Después de un golpe tan inmenso como es la muerte de un ser querido, un alto en el camino parece ser una necesidad. No es algo que uno busque o planifique. Simplemente sucede. Durante un tiempo, imposible de determinar o predecir, todo parece detenerse. Sin darnos cuenta, y a pesar que sigamos realizando nuestras habituales actividades, nada continúa. Quedamos encerramos dentro de nosotros mismos, no sintiéndonos parte del mundo exterior, que nos rodea y envuelve, pero del que no nos sentimos ser parte.
Nos acompaña el dolor, la pena, las preguntas mil veces formuladas, y siempre sin respuesta. La repetición en la memoria de las circunstancias que rodearon al acontecimiento, el recuerdo de las horas previas a recibir la noticia, los detalles desenterrados del olvido que nos permiten reconstruir las circunstancias con lujo de detalles, esos elementos de dimensiones imperceptibles, a los que habitualmente no prestamos atención ya sea por ser físicamente mínimos o por formar parte de nuestra cotidianeidad, pero que de pronto, y para siempre, se hacen visibles.
Asociaremos la muerte a aquellos detalles que rodearon el momento en que recibimos la noticia. Un perfume que nos agradaba, una música que nos deleitaba, el sabor de una comida que era de nuestra preferencia, la persona con quién estábamos, cierto lugar, una precisa estación del año, el olor y la consistencia que poseía esa tarde, o mañana, o noche, la ropa que vestíamos, el libro que leíamos, el programa de televisión que veíamos, la calle en la que transitábamos, el cuarto de nuestra casa en el que nos encontrábamos, el ciclo que atravesaba la luna, el color del cielo, el brillo del sol, la forma de las nubes, los ladridos de los perros, el sonido del viento, la textura de la brisa, todo se enlazará con la noticia de la persona que ha muerto. Tan fuerte puede ser esa unión, que hay quiénes nunca más se desprenderán de esa trenza, abandonando ciertas comidas, músicas, ropas e incluso no querrán ir más a ciertas lugares o estar con algunas personas.
Hay un antes y un después. Más que un punto de inflexión, en el medio se produce un paréntesis en el que no sabemos a ciencia cierta cuánto tiempo nos atrapará. Menos aún, qué será de nosotros cuando seamos liberados, o salgamos de él.
Cuando la muerte se produce de una forma tan injusta, al darse en una mujer joven que cuidaba su salud y la de la niña que llevaba en sus entrañas, en pleno siglo XXI, y en un país que, a pesar de ser “en desarrollo” se jacta de poseer los mejores índices sanitarios de la región, algunos incluso equiparables a los del primer mundo, los cuestionamientos son aún mayores. Se inician en lo estrictamente personal y afectivo, llegando a lo colectivo y social, atravesando una gama inmensa de análisis. La fragilidad de la vida, lo efímero de la existencia, las decisiones humanas, la impunidad del ejercicio de la medicina, la incompetencia en las estructuras sanitarias, la deshumanización de las políticas de los estados.
Llega, indefectiblemente, el cuestionamiento religioso o filosófico acerca de la muerte como el final de todo, o sobre la posibilidad de otra existencia más allá de ésta. El silencio con que normalmente cubrimos nuestra idea o sentir acerca de la muerte. El no compartir nuestros solitarios pensamientos, o las cien maneras con las que espantamos de nuestra cabeza cuando aparecen, sin aviso, una tarde cualquiera mientras trabajamos o una noche antes de dormirnos, al apenas apagar la luz. El temor, pocas veces confesado, que sentimos al apenas imaginar nuestra propia muerte. No sentiremos más, no pensaremos más, no existiremos, no respiraremos. Y en lugar de no angustiarnos porque no seremos más, nos descarrillamos frente a la posibilidad de perder lo que significar ser. Nuestra incapacidad de hablar de la posibilidad de perder a nuestros seres queridos, los más cercanos a nuestro corazón. La impotencia frente al dolor del prójimo. Las palabras que no tiene sentido pronunciar, al no calmar la pena, propia o ajena. La mano que tomamos con energía o el abrazo que entregamos a los deudos con quiénes nos une un vínculo afectivo fuerte. Las lágrimas de los demás que no somos capaces de secar, y que, por el contrario, humedecen nuestros ojos, o nos hacen uno y diez nudos en la garganta. Aún cuando somos fuertes, o intentamos serlo, el sufrimiento ajeno frente a la muerte de un ser querido, de todas formas, nos atrapa, nos encierra, nos sacude. La tristeza única e indescriptible, pocas veces o nunca compartida, cuando somos asaltados por imágenes de un ser querido, ayer sonriendo, cantando, caminando, conversando, ahora en un cajón, solo, oscuro, encerrado, helado, congelado, presa de la desintegración natural, invadido por bacterias más asesinas que la propia muerte, mañana huesos, sin rastro alguno ni de la ropa con que lo vistieron en su último viaje. El consuelo que es preferible convertirse en cenizas que, voladas al viento, se esparcen en el mundo en el que un día vivió. Así, nos quedamos con la mágica fantasía, la de que cualquier partícula de aire puede llegar a ser esa persona. Nos tranquilizamos. Necesitamos algo de lo que aferrarnos frente a la imposibilidad racional de hacernos la idea de la desaparición total, absoluta, definitiva.
