martes, agosto 08, 2006

Cristal



Hay padres y padres. El suyo podía incluirse dentro del grupo de los que no supieron qué diablos hacer con una hija, digamos, normal. Su niñez transcurrió sin sobresaltos, quizás porque el hombre tenía la certeza que la pequeña no lo defraudaría, o, tal vez, porque jamás se le pasó por la cabeza que ella sería lo que quisiera, y no lo que su- querido- papá,- que- tanto- la- adoraba,- y que- todo- lo- hacía-por-su-bien, -había elegido para ella. En pocas palabras, el padre no estaba preparado para una adolescente que no tenía ni en sus más remotos planes ser cantante de ópera, ni bailarina de ballet, ni siquiera escritora.
Por supuesto que, de ahí en más, todo fue de mal en peor. Ella reivindicando la libertad de elegir su propio destino, él dándole cátedra sobre cómo comportarse, con quién relacionarse, a qué hora regresar, qué decir, qué estudiar, qué música escuchar, qué ropa usar, qué película ver.
Después, la historia previsible. Ella estudió lo que quiso, trabajó en lo que quiso e hizo lo que quiso, decepcionando a su progenitor, y cargando sobre sus espaldas la culpa del dolor paterno. Obviamente, él jamás se repuso de haber concebido a una muchacha estándar. Para colmo, la desagradecida, en lugar de casarse con un príncipe azul o un banquero, lo hizo con un juglar que no tenía dónde caerse muerto.
Con los años, el vínculo entre padre e hija mejoró, pero es bien sabido que se necesitan dos personas para recomponer lo que se quebró en profundidad, y él nunca no pudo admitir su error, porque, sencillamente, seguía creyendo ser dueño de la única verdad. Indiscutible, irrefutable, absoluta.
Con el transcurrir del tiempo, las heridas (de ella) fueron cicatrizando, y las expectativas (de él) envolviéndose en una nube de amnesia cada vez más espesa. Jamás pronunció ni una sola palabra sobre las duras batallas otrora libradas con su hija por no haber sido la que él quería que fuese. Por su parte, ella fue aprendiendo que los laberintos de la memoria son infinitos, sobre todo a la hora de borrar aquello de lo que uno podría arrepentirse, y pedir disculpas, porque, al final de cuentas, somos humanos y en nuestra esencia está el equivocamos. Ella comprendió con mucho dolor, que no podía esperar de su padre el reconocimiento de sus errores, ya que él, simplemente, se creía infalible. No los cometió, ni los cometería jamás.
Cuando él fue haciéndose viejo y enfermó, la cicatriz de la herida (de ella) comenzó a doler nuevamente, apareciendo un antiguo e infantil deseo que, al menos en esas instancias, él admitiese el daño causado a esa edad en que se necesita ser apoyada y aceptada en la propia identidad, y no rechazada y denigrada por las diferencias. Pero como el milagro no se produjo, ella volvió a hacer de tripas corazón, tragándose como pudo su tristeza, acompañando la vejez de su padre con la resignación que ni dios, ni Freud, ni la muerte resolverían tan primitivo conflicto.
Tal vez fue por eso que la noche en su padre fue ingresado en un centro de tratamiento intensivo, mientras el médico le decía que debía prepararse para lo peor pues su estado era crítico, ella apenas recuerda las gotas de la lluvia invernal empapando el cristal, y el ruego que surgió desde lo más profundo de su interior... Pero…es mi papá.