Los inviernos en el Río de la Plata son húmedos, ventosos y fríos. A pesar que las temperaturas generalmente son superiores a los tres o cuatro grados, la sensación térmica suele ser inferior debido a las corrientes polares de la Antártida. Es habitual que tengamos "veranillos" de varios días (el más famoso es el de San Juan, que se produce año a año alrededor del universal 24 de junio) durante el cual abandonamos abrigos, botas, bufandas y guantes, para vestir en "mangas de camisa". El cuadro se completa con calefacciones que siguen funcionando como si nada hubiese cambiado en el exterior durante esas picardías climáticas. Cuando el frío regresa, el calor nos ahoga en el interior de oficinas y casas, mientras que los pingüinos deambulan por las calles.
Con este panorama, la mitad más uno de los rioplatenses, nos resfriamos. Cada cual a su estilo, claro. Asmas, bronquitis, gripes, sinuistis, anginas, catarros, llenan las consultas médicas y las salas de urgencia de los hospitales.
Como no podía ser de otra manera, "caí" en la estadística. Mi estilo, original. Esta vez mi punto débil resultaron ser mis oídos. En concreto: he debutado con la sordera. Desde el viernes no escucho nada del lado derecho, y apenas a medias del izquierdo. Lo poco que llego a percibir, me retumba. Esta sensación molesta se agrava con que el oído también tiene que ver con el equilibrio, por lo que, además de estar "casi" sorda, de padecer la alteración de los pocos sonidos que llegan a mi cerebro, ando como boya en mar de tormenta, tambaleándome como borracha.
Sí, ya lo sé, "esto" se me irá en unos días, cuando el cuadro gripal cumpla su sagrado y biológico ciclo de siete días. O, según el pronóstico de los más optimistas, una semana. Con cama, cariño y cognac, mejor. Aunque las tres "C" solamente corran para los dichosos que puedan abandonar sus actividades externas al hogar (bueno, peor es no tener una caricia, y más grave, no disponer de una buena botella de tan noble bebida espirituosa).
Pero no es este el tema que me preocupa (al menos hoy).
Más de una vez he dedicado largas horas meditando sobre qué sería de mi vida si un buen día no viese más. Después de darle mil vueltas al asunto, siempre he concluído en que necesitaría alguien que me leyese. La falta de visión nunca borraría de mi memoria los colores, los rostros, los paisajes. Y me tranquilicé.
Sin embargo, jamás había analizado mi vida sin oír. Hasta ahora. En este largo fin de semana de sordera, comprendí que soy una mujer que, a pesar de adorar la soledad y silencio, necesito sonidos para vivir. Las voces queridas, el canto de mi hija, el silbido del viento en las copas de los árboles, el murmullo del mar, los truenos que suceden a los relámpagos, la melodía de la lluvia al acariciar los cristales, Bach, Aldi Meola, Caetano, Chopin, el sonido del silencio...
Comprendí que no me resultaría tan fácil recrearlos en mi memoria. Y sentí miedo.
Me pregunté, entonces, si no sería preferible no haber conocido nunca los sonidos.
Inmediatamente sonreí. La respuesta llegó con la imagen de un hombre a quién amé.
Comprendí entonces que, a pesar del dolor que genera perder algo maravilloso, siempre es preferible haber tenido el privilegio de disfrutar los milagros. Y brindé con cognac.