El olvido, tarde o temprano llega. Para eso tampoco tenemos consuelo. No tengo consuelo. Aquella persona que un día formó parte de nosotros, compartió nuestra mesa, nuestra cama, nuestra casa, el trabajo, la cocina, la ducha, la alegría, la pena, la charla amena, la tristeza, los buenos ratos, las instancias difíciles, de a poco se irá esfumando de este mundo. Unos tardarán más, otros menos, en sepultarla en la memoria. Pero el olvido, inevitablemente aparecerá. Quedarán, durante un tiempo imposible de determinar, pero siempre demasiado breve en relación a lo que ese ser significó para nosotros, las palabras que pronunció, las imágenes de momentos compartidos, la sensación de la piel cuando la abrazábamos, besábamos, o tomábamos su mano, la forma como caminaba, las arrugas de su rostro cuando se reía o se enojaba. Incluso, retazos de recuerdos que nunca creíamos evocaríamos, llegarán para decirnos que una vez vivió, que estuvo cerca nuestro, que formó parte de nuestra existencia, que estuvo. Más después, la nebulosa se apoderará de las imágenes, los sonidos, los perfumes, las sensaciones, hasta atraparlas y devorarlas, para siempre.
Los que seguimos vivos no seremos conscientes del proceso hasta que éste llegue a su fin. Hasta que un día nos demos cuenta que es posible respirar sin que nuestros pulmones opongan resistencia, caminar sin que nos pesen las piernas, latir el corazón sin sentir el bong-bong, comer sin hacer esfuerzo para que el alimento pase nuestra garganta, dormir sin evocar, peinarnos sin que nos duela el cabello, reír sin culpa, disfrutar sin recordar, recordar sin pena.
Entonces, nuestros muertos queridos, serán los vivos de nuestro corazón. Aparecerán sin aviso. Sin ser evocados, vendrán. Pero, y sobre todo, sin pena. Como instantáneas unas veces, como cuadros de una película otras, se acomodarán en nuestras conversaciones, entrarán en éste o aquél instante, nos acompañarán en un paseo, caminarán a nuestro lado, se sentarán con nosotros, nos harán sonreír, e incluso derramar una lágrima, sin sofocarnos ni ahogarnos.
Más de la experiencia que de los que saben de la mente humana, aprendimos que el único dolor infinito es el de la muerte de un hijo, porque es como si nos arrancaran un órgano vital, un pedazo de entraña, sin los que podemos seguir viviendo, pero que en cada instante nos anunciará que no los tenemos. La vida, es sabido, no está hecha para que enterremos a nuestros hijos. Es antinatural. No es ley biológica ni humana, y de ahí la imposibilidad de reponerse a ello.
Sin embargo, de todas las demás muertes, en tiempos tan distintos como las propias diferencias entre los humanos, salimos adelante. No seguimos ni continuamos. Ahí radica la diferencia. Salimos adelante. A nuestro aire, con nuestros individuales recursos, respondiendo a nuestra historia, nuestra concepción religiosa, las fuerzas que, estando en nuestro interior, hasta entonces eran desconocidas. Eso es lo que, normalmente, sucede. Aunque, las excepciones existen y suelen descalabrarnos, partirnos el corazón, generarnos una piedad y una compasión infinita, por esa pena que no abandona al deudo, de la que es presa, de la que no puede liberarse. Por lo demás, la mayoría sigue viviendo.
