jueves, abril 13, 2006

New Orleans, mon amour


Antes de respirar su aire por primera vez, ya sabía que no era una ciudad como cualquier otra. Antes de poner mis pies sobre su tierra, tenía plena conciencia que conocería un sitio único e irrepetible. Antes de recorrer sus calles, sus historias me habían seducido desde la piel hasta el alma.

Llegué a la Nouvelle Orleáns en el estado emocional menos propicio para la objetividad. De la mano del hombre amado aterricé en el aeropuerto Louis Amstrong una mañana de noviembre, y no necesité más que unos pocos minutos para enamorarme de esa ciudad sureña, rodeada de agua, mítica por el jazz, el vudoo, las plantaciones de algodón, la herencia francesa, la guerra de secesión.

Volví a la Nouvelle Orleáns un tiempo después, tan enamorada de ella como del hombre que la vida había cruzado en mi camino, y que me acompañaba, nuevamente, a perderme en los misterios del Vieux Carré, la Rue Royal, el viejo cementerio, el Mississippi River…

He seguido de cerca a Katrina desde que supe que se metería en mi querida Nueva Orleáns. Katrina, tan enceguecida como mujer herida.

Desde el comienzo me di cuenta que sólo aparecían negros en las imágenes que mostraba la televisión y los periódicos on line, y que los únicos blancos eran viejos, muy pobres o enfermos. Yo sabía que en la Nouvelle Orleáns había pobres. Los conocí viviendo a pocas cuadras del Vieux Carré, a pasos de la Bourbon Street, la emblemática calle que huele a pan recién horneado en las mañanas y se hace peatonal a partir del atardecer, invadiéndose de música, cerveza y extraños vasos donde sirven hurricane. Los conocí en sus rutinas a pocas cuadras del antiquísimo (de apariencia exterior destartalado) bar Laffitte donde Johny, cada noche tocaba el piano, cantando a veces con Leslie (la joven y rubia camarera fanática de James Bond) y se ponía lentes negros poco antes que sus dedos hicieran sonar los acordes de Georgia on my mind. Conversé con ellos en las calles. En el Pat O´ Brian me recomendaron salmón a la pimienta, y nos tomaron fotos en el jardín interior con la fuente iluminada como fondo. Nos sirvieron beignets rociadas de azúcar impalpable y café creole con chicoria en el Café du Monde. Nos acompañaron aquella mañana en la que desayunamos café y daugnuts con crema de limón, antes de tomar el tranvía de la St. Charles para conocer el Garden District.


Adoro Nueva Orleáns. La adoro con su herencia francesa, sus calles del French Quarter nombradas tanto en inglés como en francés, su comida creole (traída por los negros esclavos de África y, por eso, tan parecida a la brasilera, sobre todo de Salvador de Bahía hacia el norte), su vudoo (bien africano, ¿te acordas de los muñecos, Martita?), sus leyendas entre mágicas y brujeriles, su tranvía llamado deseo que recorre la St. Charles Street desde el Business District hacia el Garden District, atravesándolo, pasando por las universidades de Tulane y Loyola, donde me quede con la boca abierta al maravillarme con la belleza de sus casas. Al atardecer, nos encontramos (por fin) frente a la réplica exacta de Tara, la de Lo que el viento se llevo, y precisamos casi un minuto de exposición y el trípode para poder fotografiarla.

Nueva Orleáns, New Oleans o La Nouvelle Orleáns, con sus impresionantes mansiones de las plantaciones algodoneras, sus pantanos con lagartos, su casa del sol naciente, sus construcciones con rejas centenarias, sus balcones con ventiladores de techo, sus porches con hamacas en las que sus moradores descansan toman te helado para atenuar el sofocante y húmedo calor. Nueva Orleáns con su jazz y su Preservation Hall donde tocan los viejos obreros del jazz. Nueva Orleáns y su Mardi Gras, y los collares, caretas y boas de plumas con los colores típicos: el amarillo, violeta y verde... Nueva Orleáns y su Mississippi river, los restaurantes que preparaban para nuestro deleite sus afrodisíacas ostras (¡ qué almejas!), su tren que bordea el River Walk, sus barcos que imitan aquellos viejos de vapor en los que los turistas paseamos, asombrándonos del puerto naval con sus enormes buques, sus barcos comerciales de gran calado y los veleros deportivos... Nueva Orleáns con su River Walk, su mall, su centro de convenciones, sus super hoteles... Nueva Orleáns con su Canal St. y todos sus árboles con cintas amarillas atadas (¿a quién esperarían aquél noviembre?), su mall, y su super dome... Nueva Orleáns con sus barcos de gran calado, uno de los que se estrelló contra el Café du Monde del River Walk mall, pocos días antes de la Navidad del 96, no podíamos creer la noticia, un mes antes habíamos estado en la misma mesa que fue deshecha por el impacto…

