Acapulco me había recibido, caluroso y sofocante, a las once de la mañana del domingo 3, y me despidió de igual manera el viernes 8 a las seis de la tarde. Una odisea de largas esperas en aeropuertos, tanto a la ida como a la vuelta, precio que debe pagarse por vivir en un pequeño país, sin vuelos directos a la inmensa mayoría del mundo, asunto que se ha agudizado desde junio, cuando quebró la compañía brasilera Varig.
A lo largo de los años me he ido acostumbrado a los aeropuertos, habiendo desarrollado una capacidad increíble de adaptarme a las escalas. Leyendo, escribiendo, caminando, tomando cafés, observando, recorriendo tiendas de revistas y best sellers o free shops, el tiempo va transcurriendo sin desesperación alguna. Mi cuerpo y mi cabeza se preparan para la espera, sea de dos horas, o de ocho. Si la escala es larga (seis horas ya es suficiente), suelo dejar el aeropuerto e irme a la ciudad en cuestión, sobre todo si existen metros o trenes que faciliten el traslado (en tiempo y dinero). Lamentablemente, esto es casi imposible en Latinoamérica, donde el viajero es rehén de los taxis de costos siderales, de la inseguridad y de las tasas de embarque, que nos exigen desembolsar si decidimos dejar de estar en tránsito. Lo desagradable de las esperas es la incertidumbre. Nieve, tormentas o averías mecánicas que nos dejan varados períodos indefinidos, sin que nuestros vuelos aparezcan en pantalla, rodeados de gente impaciente y desesperada, de niños que lloran, de personal de tierra de las compañías aéreas que no responden preguntas, que sonríen sin hablar, que no saben atender a clientes que deben cumplir con una agenda de trabajo o con responsabilidades familiares o personales. Como lo imprevisible no tiene día ni hora, y como normalmente viajo por trabajo, intento llegar con un día de antelación, y en mi maleta de mano siempre llevo una muda completa de ropa por si las circunstancias obligan a dirigirse a un hotel. Mis anécdotas al respecto son muchas y variadas, todas con aspectos dramáticos y cómicos, aunque con un común denominador: jamás he perdido la calma. La razón es bien simple: forma parte del oficio de viajar. Pero esa es otra historia.
Es cierto, probablemente jamás hubiese elegido Acapulco como destino. Sin embargo, y debido a que padezco una atracción patológica por el mar, el recorrido desde el aeropuerto al hotel me resultó gratificante. Poco después, el océano me había seducido, fue cuando entré a mi habitación y comprobé que el Pacífico formaba parte del decorado de dos de sus paredes.
A una cuadra del Hard Rock, en la misma Costera. No se puede tapar el sol con un dedo
Los amigos y colegas suelen tener intereses muy variados a la hora de decidir qué hacer con el tiempo libre en los congresos. Hay quiénes se encierran en los business centers de los hoteles o se sumergen en sus laptops, trabajando sin descanso estén donde estén, escribiendo mensajes de correos electrónicos personales, o chateando con familiares, como si no pudiesen desconectarse ni medio día de su vida habitual. Otros compran (o intentan comprar) todo lo les sea posible, pasándose horas en centros comerciales, tiendas o mercados de artesanías. También están los gourmet, siempre en la búsqueda de opciones gastronómicas, típicas del lugar. Esta vez, a partir de las cinco de la tarde, era dueña de mi tiempo ya que solamente debía realizar una ponencia en la mañana del miércoles, y no tenía que dictar dar ningún curso (cuando esto sucede, lamentablemente, mi tiempo de esparcimiento es mínimo. Así fue como me dediqué a la playa al atardecer, a comer todo lo que me ofrecía la cocina mexicana del lugar, y a cumplir mis tres deseos.
El miércoles de noche pude ver en vivo a los clavadistas (la televisión me la había mostrado muchas veces). Para eso fue necesario llegar a La Quebrada, cerca del centro, bastante lejos de La Condesa, la zona más turística de Acapulco en la que me encontraba. Después de pagar 35 pesos mexicanos (poco más de 3 USS), fue necesario esperar media hora, pues los saltos se realizan en ciertos horarios. Mientras tanto, los clavadistas caminaban entre la gente, y con una simpatía increíble conversaban con quiénes se acercaban a ellos. Así supe que a pesar que la Virgen de Guadalupe a la que se encomiendan antes de lanzarse al vacío se encuentra a 40 metros, se tiran desde 35 metros. Algunos llevan dieciséis años en este oficio, otros doce, otros cuatro. Los tres con quiénes hablé, confesaron sentir terror cada vez que se lanzan, y que la primera vez fue la más terrible de todas. Lo siguen haciendo porque les atrae el miedo. Adictos a la adrenalina, en pocas palabras. A las nueve y media en punto, con un cielo iluminado por relámpagos de fondo, los ocho clavadistas se fueron acercando, portando antorchas, a la terraza donde los curiosos aguardábamos. Después de bajar unos metros, se lanzar al mar, que en la quebrada tiene unos cuatro metros de ancho, limitando por un lado con el acantilado de 40 metros de altura, y por el otro por uno de unos diez metros, en cuya cima está la terraza en la que la gente se ubica para apreciar los saltos. Una vez en el agua, nadan un poco, y luego comienzan el ascenso por el vertical acantilado. Con una agilidad y destreza admirables, descalzos, sujetándose apenas con los pies y las manos, cual hombres arañas, en pocos minutos llegan a la Virgen. Tras persignarse, descienden unos pocos metros, ubicándose en los sitios desde los que se lanzarán. Apenas orientados por el fuego que encienden entre las rocas que se encuentran debajo de la terraza panorámica, esperan a que las olas suban el nivel del agua a tres metros, el adecuado para no romperse el alma contra el fondo dada la fuerza que adquieren en la caída. Y como si saltaran de un muro de dos metros, como si no pudiesen partirse el cráneo por un error de cálculo, cayeron, uno a uno, en saltos perfectos, atravesando el agua como afilados cuchillos, surgiendo de ella como si nada hubiese sucedido. Algunos (los más) turistas aplauden. Otros, como esta servidora, nos quedamos en silencio, aterrados, como si fuésemos nosotros los acróbatas suicidas en potencia. Sentí lo mismo que por los toreros. Nunca me gustaron esas proezas humanas. La diferencia radica en que jamás he asistido a una plaza de toros durante un espectáculo.