Quién queda solo, frío, encerrado en la oscuridad, es el que se va. Ese dolor, no el de uno al perder a alguien querido, el egoísta, sino del que el otro, el del que una vez fue, y que ya no es, ni será, nunca jamás, es el más difícil de ausentar de nuestro corazón. Todo lo que esa persona fue se irá con su muerte, y por más esfuerzo que hagamos en mantener vivo el recuerdo, jamás será más que intento. Lo que realmente fue, su esencia, desaparecerá con la vida que le fue arrebatada. Podremos reconstruir su historia, sus sentimientos, sus pensamientos, pero jamás lo lograremos plenamente. La riqueza, única e irrepetible de su verdadera identidad, habrá desaparecido para siempre.
Recorreremos el tiempo compartido, desempolvaremos imágenes de los laberintos de la memoria, buscaremos cartas, esquelas, fotografías, queriendo bebérnoslas de un único sorbo, retornarlas completamente en nosotros, atraparlas con fuerza para que nunca se escapen, pero perderemos esa y todas las batallas que libremos en aras de conseguirlo. La guerra, lo sabemos, dolorosamente lo sabemos, la gana siempre la vida de los que quedamos. Las excepciones, también aprendimos, que son excepciones. Casos aislados. Pocas vidas se detienen para siempre con la muerte de otros. Pocos son los que siguen acá solamente con sus cuerpos, pues se dejan llevar hacia ese sitio en el que sus muertos queridos habitan. Vaya a saber dónde es. Pero lo que si sabemos es que es un sitio del que los vivos pueden no regresar nunca. E incluso, aún sin matarse ni suicidarse técnica hablando, pueden dejarse ir, permitiendo que su cuerpo, un buen día, deje de estar aquí. Esas circunstancias, suelen hacernos cuestionar nuestra salvación, nuestro seguir viviendo. Sobre si nuestra recuperación no habrá sido prematura, egoísta, resultado o consecuencia de un afecto débil y frágil hacia quién murió. Sobrevivir a alguien querido siempre produce culpa. Olvidarlo, o permitir que el tiempo haga su tarea, suele generar más culpa aún. Muchas veces decimos que debimos haber muerto nosotros. Que era preferible eso a aceptar, o asumir, o acostumbrarse, a la ausencia del otro. Es que el dolor puede ser desgarrador. Preferible haber muerto, que sentir la desolación en la que quedamos tras el abandono del que se fue.
Lo cierto es que la vida sigue después de ese paréntesis que cada uno transita a su aire, como puede, como le sale, sufriendo, cuestionándose, penando la muerte de un ser querido. En general, es un tiempo de soledad, de recogimiento, de encuentro con nuestro interior, de conversaciones con nosotros mismos. Pero también, suele ser una instancia de charla con los demás, de abrazos de los otros, de manos extendidas en busca de las de nuestros cercanos.
Por eso, despedirnos de los muertos no se logra de un día para otro, sino que es un ciclo, o un proceso, que requiere de momentos íntimos y colectivos, que nos preparen, paso a paso, para el adiós. Las culturas ancestrales nos enseñan al respecto, y vaya que lo hacen. Pero parece ser que los que vivimos en el denominado mundo civilizado, avanzado, globalizado, nos olvidamos de eso. La muerte requiere ritos de los que nos hemos desprendido, probablemente por haber ido perdiendo toda posibilidad de enfrentarnos al dolor, de sufrirlo como emoción humana, como parte de nuestra existencia. Conscientes o no, los que pertenecemos a esta sociedad uruguaya, hemos perdido estos, como también otros, ritos. Quizás porque nuestra cultura es un crisol de otras; aunque esto no tiene que empobrecer sino que, por el contrario, debería enriquecernos. Qué otro tesoro puede desearse más que la humanización de nuestra vida, incluso, o sobre todo, frente a la muerte.
