndose, irremediablemente, en el transcurso del proceso, tomó asiento con el último rastro de esperanza para el que siempre hay lugar en el alma humana. El abogado defensor, por su parte, harto conocedor de las tretas y caretas con las que suelen vestirse los que se creen dioses a la hora de impartir justicia, ni siquiera se acercó a la silla que le fue ofrecida. La funcionaria dio las mismas explicaciones que a todos los que pasan por su forma de interpretar las leyes y los códigos, repitiendo con una voz carente de emoción y de énfasis, los plazos para presentar la respuesta. Luego, pidió las rúbricas al final de las dieciséis páginas que conformaban el informe y las dos correspondientes a las conclusiones, para despedirse estirando una mano gelatinosa y fofa, embarrada de formalismo y burocracia. De mentiras, pensó el acusado.

Ya en el corredor de la inhóspita oficina, el abogado leyó a su cliente las conclusiones, reservándose para la tarde el análisis de las dieciséis páginas del resumen. Quiso no desanimar a su cliente, pero le resultó imposible. La funcionaria, que probablemente ocupó esa oficina inmediatamente después de graduarse de abogado, demostró, una vez más, que está convencida de ser dios, tal como le sucede a los mediocres, a los ineptos, a los que jamás podrán aspirar a un puesto en el poder judicial ni a una cátedra en la universidad, a los que terminarán sus días en la misma oficina, impunes a la Verdadera justicia.

Una vez que se despidió de su abogado, el acusado se dirigió a una plaza cercana, y sentado en un banco rodeado de palomas, ancianos y unos pocos niños, se enfrentó, solo con su alma, como suele suceder en las instancias definitivas de las personas, a las dieciocho páginas. El informe era un disparatado enumerado de frases de los testigos y del acusado, sacadas totalmente de contexto, con el único de objetivo de lograr lo que la funcionaria quería, vaya uno a saber a instancias de qué jerarca de la Institución a la que representaba, a la que entregaba sus años y sus miserias, que era encontrarle al acusado una falta, la que fuese. Algo, cualquier cosa, que demostrara a la Institución que el acusado era un mal funcionario. Por su parte, las conclusiones estaban conformadas por tres párrafos. En el primero, a pesar de reconocer no haber conseguido demostrar lo que se había propuesto al firmar el inicio del juicio sumario, la funcionaria afirmaba que, de todas formas, resultaba difícil concebir que el funcionario acusado no fuese culpable. En pocas palabras, seis líneas en las que, para no faltar a su costumbre, de defensora de la Institución, se convertía en juez, sentenciando, sin prueba alguna, lo que se le había ocurrido dos años atrás, porque se le metió en la cabeza, o porque algún jerarca de la Institución se lo encomendó. Como si con eso no hubiese bastado, en los párrafos dos y tres, sacaba debajo de la manga, cual es más maligno de todos los magos de magia negra, dos nuevas acusaciones que, si honrase la profesión que ostenta, tal como lo indica la tapa del código civil que nunca aprendió, jamás hubiese podido redactar. Tampoco, si tuviese un mínimo de decoro, porque se le tendría que haber caído la cara de vergüenza al rozar la primera letra del teclado de la impersonal computadora de su despecho. Perdón, despacho. Una de las nuevas acusaciones, tendría que ser objeto de una nueva investigación, no ya del funcionario acusado, sino de la propia Institución a la que la funcionaria representaba cuya enfermedad era evidente a ojos vista, comenzando por ineficacia de la propia funcionaria encargada del juicio sumario. La siguiente nueva acusación, sin duda alguna, representaba una prueba indiscutible y absoluta del desconocimiento, por parte de la funcionaria, de las mismas normas, ordenanzas y reglamentos suscritos desde hace décadas, por la propia Institución que representa. El acusado, primero dolorido por la confirmación de la vileza de la funcionaria, luego indignado por la incapacidad de la mujer que, convencida que cumplía con el supremo designio de la Institución, escribió y firmó una sentencia en contra de las reglas de la Institución, finalmente guardó las dieciocho páginas en su mochila, que pesaba sobre sus espaldas como si estuviese cargada de una tonelada de desilusiones y de decepciones. Las que surgen cuando un individuo que ha cumplido con creces su trabajo, dando más de lo que debió, cae en manos de inescrupulosos que, infiltrados en el sistema, buscan manos ejecutoras que siempre encuentran al bajo precio de la necesidad. O gratis, porque hay de todo en el huerto del señor.

Más tarde, cuando estaba por comenzar a dictar su clase en la universidad a la que la mediocridad de la funcionaria responsable del juicio sumario jamás le permitirá acceder como profesora, sabiendo que tenía los días contados en su cátedra, no porque no confiara en su abogado que sin duda alguna prepararía una excelente respuesta al delirante e ilegal informe recién conocido, sino porque la fe perdida en el ser humano no se recupera más, sin el entusiasmo ni la pasión que supo caracterizarlo, pidió a sus estudiantes que emitieran sus comentarios sobre el libro que correspondía a la semana. Un joven, de no más de veintiún años, con el cabello alborotado de sueños y toda la vida por delante, no vaciló en ser el primero en decir su opinión sobre la novela que se iniciaba con Alguien debía de haber calumniado a Josef K., porque, sin haber hecho nada malo, fue detenido esa mañana