domingo, junio 18, 2006

Regreso




Recién después de haber estado veinticuatro horas en mi país, me he dado cuenta que siempre estuvo nublado y que, en consecuencia, el otoño se está despidiendo con sus típicas galas. Hace frío, sobre todo si comparo la temperatura con la que había (y debe seguir habiendo) en Oxford, Denver, Boulder y Washington, ciudades donde he pasado las dos últimas semanas.

Hace apenas cuatro días, Boulder me recibió con cuarenta grados, transformando el aire en irrespirable aún en las montañas a cuatro mil metros sobre el nivel del mar. El clima convirtió en un sacrificio recorrer esa ciudad universitaria distante 20 millas de Denver. Por suerte, descubrirla fue un placer, a pesar del sofocante calor. Al pie de las montañas aloja el campus más grande de la Universidad de Colorado (con sus tres Premios Nóbel de Física). Da gusto tanta limpieza. Pero, fundamentalmente, el respeto que profesan sus pobladores hacia todo credo, género, raza, nacionalidad y opción sexual, actitud frente a la que cualquier humano que se digne de tal, debería quitarse el sombrero. La belleza salta a los ojos. El centro con su maravillosa y cuidada calle peatonal, el campus en el que nunca dejan de construirse nuevos edificios, los bosques en las montañas repletos de árboles (el más famoso es el aspen, que viste de dorado el otoño), el cañón y las ciudades cercanas. La brisa, recién comenzó a soplar al atardecer, mientras en una casa de uruguayos (de los tantos que la crisis económica, cuatro años atrás, desparramó por el mundo) el perfume de la carne asada inundaba el aire, invitándonos a cenar en el jardín, y extendiendo hasta tarde la sobremesa conversando de la vida, del paisito y de la nueva vida emprendida por los dueños de casa.

Pasé dos días en Boulder antes de dejar el estado de Colorado, y es justo reconocer que es un lugar para vivir.

Tomé el avión hacia Washington con catorce kilogramos de exceso de equipaje (los libros son el peor enemigo del viajero) que, afortunadamente no me cobraron ya que la empleada de United se distrajo preguntándome en qué sitio del mapa quedaba Uruguay.

A pesar del sueño (tomé el vuelo de las seis mañana, o el “red eyes flight”) no dormí. Las tres largas horas de avión se me fueron “volando”, recordando las palabras de la uruguaya con quién venía de estar. El destino quiso que fuese una de las sobrevivientes de Katrina. Lo perdió todo, menos la vida y las fotografías que se llevó al escapar de New Orleáns. Cuando regresó, un mes y medio después, se estremeció al ver la cruz dibujada en la puerta de su casa (ubicada a un par de cuadras de unos de los diques destrozados) en la que se indicaba 0/0 (que significaba “cero humano muerto /cero animal muerto). Ese cero éramos nosotros me dijo, y se le llenaron los ojos de lágrimas. Estaban también anotada la fecha de la inspección (24 de setiembre, casi un mes después de Katrina) y las iniciales de quién inspeccionó. Su hogar estuvo un mes bajo agua. Milagrosamente, se salvaron los juguetes Lego de su hijo, sus joyas (el oro, chicas, es lo más maravilloso del mundo), los imanes de la heladera y el cheque por cincuenta dólares que sujetaban. Lo demás, se deshacía al contacto de los dedos. Desde el cuero de los zapatos y la madera de los muebles, hasta las cuerdas de la guitarra. Tiene una nueva vida, en Boulder, Colorado. Aún se emociona al recordar la solidaridad con la que fue recibida. Las colectas que organizaron los niños en las escuelas, rompiendo sus chanchitas. Los regalos de los habitantes de esa ciudad universitaria (sábanas, ropa, dinero en efectivo, sillas, almohadas, platos). La ayuda de la Cruz Roja y de algunas empresas (la del seguro de su coche, y tantas otras). Todavía duerme en un colchón en el suelo. La compra de la cama espera tiempos mejores. Prefirió armarle el dormitorio nuevo a su pequeño hijo de diez años que solamente recuperó sus Legos y que luce con orgullo una remera que dice “Katrina´s Survivor”.