Morimos en hospitales, llenos de tubos que entran y salen por todos nuestros orificios, lejos de nuestros seres cercanos, enceguecidos por potentes luces, aturdidos por sonidos insoportables y agresivos, de máquinas, voces de personas desconocidas, alejados del calor de una mano querida, del beso de labios cariñosos. O morimos en casas de “salud”, separados de lo que una vez fue nuestra cotidianeidad. No queremos tener a los enfermos en nuestra casa. No sabemos qué hacer con ellos. Nos excusamos en que no tenemos los conocimientos para atenderlos, el espacio para alojarlos, el tiempo para dedicarles. Argumentamos que no es bueno para los niños de la familia, que no es sano para los jóvenes, que no es recomendable para la cotidianeidad de un hogar, permitir al moribundo despedirse de la vida rodeado de sus seres queridos. Entonces, frente al mínimo signo de enfermedad, llamamos a la ambulancia y, si la enfermedad es seria, aún en personas mayores que han completado con creces, el ciclo de su vida, nos los sacamos de encima, depositándolos en una cama de hospital o de una clínica “de salud”.
Lo dicen los que trabajan en hospitales. Nadie lo niega. Enfermos terminales ocupando camas de hospitales que deberían estar disponibles para recibir personas con posibilidad de recuperarse. El sistema es cruel, suele decirse. La gente no quiere a los moribundos en sus casas, los médicos no saben cómo negarse a recibirlos en el hospital, las autoridades sanitarias se quejan, discuten, pero nada hacen para cambiar la realidad. El ciclo se retroalimenta. Todos terminamos siendo víctimas y victimarios de una cultura deshumanizada. Pero ninguno actúa para cortar el diabólico espiral, que al final se cierra, atrapándonos.
Los velorios se realizan en locales fríos, impersonales, deshumanizados también. Si es que se realizan. Porque cada vez, el velorio en nuestra cultura, tiende a desaparecer, o dura tan poco que es como si no existiera. Los ritos agonizan. Claro que duele velar a un ser querido, pero es, sin duda, una etapa de la despedida. Llorar lo que uno desea llorar, enojarse lo que uno necesita, hablar lo que uno precisa, quedarse en silencio junto al cuerpo del que un día estuvo vivo, abrazar o ser abrazado, tomar o entregar nuestra mano, iniciar el difícil pero natural proceso del adiós. De sepultar más en nuestro interior que en una tumba, a nuestro muerto. La gente yendo y viniendo, cada uno, a su manera, con sus recuerdos, sentimientos, pensamientos, ayudándonos unos a otros, a reconstruir una vida, una historia, una individualidad, una despedida. La noche en vela, la anestesia producida por el dolor y el cansancio, el sueño, si es que llega, intermitente, y, al despertarnos, volver a tomar conciencia que la muerte del ser querido es un hecho tan real como la pena que nos invade. Luego, el oficio religioso, que otorga consuelo a los creyentes, o las palabras pronunciadas por un amigo o un familiar, rescatando lo que nos dejó el que se fue, memoria construida con la ayuda de todos, que nos prepara para el siguiente paso, el entierro. Ese instante en que formamos parte del último contacto físico con el muerto. El silencio del cementerio apenas interrumpido por el sonido seco de los pasos arrastrándose, lentamente, sobre el cemento de los caminos, las flores que arrojamos sobre el cajón que esconderá, para siempre, al ser querido. El regreso a casa, a veces en soledad, otras en compañía, en un recorrido por calles conocidas pero que quizás miramos por primera vez, sobre todo porque están repletas de personas que hacen sus actividades cotidianas, mientras nosotros, estamos detenidos, por el dolor, y en el tiempo. El cielo azul, como una burla para nuestra alma acongojada. Hubiéramos preferido una tarde gris, solidaria con las lágrimas que inundan nuestros ojos, o que permanecen atrapadas en nuestra garganta, como la voz furiosa que pide a gritos silenciosos, desde nuestro interior, que alguien venga a decirnos que todo es mentira, que no es verdad lo que sucedió. Llegar a nuestra casa, cambiarnos de ropa, hacer algo que debemos pero de lo que no somos conscientes. Dar vueltas, hablar o no, escuchar música o permanecer en silencio, pedir, aceptar o dar consuelo, o quedarnos solos. Tomar una taza de té, un vaso de leche tibia, o un whisky, o alcanzárselo a alguien. Atender al teléfono que, desconsiderado, alejado de toda realidad, suena insistentemente. O, desconectarlo sin siquiera querer escuchar los mensajes del contestador automático. Otros, por lo contrario, actuando como autómatas, para luego no recordar nada de lo que hicieron durante esas horas. Acostarnos y dormirnos, soñar sueños confusos, intermitentes, perdidos en el tiempo y el espacio, para despertarnos, la mañana siguiente, sabiendo que ya nada será igual. Retomar nuestras actividades, volver a trabajar, a hacer las compras, a subir al autobús, llevar nuestros niños a la escuela, sin que nadie sepa el dolor que nos invade, sin que nadie nos tenga piedad por nuestros descuidos, confusiones, olvidos, silencios, errores.
