jueves, julio 20, 2006

Mujeres (II)

Atardecer en Monze, Zambia

Sus abuelos partieron desde Inglaterra a finales de la primera década del siglo pasado. Pertenecían a familias de granjeros desde que tenían memoria, no sabiendo hacer otra cosa que trabajar la tierra y criar animales. Pero la revolución industrial se instaló y los fue dejando sin muchas posibilidades de continuar viviendo del campo. De modo que, empacando sus pertenencias en enormes baúles, y soñando con un mejor presente, en el puerto más cercando iniciaron una travesía que duró más de un mes.

Una vez que llegaron a Cape Town, recorrieron por tierra más de dos mil kilómetros en las más adversas condiciones. No cuesta nada imaginar el difícil viaje (digno de las más fantasiosas historias de aventuras) del que conserva como el mayor de sus tesoros una gran cantidad de fotografías en aquellas antiguas placas de vidrio. Finalmente, llegaron a Zambia. Establecieron su granja en el sur, muy cerca de Monze, distante poco más de trescientos treinta kilómetros de Lusaka, la capital.

Allí nació hace poco más de treinta años, viviendo en la granja, jugando con su hermana, recibiendo una educación inglesa pero en continuo y natural contacto con los nativos, con su realidad y con su pobreza. Perdió a su madre cuando apenas tenía doce años. Le dolió mucho. Demasiado. Pero la muerte formaba parte de su realidad cotidiana en ese lugar olvidado por la mano de dios. Así que siguió su vida, participando en las actividades de la granja familiar, y dedicándose a estudiar idiomas, por los que tenía una inclinación natural. Fue por eso que conoció varias ciudades de Europa, aunque fue en Lisboa donde pasó más tiempo, aprendiendo portugués, pero sobre todo conociendo la cultura y la historia portuguesas.

Mientras tanto, llegaba a Monze uno de los tantos grupos misioneros religiosos que siguen adentrándose en los rincones perdidos de la geografía africana, para ayudar a esa gente en la que pocos suelen pensar y menos tienden a dar una mano. Como el sida se extendía como una condena entre los pobladores más que como una enfermedad, con los misioneros llegó una joven médica holandesa. Y sí, su padre se enamoró de la galena. El hombre quedó seducido por aquella mujer desbordante de fe y de energía, por su amor a la gente y a la medicina, por su entrega, su bondad y todas las renuncias que hacía, abandonando la vida cómoda y consumista de la ciudad europea en la que vivía. Pero ella era una “médica del mundo”, de modo que un tiempo después, cuando ya se había acostumbrado a tenerla cerca, a disfrutar su compañía y al encanto que le envolvía al verla entregarse a sus pacientes condenados al hambre, a la miseria y a la muerte temprana, su misión se la llevó lejos, a otro sitio de la enorme África.

El hombre sintió que le arrancaban el corazón por segunda vez, quedando sumergido en una profunda y desconsolada tristeza, que convertían los hermosos atardeceres de la sabana en terribles pesadillas, y los mansos amaneceres de la estación de las lluvias en desolados despertares. Su hija, que entonces tenía poco más de dieciocho años, decidió escribirle de su puño y letra a la misionera doctora. Aún se sorprende al recordar el impulso que la llevó a redactar la carta en la que después de elegir cuidadosamente cada palabra, fue hilándolas una por una, para decirle de la manera más respetuosa y sincera que su edad le permitía, que su padre la amaba, y que la vida con amor él le ofrecía no eran incompatibles con la medicina ni con su vocación de servicio al prójimo, que bien podría proponerle al enamorado crear una clínica en la granja, que estaba convencida que dios no obliga a nadie a elegir entre dos amores de tan gigante magnitud.

Hace cerca de catorce años que están casados y tienen dos hijos varones. Viven de la granja y de un camping, el más seductor de Zambia según pude averiguar. Por supuesto que la médica fundó una clínica antes de darle el sí a su futuro esposo, clínica que crece gracias a la ayuda de varias ONG y filántropos del mundo entero. Con el paso del tiempo también creó una organización de mujeres, porque el sida las convierte en viudas jóvenes, que deben mantener a sus hijos y continuar viviendo a pesar de los pesares. Allí estudian, realizan artesanías, se apoyan, mantienen sus costumbres, su cultura y sus leyendas, trabajando en esa cooperativa que es, literalmente, el pan de cada día.

La conocí hace cuatro años en Viena, pero en ese encuentro apenas intercambié algunas palabras con ella, todas referidas a asuntos estrictamente laborales. Me asombró su eficiencia, y su perfecto alemán. Por eso, y a pesar de su británico inglés, se me dio por hacerla austriaca. Poco menos de un año transcurrió hasta que el trabajo me llevó de nuevo a Viena. Un colega brasilero no dejaba de insistirme en que en la ciudad del vals había varias “salsatecas”. Era la primera vez en mi vida que escuchaba esa palabra que no era otra cosa que una disco en la que la música era salsa, que, como es sabido, seduce a europeos tanto como nuestro rioplatense tango. Tan cansada me tenía el brasilero con ese asunto de las salsateca, que le sugerí interrogar al respecto a la lugareña. Mi sorpresa fue mayúscula. En su perfecto alemán le respondió que había varios locales del estilo, y que ella misma era habitué a uno de ellos, donde aprendía a bailar salsa, merengue y rumba desde hacía un buen tiempo.