El jueves se cumplieron mis otros deseos (a la suerte hay que ayudarla, decía mi Tía Delia). A las once abandoné el congreso (no era sobre cocina, aunque tampoco aclararé el tópico; disculpen pero es fundamental para mantener el anonimato). Pasé cuatro horas en la playa La Condesa, decidida a regresar a Montevideo con un tono en la piel diferente al de transparencia invernal con el que había llegado a La Perla del Pacífico. Sumergida en mi lectura o en el mar, transcurrió un paréntesis de soledad, mi tiempo de tranquilidad, alejada de la ciencia, intentando recuperar energías para enfrentar el aterrizaje forzoso. Llamó mi atención la temperatura del agua. Creía que sería helada, como en el Pacífico de Chile, de Perú, de Centro América o de EUA. Pero me equivoqué. Casi tan cálida como la de El Caribe, apenas unos pocos grados menos que el exterior. Léase, treinta y pico de grados. La razón es que la bahía (bien cerrada, realmente) crea un microclima, motivo por el cual la gente suele sentirse atraída. En lo personal, me gusta el mar helado. Bañarme en una sopa caliente (como El Caribe), no es de mi agrado. Los cerros que la rodean, contribuyen también a mantener la temperatura ambiental (y su altísima humedad) y la del agua en la bahía. Mi paz fue varias veces interrumpida por los vendedores que me ofrecían desde alhajas de plata hasta bronceadores con coco y zanahoria, pasando por comidas y bebidas varias, y por pareos y túnicas de todo tipo, modelo y color. Lo mismo que en todas las playas de Latinoamérica. Pude haberme molestado. Sin embargo, sentí que a pesar de estar (casi) de vacaciones, soy tan latinoamericana como esos vendedores que, al final de cuentas, hacen lo que pueden para ganarse un salario y mantener a sus familias. Como tantas veces, sentí pena por los olvidados de siempre, como dice el escritor uruguayo Eduardo Galeano. Como tantas veces, sentí vergüenza de ser una privilegiada en el continente de las mayores desigualdades sociales.
El mural de Diego, a la izquierda del portón de la casa de Lola
Al lado del portón, Diego se presenta.
Una vez que finalizó el trayecto colectivo, comenzamos el ascenso al cerro. Unos quince minutos de trayecto en pendientes pronunciadas, en zig zag, creyendo que en cualquier momento de descuido del conductor, podríamos iniciar el descenso. Finalmente, mi destino se presentó, magnífico, frente a mis ojos. El taxi se detuvo en el silencio de la calle Inalámbrica. El diseño y los mil colores del mural que Diego Rivera creó en el muro exterior de la casa de Dolores Olmedo, me embriagaron. Lola, la mayor coleccionista de Diego Rivera (también su amiga, admiradora y amante) lo recibió cuando ya estaba enfermo, poco antes de su muerte. En señal de gratitud, le regaló su maravilloso y último mural, creado durante un año y medio con piezas pequeñas de cerámica, tejas, conchas, piedras y azulejos, representando la serpiente emplumada Quetzalcóatl (el mismo que atormentaba a Moctezuma con los remordimientos), Tláloc (dios de la lluvia y la fertilidad) y el perro tepezcuincle, todos personajes de la mitología azteca. El imponente mural (como no podía ser de otra manera) requiere tiempo para ser apreciado. Llama la atención el estado de abandono de la casa de Lola, fallecida hace cuatro años, habiendo vivido más de nueve décadas.
Playa cerca del zócalo donde los turistas no llegan
El zócalo. Los dueños del lugar protestan
Siglo XXI. Lamentablemente, aún deben recordar a algunos que México es de los mexicanos.
Los reclamos, constante en Latinoamérica
Una de las fuentes. Detrás, el Pacífico
La Catedral
Algunos niños de Acapulco, por suerte, juegan
La plaza. Llaman la atención las extrañas sillas donde la gente descansa
Regresé al hotel en autobús, entre lugareños que habían terminado su jornada laboral, después de transitar la Costera durante veinte minutos. Al acercarme a La Condesa, creí estar en EUA. Hard Rock Café, Planet Hollywood, Starbucks Coffee, Wallmart, Mc Donald´s. Entre ellos, México, con la Casa de la Cultura, sus exposiciones de arte y su paseo de las estrellas, que homenajea a los deportistas mexicanos.