Primero fue un amigo cuando apenas teníamos dieciséis años, un accidente de moto. Su madre llorando sin consuelo. La sala de su casa, irreconocible, el profundo olor de tantas flores encerradas a lo largo de un día entero. Me enfrenté por vez primera, a la posibilidad de mi propia muerte. Luego, la muerte que me ocultaron y comunicaron varios días, de la única abuela que conocí. Más tarde la de un tío, cuyo recuerdo era tan vago como su personalidad casi imperceptible. Después llegó el primer golpe duro, mi único dolor egoísta. Fue un sábado de agosto. No sabía cómo haría para seguir viviendo sin el afecto y la compañía del amigo que me había abandonado, dejándome más sola que viva. Mi vergüenza frente al dolor de su esposa e hijos. Yo también lo quería. Cuánto y cómo. En menos de un año, dos amigos, jóvenes, buenos, merecedores de las mayores bendiciones de la vida, que, de todas formas, murieron. Cuando murió mi tía, mi querida tía, era casi media noche, y a pesar que la primavera ya se había instalado en el sur del mundo, sentí un frío glacial al salir a la calle para acercarme al hospital. Regresé a casa y dormí hasta la mañana siguiente. No sé porqué lo hice, pero así fue. Creo que no podía soportar una noche de espera, la de la hija que tenía que recorrer quinientos quilómetros para enterrar a su madre. La velamos muchas horas. En el cementerio, mi padre repartió flores para arrojar sobre el cajón. Inmediatamente después, me quebré. Mi padre, su hermano, me abrazó y me dijo, Fue una buena tía. Lloré desconsoladamente. La tarde era azul rabiosa, y me enojé con el clima. Necesité que lloviera, todo estuviese tan empapado como mis ojos, mis mejillas y mi pañuelo. Mi suegra murió una madrugada de enero, hace dos años. El timbre del teléfono a las cinco y media de la mañana anunció la noticia que ya esperaba. Ella se despidió de mí, los días previos. Nos conocíamos lo suficiente como para saber que ella quería irse, y que necesitaba que yo lo aceptase. Hubiese querido morir mirando sus árboles, pero la medicina la retuvo en una sala de hospital. La enterramos dos días después. Fue muy difícil para mí consolar a mis hijos, escondiendo mi dolor. Al final, yo no era más que la madre de sus únicos nietos. Su hijo se había vuelto a casar. Sé que nadie entendía mi pena. Como si yo no tuviese derecho a sentirla por formar parte del pasado de mi ex marido, su hijo. Creo que en ese momento me congelé. Tal vez recién en este instante, al escribir estas líneas, estoy sepultándola, en mi corazón. Y hace unos días fue Sandra. No hubo velorio. Dicen que alguna vez, vaya uno a saber cuándo, comentó que no lo quería. Por suerte, en el cementerio, una admirable y valiente amiga, pronunció unas palabras y pidió que rezáramos un Padre Nuestro, honor que le concedieron incluso los que no pisaban una iglesia desde la comunión. Aún no me despedí de ella.
Es que los duelos, rodeados de sus ritos, son imprescindibles. Eso lo sentí el jueves, al regresar del cementerio y tener que ir, casi inmediatamente, a trabajar, como si nada hubiese sucedido, como si la muerte de Sandra nunca hubiese sucedido, como si jamás hubiese vivido. Pensé que si, el lazo negro en el brazo, como signo de duelo, siguiera siendo costumbre en este país, yo no tendría que haber fingido estar bien frente a mis compañeros de trabajo, ni poner cara que la vida sigue, que no pasó nada, que the show must go on.
