sábado, agosto 05, 2006

Seducción



El 2004 había comenzado horrible, y el final no fue diferente. El desastre se había producido en noviembre del año anterior y, como suele suceder con los acontecimientos que descalabran nuestra existencia, apareció para instalarse. Los primeros meses de ese año par están envueltos en una nebulosa en mi memoria. Apenas recuerdo que en enero y febrero casi no hablaba, adelgacé cinco kilogramos en un abrir y cerrar de ojos, y me pasaba panza al sol, leyendo como una demente, o yendo al cine por las noches, viendo cuanta película estuviese en cartel (buena, mala, mediocre). Con marzo llegó el otoño, los árboles perdieron sus hojas, y mi encierro fue volviéndose preocupante para mis cercanos. Sin embargo, la madrugada en que se estrenaba el invierno en el sur del mundo, me encontró en la cama con un buen amigo, y a partir de entonces nos hicimos amantes durante un tiempo que se convirtió en lo mejor de aquel año maldito. En aquel período, además de pasar juntos noches en las que no dormíamos, nos escribíamos mensajes de correo electrónico casi diarios, inventando historias y personajes que, a pesar que no contribuían en absoluto a acercarme a la realidad de la que había decidido distanciarme, me devolvían la alegría. Efímera y transitoria, pero alegría al fin. Cierto día, mientras conversábamos vaya uno a saber sobre qué asunto (siempre teníamos tema, algo que es una bendición), apareció la cocina en la charla. Tengo el vago recuerdo que quedó planteada la interrogante sobre cuál era el orden en que deben incluirse ciertos ingredientes en una salsa. A pesar de todos los males del alma que padecía como consecuencia de mi traspié profesional, bastaba pensar en ese señor para sentirme absolutamente sensual y erotizada. Y la culpa de todo era suya (exclusivamente suya), pues resultó que detrás (o dentro) del amigo, apareció un amante excepcional que me hacía sentir mujer entera, de los pies a la cabeza, de la piel hasta el último rincón de mi interior. La química era, como corresponde, devoradora, y él había colonizado cada una de mis células, metiéndose a través de mis poros. Fue por eso que al día siguiente le escribí sobre la cocina con la única intención de llevármelo a la cama esa misma noche. La receta no falló.



Cocinar tiene algo de don y otro poco de arte. Los libros de cocina apenas aproximan a los mortales a un conjunto de ingredientes que, preparados en determinadas proporciones y en cierto orden, dan como resultado un tipo de comida. Sin embargo, lo que diferencia una comida de un manjar está en el espíritu con el que se realiza la mezcla de sabores, colores, perfumes y texturas. No hay libro ni receta que pueda transmitir ese don con el que se nace o con el que se crece. La cocina tiene algo de magia. Y la magia está adentro de uno mismo. Hay quién la tiene y quién no. Incluso hay personas que la llevan consigo y nunca lo saben. Porque se requiere llegar a lo más primitivo y esencial de uno mismo para que, si existiera, tenga la posibilidad de surgir. Quién logre descubrir ese ángel, necesitará alegría y ganas para disfrutar cada una de las etapas de la preparación de una comida. Todo comienza en la mente o en el alma. Allí es donde se inicia. Se debe tener un motivo para cocinar. Puede ser alimentar a las personas queridas, agasajar a los amigos o seducir a un hombre. Si no existe esta primera etapa, nada funcionará después por más empeño e ingredientes de primera calidad que se adquieran, compren o utilicen. Por más que se posean precisas tazas de medidas y balanzas. Una vez que se sabe porqué vamos a cocinar, lo demás llega solo. Es cuando el espacio físico denominado cocina, se transforma en algo así como una fiesta, con su orquesta y su pista de baile. No se requiere mucha técnica para bailar por primera vez con un hombre. Basta desear hacerlo. Los cuerpos se encuentran, se produce la mezcla química, y los movimientos van surgiendo solos. Después de la primera pieza musical, si se produjo el milagro, cada poro de uno se va acomodando al del otro, y no se precisa más que querer seguir haciéndolo. La cocina, entonces, es algo así. Nunca se podrá lograr un manjar si no se disfruta de la fiesta y si no se es parte de la misma. Los secretos de un buen resultado no están en la rutina ni en la frecuencia con que se cocina. De la misma manera que se pueden conocer todos los pasos de una danza y practicarlos a diario, pero si no se pone el alma en cada uno de ellos, el producto final es una serie de movimientos muy bien realizados pero carentes de seducción para los demás. Estos, serán, apenas, simples observadores. Sin embargo, si se es capaz de bailar con cada una de las células del cuerpo y con cada espacio del corazón, los espectadores son transportados al centro mismo de la danza y pasan a formar parte de ella. La disfrutan, la celebran, se embriagan. El motor de una comida es, entonces, el primer ingrediente, fundamental, imprescindible e insustituible. Lo demás es cuestión de dejarse llevar y divertirse. Así, unos simples tallarines pueden ser el plato más exquisito del mundo. Luego, una mesa bien arreglada y no se necesita nada más. Los comensales perciben esa alegría y ese espíritu en el aire que rodea al cocinero, que se distribuye como una suave y dulce melodía en el ambiente. Cocinar es don, arte y magia. Mi café, por ejemplo, es el mejor de este país y de muchos otros. Sencillamente porque lo preparo con ternura. Y puede embriagar más que un exquisito y dulce licor.

PD. Cocinar, mi querido amigo, es algo así como hacer el amor. No tiene más secreto que la química, algo tan esencial y primitivo, sin explicación y, menos aún, receta. No se preocupe entonces de agregar al principio o al final el morrón. Si lo preparó con alegría, la ciencia nunca podrá argumentar porqué el resultado es tan perfecto, sabroso e irresistible.