martes, agosto 08, 2006

¿Spaghetti? No, gracias

Los años no vienen solos. En las mujeres, los torbellinos hormonales que se inician en la cuarta década, no solamente nos quitan la protección contra males cardiacos (no males del corazón, justo es aclararlo) sino que siguiendo la ley de las compensaciones, nos agregan unos kilogramos.
Aceptar el hecho que he aumentado un talle, no me ha resultado sencillo. Menos aún tener pancita por primera vez en mi vida (con la excepción de mis embarazos, claro). Pero tampoco lo he dramatizado. Vamos, que ya dejé de ser una muchacha hace largo rato, que tengo cuarenta y tantos, y que he sido favorecida por la fortuna biológica (o genética) de haberme mantenido delgada a lo largo de las décadas, los hijos, la cocina, el chocolate, el vino tinto, el pan con manteca y demás. Lo que más me ha costado es mostrarme en la playa tan diferente a como he sido. Pero, en fin, son leyes de vida, y resistirse a ellas implicaría torturarme con una dieta de hambre, renunciando al placer que me produce la comida, o destinar unas buenas horas semanales a ejercicios físicos, tiempo que no estoy dispuesta a dedicar por el momento.

Con mis cuatro kilos de más, orgullosa de mi pancita, el sábado fui a comprarme unos pantalones en las famosas liquidaciones de invierno. Entré en una casa donde nunca antes, eligiendo un talle medio. Cuando intenté subirme el pantalón, el cretino quedó atascado en mis bellos muslos. No puede ser, me dije. Miré el talle, y la M indicaba claramente que era el correcto. Con más espíritu investigador que interés por llevarme el pantalón, le pedí a la vendedora un talle grande. Claro, que me quedó bien, aunque, al mirarme en los tres espejos del vestidor, me costaba creer que hubiese pasado de un talle pequeño a uno grande con cuatro kilos más. Al salir del vestidor, la vendedora me preguntó si lo llevaría. Le respondí que si, pero que no era difícil entender la epidemia de anorexia que existe entre las adolescentes, si una mujer de 61 kilogramos y 1.67 de estatura debe usar un talle grande, el más grande de toda la tienda. La chica spaghetti se sonrió con cara de pena, imagino que pensando que esta servidora era una veterana senil, que vivía de recuerdos (como una vecina de casa, que pesaría unos 85 kilos en 1.50 m de estatura, pero repetía a cada rato que al casarse, treinta años atrás, tenía 55 cm de cintura).

Al salir de la tienda con mis cuatro kilogramos de más y llevando en la mano la bolsa de mi compra conteniendo un pantalón talle grande, me dirigí a la tienda donde compro habitualmente con la única finalidad de saber, realmente, en qué talle me había convertido. Porque, claro, la ropa que llevo desde hace un año y medio puede que se hubiese estirado con el uso, y que por esa sencilla y única razón, me siguiera quedando bien. Elegí un pantalón cualquiera y, confirmé mi hipótesis, sigo siendo talle 38.

Me alejé del centro comercial, recordando la legislación argentina, aprobada unos cinco años atrás, que, debido al incremento de anorexia en las jóvenes (y niñas) obliga a las tiendas a confeccionar la ropa siguiendo las medidas de los talles europeos. El modelo de mujer es el fideo, el spaghetti, o el junco. De caminar lento y felino, asexuada, sin formas, con las clavículas a flor de piel, sin caderas “donde agarrarse” (como dice un amigo), sin pantorrillas, y claro, con lolas y nalgas de siliconas, porque esos esqueletos no dan cabida a medio gramo de grasa ni una fibra de músculo. No lo digo por envidia, como más de uno (una) puede creer. He tenido la suerte que mi cuerpo ha sido delgado, además de proporcionado, y que, a pesar de mis más de cuatro décadas y los actuales kilogramos de más, no ha perdido su encanto. Aunque, sobre esto se puede hablar largo y tendido, ya que el encanto está asociado a otros factores como la seguridad, la forma de caminar, las feromonas que irradiamos, etc., razón por la cual hay gorditas absolutamente seductoras.

El episodio que relaté se produjo tres días después que una modelo uruguaya de veintidós años, murió al salir de la pasarela. La noticia (los invito a buscar en google, simplemente escribiendo “muere modelo uruguaya”, encontrarán varias páginas) dio vuelta al mundo, y el común denominador fue que la pobre chica era una esclava de su cuerpo, razón por la cual llegó al desfile habiendo pasado varios días sin comer. Un agente de modelos declaró que las aspirantes a modelos deben medir más de un metro setenta y pesar menos de cincuenta y un kilogramos.
Lamentablemente, mientras hay millones de personas que mueren de hambre por no tener qué comer, existen muchachas (la mayoría anónimas) que estropean sus vidas al extremo de dejarse morir, rechazando desde un plato de spaghetti hasta una galletita, porque los modistos y empresarios de la moda fomentan la imagen femenina del piolín.