Porque no los tuve, necesité ritos por primera vez en mi vida. Imposible imaginar ritos de culturas ancestrales, pero sí contemporáneos, de sociedades cercanas. Los norteamericanos, tan criticados por su frivolidad y consumismo, demorar al menos un día el inicio del velorio. Se conceden veinticuatro horas de preparación. Buscan ropa negra o se la compran. Piden permisos para faltar a sus trabajos. Se reúnen con familiares o amigos para escribir unas palabras sobre el muerto querido, hablan con pastores, rabinos o sacerdotes. Luego del velorio, en una capilla que, aunque no sea religiosa, está repleta de signos de intimidad, de recogimiento, de afecto, se dirigen al cementerio, en el que, incluso, han ubicado sillas. No hay que escapar del cementerio. Todo está dispuesto para que cada uno se tome su tiempo, y a su propio tiempo, se despida. Más tarde, todos se reúnen, comen y beben, conversando, nuevamente, del que se fue. Hay quiénes encargan la comida a una empresa, pero la mayoría lo organizan entre todos, llevando unos una cosa, otros otra. Entre una ceremonia y otra, transcurren tres días. Es entonces cuando cada uno va incorporándose, nuevamente, a la vida sin el ser querido.
Necesité ritos que no hubo, tal vez por lo poco, o nada, que hablamos de la muerte, que termina sorprendiéndonos, más jóvenes o más viejos, más natural o más injustamente, en algún momento. Callar la muerte, silenciar nuestros temores, sentimientos y pensamientos al respeto, nos conduce por caminos que deshumanizan un acontecimiento natural de la vida, una instancia por la que todos pasaremos y haremos pasar a nuestros seres queridos. Si la muerte de Sandra fue injusta, su sepelio también lo fue. Merecía la ceremonia de la despedida. Puede sonar una tontería. Pero de ninguna manera lo es.
La noche del jueves, la imaginé sola en su tumba y deseé estar con ella, hablándole, contándole los recuerdos que iba evocando, uno a uno, sin proponérmelo, del tiempo que compartimos. Hubiese querido llevarle flores, y depositarlas una a una junto a su frío cuerpo, para que se fuera perfumada y rodeada de belleza. Pero claro, eso era imposible. Me quedé en casa, pensando. Algunos de mis sentimientos los he volcado en estas páginas. Nunca he sido buena para las despedidas, tal vez por eso necesito los ritos. Por eso creo que las personas queridas merecen ritos el día que se alejan para siempre de la vida, y de nosotros. Antes de comenzar a no ser más, antes del inevitable destino. Antes del olvido.
Ahora vivo el paréntesis, entre un antes y un después. No sé cómo me convenceré que una muerte tan injusta puede ser aceptada. No sé cómo haré el proceso despedida, el del inevitable adiós. No sé cuánto más removerá en mí la muerte de una mujer joven, de una buena mujer, de una mujer que merecía ser feliz y, sin embargo, fue extraída para siempre del mundo, para convertirla en un recuerdo que me esforzaré en mantener, pero consciente que seré victima y victimaria de las crueles leyes naturales, las que rigen la existencia de los seres humanos, las que anticipan el final que no es otra cosa que el olvido.
Siempre creí que sería suficiente con que, cuando muriese, arrojasen mis cenizas en Punta Ballena, hacia Portezuelo, mirando al poniente, a la hora en que el sol se despide, en ese mágico instante en que, alejándose del cielo, se esconde en el Atlántico. Sin embargo, ahora comprendo que mi egoísmo había tomado la decisión. Como ya no estaría, como ya no sería, no pensé en los demás. Es por eso que, si el día que muera me sobrevive alguien que me quiera, para que pueda comenzar a despedirse de mí, antes que mi cuerpo sin vida sea convertido en cenizas, permito que realice todos los ritos que necesite. Que me vele, que llame a un sacerdote, a un pastor, a un rabino o a un hada. Que hable, o que permanezca en silencio. Que me lleve flores o helechos frescos y verdes. Que me llore o que no me llore. Que coma y beba, en soledad o en compañía, en mi casa o donde sea. Que brinde por los buenos tiempos que compartimos, que maldiga los dolores que le causé, que me disculpe por ellos, que se permita perdonarse por alguna pena que pudo haberme causado. Que revise mis papeles, que lea mis cuadernos y mis cartas, que descubra mis secretos, que recorra mis álbumes de fotografías, que abra mis cajones, que desordene mis estantes, que desempolve mis libros y mis postales, que busque mis misterios y que, si los encuentra y si quiere, al descubrirlos, los converse, los celebre, los maldiga. Y que, finalmente, a su tiempo, con mis cenizas, recorra el camino hasta Punta Ballena, y entonces, si, con el sol redondo y anaranjado recostado en el horizonte, entregue a la brisa del mar, el polvo que quedará de lo que soy, lo único que entonces seré.