lunes, julio 03, 2006

El implacable



Tal vez a los demás les suceda lo mismo, pero a mí el tiempo nunca me alcanza. Si mi tía Delia viviese, me diría que eso se debe a que pretendo hacer muchas cosas o a que no establezco prioridades. Es decir, aquello más viejo que el rencor “El que mucho abarca, poco aprieta”. Tal vez sea realmente así. Pero lo cierto es que llego a la noche sin haber hecho la mitad de las cosas que tenía planeadas.

Y no es porque me olvide de ellas (aunque, justo es confesar, mi memoria ya no funciona como antes) ya que, conociendo mis limitaciones, vivo haciendo listas y listitas, dejándome esquelas y cartelitos por toda la casa y en mi cartera, de mis tareas pendientes. Pero de nada sirven. Nunca puedo lograr tachar todos los ítems. Así que, al comprobar que los “debe” siguen siendo un montón, escribo una nueva lista. Al terminar la semana, compruebo que hice al menos cinco listas y que de nada sirvieron.

De pronto, caigo en la cuenta que sacaron de cartel las películas que quería ver, la pila de libros en mi mesa de noche se desmorona, mis amigos me reclaman encuentros desde hace un mes, no visité a mis padres en semanas, no me hice los sagrados pap y mamografía anuales, no le mandé la postal de cumpleaños a mi amiga que vive en Oviedo, no pedí cita con el odontólogo, no me depilé las piernas, olvidé pagar la cuenta de teléfono y no hay pasta de dientes en el baño.

Cuando era joven no se me pasaba jamás un estreno que me interesaba (y eso que en aquella época había varios por semana), me leía todo lo nuevo además de los clásicos, estudiaba, trabajaba unas cuantas horas diarias, iba a la peluquería una vez por semana, veía a mis amigos, dormía siestas los fines de semana, visitaba a mis tías con regularidad y tomaba vacaciones en las que realmente descansaba.

Una vez que fui madre, la división de géneros determinó mis prioridades (algo que puede comprender mucho después, cuando las cartas estaban echadas). Y como no tenía más remedio que trabajar para vivir (léase: comer, pagar cuentas, etc.) pues mi marido de entonces era muy revolucionario pero, de la casa para adentro el más machista de los mortales, mis días se repartían entre las sagradas ocho horas en las que me ganaba el pan con el sudor de mi frente, el cuidado de mis niños, la atención de mi casa, las tareas inherentes a mi sexo y las horas con el padre de mis criaturas (mi actual “primer ex esposo”). Tenía tan organizada y cronometrada mi existencia que a las nueve de la noche mis niños ya estaban bañados, cenados y durmiendo plácidamente. Ahí comenzaba la fiesta con el que durante muchos años supo ser el hombre de mi vida. Comíamos tranquilos, conversábamos de nuestros respectivos días, soñábamos, y luego, llegaba el postre, que era nada más ni nada menos que el abrazo. Una vez por semana íbamos al cine o al teatro (mi suegra, que merece un capítulo propio, siempre fue una mujer con la que pudimos contar para lo que quisiéramos), y los sábados nos reuníamos con amigos que, en su mayoría, tenían hijos. Así era que las tertulias con nuestros congéneres se parecían a un parque infantil repleto de niños que nos caminaban por encima, mamaderas entibiándose al baño maría (los microondas aún eran artículos de lujo en el sur del mundo), purés de frutas y verduras, cambios de pañales, juguetes desparramados por toda la casa, y algún que otro intento de asesinato (confesado en este preciso momento, Señor Juez) de una de esas criaturas cuyos padres eran incapaces de poner límites y convertían las veladas en eventos insoportables. De más está decir que la cena de “adultos” siempre se enfriaba, que comíamos poco porque estábamos extenuados, y que, el vino, más que saboreado, era bebido en cantidades cercanas a los hectolitros con el único fin de olvidar el mal rato vivido. Pero, era mi mundo conocido. Cuestionado pero aceptado. Una etapa que debía transitar en ese arte que es vivir.

Los años pasaron, me divorcié de ese señor y mi existencia toda se desmoronó para adquirir un nuevo orden. Ni mejor ni peor. Diferente. Retomé la lectura que había dejado de ser ritual diario desde el mismo instante en que ingresé al hospital para dar a luz a mi primera hija. En mis tiempos de mujer casada con el padre de mis hijos solamente leía periódicos y semanarios, algún que otro manual de cuidados infantiles (el Dr. Spock era el ídolo de las madres de aquella época), mi biblia Piaget, y los libros que alguna amiga consciente de mi naufragio me regalaba en cada cumpleaños y Navidad. Cada tanto, un libro de mi profesión llegaba a mis manos (después de comprarlo con malabarismos económicos en el presupuesto familiar) y lo leía en el autobús rumbo al trabajo, o en el baño escuchando a mis hijos llamar con voces desesperadas “Mami” detrás de la puerta cerrada con cinco llaves.

Comprobé que los hombres son unos consumidores compulsivos de horas femeninas, además de comida que alimenta el cuerpo. De modo que comenzó a sobrarme tiempo. Después que lloré lo que correspondía al padre de mis hijos, salía al cine varias veces por semana, leía como una demente y empecé a ver a mis amigos en bares, restaurantes y cafés, sin hijos, con lo que recuperé buena parte de la muchacha que había sido antes de enamorarme del señor que, como la mayoría de los representantes del sexo masculino en situaciones similares, ya se había encontrado una nueva mujer con la que compartir sus días.