Llegué a Washington a las once de la mañana. Las maletas quedaron en el aeropuerto a la espera de mi vuelo de la noche a Montevideo, y yo me dirigí al Mall a cumplir con mi único propósito en la capital de EUA: visitar el Memorial del Holocausto. Tres horas recorriendo la memoria del horror. La casa de Daniel, las diferentes salas y la exposición permanente. No hay palabras que puedan describir los cuatro pisos de dolor, tortura y muerte. El silencio de los cientos de visitantes de todas las edades que recorrían el Memorial al mismo tiempo que yo, me acompañará para siempre. Recordar para que Nunca más, es lo único que pude decir para mis adentros al salir del museo, cuando el sol de las cinco de la tarde enceguecía mis ojos húmedos, y el nudo de mi garganta no me permitió tragar agua hasta transcurrida más de una hora.

Caminé el Mall hasta el Memorial a Lincoln, observando los patos en el gran estanque, las familias paseando por la historia de EUA y los niños corriendo por los parques. Al final del recorrido, el Memorial de la Segunda Guerra Mundial con las estatuas de los soldados en el campo de batalla, y todos los nombres de los caídos en Vietnam grabados en varios metros de pared de mármol, en los que cada visitante norteamericano busca un amigo, un hermano, un padre, un hijo, un marido, un novio…

Mis pasos me llevaron al monumento a Simón Bolívar y, una cuadra más allá a la estatua de General José Gervasio Artigas, héroe de mi país, que queriendo las “Provincias Unidas del Río de la Plata”, murió acompañado únicamente por su fiel amigo Ansina, exiliado en Paraguay…

Once horas de avión me regresaron a Montevideo. Los rostros queridos que distinguí entre la multitud que aguardaba a los viajeros en el aeropuerto, los abrazos, los nunca olvidados perfumes y texturas de pieles, volver a casa, abrir las maletas, almorzar en familia, brindar con un buen vino uruguayo, y, entre conversaciones de allá y aquí, la noche de finales del otoño fue cayendo sobre la ciudad.

En las maletas queda poca cosa. Apenas algún regalo esperando ser entregado. El alma sí está repleta. Todo lo vivido, todo lo sentido, cada persona, cada lugar, desbordan ese sitio de mi humana existencia en el que suelo ubicar los sentimientos.

Demoraré unos cuantos días en realizar el verdadero aterrizaje. Las diferencias horarias y climáticas, los contrastes, los recuerdos, el reencuentro con mis seres queridos y el impostergable choque con mi hostil realidad laboral se irán entremezclando a medida que las horas transcurran. Los rostros, las expresiones, las palabras de los uruguayos desparramados por el norte del mundo, irán y vendrán en mi memoria una y mil veces. Dicen que ya no tienen patria. O que tienen dos. Sus hijos casi no pronuncian palabras en castellano, y si lo hacen, conjugan mal los verbos y olvidan adjetivos. Preguntan cada vez menos sobre este rincón del mundo que dejaron cuatro, cinco o seis años atrás. Las maletas, guardadas en el desván, ya no esperan con ansiedad el regreso al paisito.

El mundo es ancho, pero no me es ajeno. Cada pedacito de geografía puede ser nuestra casa. Las decisiones las toman nuestros gobiernos por nosotros, y unos cuantos que aún pueden elegir, se van de aquí. Como lo hicieron nuestros padres o abuelos, al dejar atrás España, Italia, Alemania o Francia, escapando del hambre, de las persecuciones políticas, del nazismo.

Cuando se sale de un país como éste, tierra de migrantes, otrora “Suiza de América”, hoy devastada por sucesivas crisis económicas y de valores, donde reina el subdesarrollo mental por sobre cualquier otro, es imposible regresar sin cuestionarse Qué es realmente “la patria”.

Y si no seré yo, la próxima uruguaya que, cargando las reglamentarias dos maletas de veinte kilos, y el recuerdo del perfume del puerto cuando anuncia temporal, una tarde de estas, cierre las puertas de mi casa, y sin mirar atrás, queme las naves.