Esa Nueva Orleáns que tanto adoro, que nunca pudo esconderme su pobreza, hoy esta ahogada después de la furia con la que sopló Katrina, rompiendo los diques que la protegían de las aguas que la rodeaban y del peligro de encontrarse bajo el nivel del mar...
Me he preguntado dónde estaban las previsiones de ese país, el número uno en seguridad, la super potencia, el que tiene un ejército siempre listo a invadir otros países, el que habla de democracia dando cátedra al mundo....

Recién hoy domingo, seis días después del golpe de Katrina, habla la prensa de los desposeídos, los negros, los pobres del imperio, los que no pudieron irse, los que no tenían con qué pagar un hotel, ni siquiera acercarse al super dome, ni escapar porque no tienen auto, o no entra toda la familia en el que tienen, o el abuelo es inválido, o no quieren perder lo que tienen, que no es nada, pero es lo único que poseen...

Me duele Nouvelle Orleáns y el desastre causado por Katrina, la devastación de la costa del Golfo (me cuesta creer en lo que se convirtió Biloxi de la que conservo fotografías de unas vacaciones que parecen tan lejanas como inexistentes). Me duelen las terribles consecuencias que caen, cual casa de naipes, para todos los habitantes del Louisiana y Mississippi, los que perdieron su lugar de referencia, sus pertenencias, y también del resto, porque el viento y el agua se llevaron los casinos que pagaban educación y hospitales.

Al final, la super potencia, no pudo ocultar su verdadero rostro...

No cometeré el pecado de confundir pueblos con gobiernos. Mi recuerdo está tanto acá, en America Latina, como en el sur de los EUA, con los olvidados de siempre. No me cerraré como lo hacen ellos, los imperialistas. Por eso, sé también que estaré en la Nouvelle Orleáns en cuanto permitan acercarse. Nada será igual. Lo sé bien. Los ojos de sus habitantes, teñidos de tristeza y de desolación, ya no pasarán desapercibidos para nadie. Debo ir en busca del jazz, de la magia, de Johny, de Leslie, del Tranvía en la St. Charles, del Garden District, de las hamacas en los porches, del aroma a pan recién horneado en las mañanas de la Bourbon, de la cerveza draft en la Crescent City Brewhouse en la Decatour St.(o simplemente “la Decatour”) frente al río, de las cartas francesas del siglo XVII para adivinar el destino, de la casa en la Pirate's Alley -hoy librería- donde Faulkner escribió su primera novela ( Soldiers' Pay), del Hotel Le Pavillon, de la calle Perdido, de la escalera del Mall en la Poydras St. (a un paso del Superdome) en la que una tardecita de sábado tuve una de las conversaciones más fantásticas de toda mi vida, de la Jackson Square con la estatua ecuestre del general que le da el nombre, inundada de adivinos, pintores, músicos y payasos que inflando globos fabrican juguetes y flores.

Y si no los encontrara, lo que mi memoria guarda en un sitio privilegiado, lo iré soplando al aire, cual pétalos de las fantásticas magnolias que supieron perfumar la brisa que llegaba a la desde el Mississippi, para regresarle a la herida ciudad, la magia que un día me sedujo y regaló, para regresarle el encanto que ni un temporal con nombre de mujer ni la cara sucia del imperio podrán quitarle jamás de los jamases. Porque su gente es la clave del encanto.

Mientras exista un negro, un saxo, un collar de cuentas amarillas, verdes y violetas, y alguien que no olvide su magia, New Orleáns podrá renacer…



Domingo 4 de setiembre de 2005.