Cuando quise darme cuenta, el que fue mi segundo marido ya andaba en mi vida. Eso sí, nada de cocinarle, nada de plancharle camisas, ni coserle botones. Si quería comer, que viniese con cocinera. Y lo de las tareas inherentes a mi sexo, era pasado en mi vida. Otro nuevo orden se estableció en mis días. Y lo acepté con esa tranquilidad que solamente se siente frente a las cosas buenas de la vida, las que enriquecen, las que hacen crecer e, incluso, (vaya confesión) ser feliz. Con él cociné poco y nada. Solamente lo hacía para agasajarlo y me lo agradecía de corazón. Los dos habíamos cometido muchos errores en nuestros pasados y el mayor había sido dedicar tiempo a asuntos urgentes relegando lo importante. No sé cómo nos alcanzaba la semana para dedicarnos a nuestros trabajos, a los hijos que cada uno traía del matrimonio anterior, leer, salir a cenar, viajar, ver cine, y, por supuesto, el postre de cada noche (o mañana, o siesta).

Cuando nos separamos (por motivos que no vienen al caso) mis hijos ya estaban bastante creciditos, digamos que cursando esa etapa maravillosa que es la adolescencia. Época en la que los padres pasamos a ser los contrincantes de sus batallas existenciales y testigos de sus primeros dolores de amor. Requerían un tiempo diferente. Tal vez seguía siendo madre full time, pero, al menos cambié mi lugar de acción. Excursiones a los centros comerciales en busca de “esa falda” o “ese CD” que eran más difíciles de encontrar que las lombrices o caracoles para los experimentos escolares, e idas y regresos a fiestas en las que me sentía una chofer. La casa comenzó a llenarse de seres desconocidos que invadían mi sala y vaciaban mi freezer, revolvían mis cajones y desordenaban todo lo que encontraban a su paso. Así y todo, me daba el tiempo para todo. Trabajaba más de la cuenta pues el padre de mis hijos se encargó de demostrar que de revolucionario no tenía ni medio pelo, ya que la pensión alimenticia siempre llegaba con retraso-cuando llegaba-transformándose en un hombre tan común que me asombraba cada día más de haber estado enamorada tanto tiempo de él. Pero también leía, salía con amigos, me peleaba con el padre de mis hijos, cuidaba mis plantas y veía cine y teatro. Y, por supuesto, me fui haciendo una experta en conseguir becas de perfeccionamiento en mi profesión para sostener mi adicción a los viajes.

La computadora ya había entrado en mi vida con la ayuda de mis hijos y de mi segundo ex marido, convirtiéndose en una aliada fundamental para escribir mis los trabajos de mi profesión sin los cuales jamás podría haber accedido a las ayudas económicas para viajar. Con la computadora llegó Internet y mi mundo fue ampliándose cada vez más. Mis días parecían entonces de cuarenta horas. Mi trabajo, mis hijos, mi casa, mis libros, mis viajes, mis amigos de aquí y allá, mi cine, mis plantas, mis “galanes”, todo entraba en mi vida.

De a poco, y sin darme cuenta, comenzó a faltarme tiempo. No sé si mis días se acortaron, mis ocupaciones acrecentaron, o mi velocidad fue disminuyendo. Lo cierto es que me sentí víctima de un conjuro. Algo así como si la teoría de la relatividad con su contracción del tiempo estuviese invadiendo mi existencia. Siempre me habían dicho que era imposible entender cómo podía hacer tantas cosas. Pues bien, eso se terminó. Y parecería ser que ese será el nuevo orden de las cosas. Tal vez sea la edad. Quizás sea que me he vuelto una persona normal. Vaya yo a saber.

Ahora debo hacer malabares con mis jornadas para salir a trabajar, ir al cine, leer todo lo que quiero, ver a mis amigos, encontrarle un sitio a “aquel” y ver a mis progenitores. Para colmo, se me ha ocurrido tener este blog…La verdad es que ahora soy yo quién me pregunto cómo es que hacen los que tienen niños pequeños, trabajan doce horas por día, ven a sus parejas, se reúnen con amigos, pagan sus cuentas, leen casi todo lo que se publica, están al día con los estrenos de cine (y repasan los viejos títulos) y además, no solamente leen blogs de otros (y hacen comentarios sobre sus publicaciones) sino que escriben a diario en sus blogs!

Como me temo que no tengo el contra-conjuro para esta hechicería de la que he sido víctima (Algo habrás hecho, Laurita, me diría Martita, allá en Vigo) he decidido hacer cambios cualitativos en mi vida. Me compraré todos los billetes de lotería que pueda, tal vez me convierta en millonaria y pueda dejar mi trabajo con el maldito arquitecto (poniéndole fin, al mismo tiempo, a dos problemas). También me buscaré un marido rico con el que pueda viajar más y trabajar menos, convirtiéndome (tal como me lo recomendó ene veces mi Tía Delia) en una mujer de “las de antes”, aquellas féminas a las que les importaba un reverendo pepino la independencia económica. Contaré los días que faltan para que mis hijos se gradúen de la universidad y me mantengan, como corresponde, después de más de dos décadas dedicadas al maravilloso arte de la maternidad...

Mientras tanto, me dedicaré a lo importante. Lo urgente, pese a lo que significa según el diccionario de la RAE, podrá esperar.

Y termino acá porque, de lo contrario, no llegaré en hora al estudio, y siendo lunes no quiero agregarle al arquitecto nada que agudice su cara agria de mal fin de semana.