La noche del jueves, el brasilero hizo realidad su sueño. Era marzo y hacía un frío digno del peor enero de la Europa Central, pero en “La Bodeguita” el clima era caribeño. El sitio, propiedad de peruanos y atendido por austriacos y latinoamericanos, estaba repleto de austriacos que bailaban salsa como si hubiesen nacido en La Habana. Nuestra guía se quitó el abrigo y antes de probar su cerveza se alejó de nuestra mesa para demostrar sus destrezas artísticas en la pista de baile. Sentada en un sillón, acurrucada contra el respaldo, yo la observaba muerta de vergüenza por sentirme incapaz de reproducir ni uno solo de los pasos que ejecutaba. El brasilero creyó que samba era lo mismo que salsa, y a pesar de mi negativa a demostrarle en la práctica que el candombe uruguayo tampoco me serviría de nada a la hora de danzar música caribeña, acepté hacer el ridículo. Daba gusto verle la cara a nuestra anfitriona, que a pesar de su inglesa educación, no pudo ocultar la gracia que le generaba el disparate que constituíamos el brasilero y esta servidora, muertos de risa a esas alturas de la noche (y de las cervezas), intentando seguir el ritmo caribeño, cual centroeuropeos medievales con patas de palo.

Esa noche, entre cervezas y salsa, nació nuestra amistad. Resultó no ser austriaca, sino inglesa nacida en Zambia. Con el paso del tiempo, mensajes de correo electrónico que cruzaban Europa y el Atlántico en ambas direcciones, y mis siguientes reuniones de trabajo en Viena, me fue contando la historia de su familia, y la suya propia. En pocos meses aprendió español, que medio año después hablaba perfectamente, que comprende cuando no converso demasiado rápido, y escribe muy bien.

Desde el comienzo nos ha maravillado tener orígenes tan diferentes, vivir en sitios tan distintos, y sin embargo compartir las mismas inquietudes, problemas cotidianos, sueños y proyectos de vida. Las dos corremos para llegar en hora a nuestros trabajos, nunca nos alcanza el dinero para gastar en nosotras, se nos hace difícil criar hijos sin sus padres, disponer de tiempo para nosotras, dormir hasta tarde o hacer lo que nos gusta. El tiempo que compartimos lo pasamos recorriendo Viena, haciendo paradas varias para verificar la calidad de los cafés o las cervezas, bebiendo vino en la tranquilidad de su casa en las afueras de la capital, en una zona repleta de viñedos. Pero siempre conversando. Mezclamos el inglés con el alemán y el alemán con el español, mientras hablamos de la vida, de los hombres, de los hijos, del mar que poco conoce, de la nieve tan lejana a mi realidad, de libros, amores, música. Cuando vamos por la tercera botella, nuestras risas se escuchan en toda la vecindad, porque sin importar en qué idioma las digamos, las anécdotas, como nuestro alcohol en sangre, van aumentando el grado de confesión y de confianza. La madrugada suele encontrarnos más dormidas que despiertas en el sofá de su sala o en la hamaca de su jardín, intentando decidir si nos preparamos un café y seguimos sin pegar un ojo, o nos rendimos a una hora de sueño que al menos nos devolverá un poco de energía, para continuar.

La última vez que nos vimos fue hace un año. Como recibimiento, organizó un almuerzo con sus amigos en el jardín de su casa. Ese domingo de verano aprendí más de vinos austriacos que en mis cuatro visitas anteriores, y ella me demostró que, con una rapidez asombrosa, había aprendido a hablar en “uruguayo”. La semana de reuniones se hizo muy corta porque una vez que terminábamos de trabajar, los atardeceres de junio nos permitieron disfrutar cenas y caminatas hasta pasada la medianoche. Nos despedimos “Hasta Montevideo” porque en diciembre vendría a pasar Navidad y Año Nuevo en el verano uruguayo.

Los planes no resultaron, de modo que planificamos encontrarnos en Monze, en la granja de su familia, a poco más de trescientos treinta kilómetros de Lusaka, la capital de Zambia. Soñamos el viaje a través de largos mensajes de correo electrónico, de llamadas telefónicas que solemos tener cuando su compañía telefónica ofrece “el minuto” a Uruguay a un centavo de euro. Ella se encontraría con su familia, y yo descubriría uno de los rincones del mundo que más curiosidad me ha generado en los últimos años.

Tendría que viajar el próximo sábado desde San Pablo, pero a mi regreso de Estados Unidos, un mes atrás, Varig se fundió, dejando a decenas de miles de pasajeros varados en todos los aeropuertos del mundo, quitándome la posibilidad de concretar este pequeño sueño de sumergirme en el corazón mismo de África, de la mano de mi amiga inglesa, que vive en Viena, pero nacida en un pueblo del sur de Zambia. Otra vez será. Lo sé. Está escrito en mis más caros deseos que, tarde o temprano, cruzaré el Atlántico en la dirección contraria al sol para explorar esa tierra, esa gente, esa historia de familia, esa vida de jóvenes mujeres viudas que no se dejan vencer por el cruel destino que tienen marcado desde que nacieron.

Esta noche, ella está volando los cielos africanos hacia Lusaka, y mañana se reencontrará con la tierra en la que vio la luz, vivió su infancia y transcurrió su adolescencia; donde llegaron sus abuelos a finales de la primera década del siglo pasado después de recorrer más de dos mil kilómetros en travesía digna de ser contada en una película; donde está enterrada su madre; y donde una médica misionera holandesa hace feliz a su padre, entregándose a su familia, a su clínica y a las mujeres del lugar.