miércoles, mayo 17, 2006

Con los ojos bien abiertos


A veces, los laberintos de la memoria me acercan recuerdos de los que yo misma me asombro. Sucede que mis mecanismos de asociación de ideas son increíbles y fascinantes, a la vez que armas letales, ya que, en algunos casos, traen al presente eventos maravillosos de mi existencia, mientras que en otros, desentierran acontecimientos que sería conveniente, y hasta saludable, enterrar en el más profundo de los olvidos.

Lamentablemente, el problema no es tan sencillo como sugiere un amigo. Este fulano, se dedica a aconsejar actitudes imposibles de practicar ya que no dependen de nuestra voluntad sino que están muy determinadas por el inconsciente. Por ejemplo, este amigo pregona que los seres humanos deberíamos practicar la amnesia. Esto, con mi mayor respeto a fulano, no solamente es una tontería sino que, lo más importante, es técnicamente incorrecto.

Al grano. Ayer, en una de esas vueltas que realiza mi mente asociando ideas, me acordé de algunas experiencias fascinantes de mi vida. Todo empezó al pensar en uno de los bares más emblemáticos de Montevideo, el “Tabaré”, ubicado a una cuadra de la costa en Punta Carretas.

Comencé recordando una charla, siete años atrás, con el que fue mi segundo marido. No sé ni cómo, se me presentó la imagen de otro hombre, del que ni siquiera pude recordar su nombre. Un hombre digno de olvido. Y casi olvidado en cinco años, sino fuera porque ayer apareció en mi recuerdo. Y a partir de ese señor, recordé otros tres. Los cuatro tienen un elemento común. Fueron “citas a ciegas”.

Remontémonos en el tiempo. Mi primer cita a ciegas fue a mis dieciocho años. A una amiga no la dejaban salir sola con su novio, entonces yo, buena samaritana, como no tenía novio ni galán, acepté acompañarla. Su novio “llevaría” a un amigo para mí. El encuentro fue en una disco famosa de la época (antes se llamaban “boites” y no “discos”). El “candidato” resultó ser un muchacho buen mozo, un par de años mayor que yo, bien vestidito, perfumadito y super educado. Sin embargo, a los diez minutos de conversación (en aquella época se podía hablar y ser escuchado, algo que hoy es imposible en las disco), fue demostrado que ambos éramos incompatibles. No porque discrepáramos en algo específico, sino porque no funcionó y punto. Lo más increíble de la anécdota fue que nos dormimos los dos, sin darnos cuenta (al menos yo caí profundamente), en uno de los maravillosos sillones que decoraban una de las salas. Fuimos despertados, tres horas después, por mi amiga y su novio. Obviamente, nos habían descubierto antes, pero para no verse obligados a interrumpir su salida, no nos interrumpieron el sueño. Inolvidable fue la actitud del amigo del novio de mi amiga (mi “cita a ciegas”). El muchacho, se desvivió en darme mil disculpas porque no pudo “caerme bien” (en realidad, “no me cayó”). Pobre, me dio mucha pena acordarme de sus pedidos de disculpa. Cómo si la culpa hubiese sido de él…

Pasaron muchos años antes que sucediese la segunda. Fue veinticinco años después. Esto es, habiendo transcurrido un buen tiempo de mi segundo divorcio. Un par de amigas estaban preocupadas porque seguía encerrada. No lloraba mi a mi segundo ex, simplemente había “bajado la cortina”, dedicándome a otros menesteres más redituables que incursionar nuevamente en la “jungla”. Estar soltera (o divorciada) a los cuarenta años, no es un asunto simple. En general, los hombres “disponibles” son pocos, y no me parecía buen sistema salir en su “búsqueda” en pubs, disco, bares o similares. Menos aún en mi oficina, un centro comercial o el supermercado. Creía que, aunque una los busque, no los encuentra. Hasta entonces, los tipos que me han gustado aparecían “de la nada”, sin aviso, en los lugares más increíbles y en las circunstancias más insólitas. Pero mis amigas, me “empujaron al ruedo”, y yo, para demostrarles que nada bueno saldría de citas a ciega, acepté. Primero una, después dos, y finalmente tres.

La primera de la “segunda época” fue un super buen mozo abogado, de mi edad, exitoso, propietario de un Rover cero kilómetro y de un yate como para desmayarse, y con dos divorcios en su historia. Es decir: bonito, rico y disponible. La pena fue que no hacía otra cosa que trabajar y navegar. Nada de cine, nada de teatro, nada de nada. Como si esto fuera poco, el buen hombre era un tanto hipocondríaco y maníaco obsesivo. No tiene sentido explicar sus manías y obsesiones, todas domésticas. Me compadecí y solidaricé con sus ex esposas. ¡Pobrecitas!. De todas formas, era un hombre bastante alegre, y, a pesar que no congeniamos en absoluto como hombre y mujer, nos seguimos viendo a lo largo del tiempo durante unos años, para tomar una copa y conversar. Hace ya varios años que no sé nada de él.

La segunda fue con el del bar “Tabaré”. No era feo, pero en cuanto lo vi, se me cayó el alma a los pies. El tipo, sin embargo, estaba encantado conmigo. Yo no sabía cómo escapar, así que, amablemente me tomé un whisky esperando que mi amiga (la que actuó de “celestina”) me llamara al celular por si la cosa no había salido bien. Pero mi amiga no llamaba, el tiempo pasaba y yo quería huir. Así que a la hora y media, después de escucharle contar sus virtudes, sus bienes raíces y sus costumbres sexuales que ya ni recuerdo, le dije que me sentía mal y me fui, como una lady, inmutable, por la puerta delantera del bar, dejándolo solo con mi silla vacía y su tercer vaso de whisky, a las once y media de la noche de un viernes. Ni de su nombre me acuerdo.

La tercera, pocas semanas después, fue con un hombre encantador, un par de años menor que yo, inteligente como pocos, genio de las computadoras, con más plata que los ladrones, toda hecha por si mismo, porque, además de ser brillante era un genio para ganar miles de dólares por día. Créanme, esa gente existe, tengo pruebas. No me fascinó, pero tampoco me disgustó en la primera cita. Así que hubo segunda cita. Era un sibarita. Y un sibarita con dinero, da como resultado recorrida de restaurantes. De los mejores restaurantes. Cenamos cinco veces antes que viajara, por negocios, por supuesto, a Estados Unidos. Desde allá me llamaba por teléfono, me enviaba mensajes de correo electrónico, y conversábamos por internet ya que se “conectaba” en cualquier sitio, gracias a su super laptop y sus conocimientos informáticos. Al regresar, me sorprendió con dos encantadores regalos. Un CD del que yo le había comentado y un libro maravillosamente encuadernado, sobre sushi, una de sus debilidades culinarias. No solo le gustaba, también lo preparaba. “El” candidato. Lo que cualquier médico recomienda, y el sueño de toda mujer. El hombre me hablaba de sus problemas sin ningún prejuicio ni reparo. Me preguntaba si estaba bien pasarle equis cantidad de dinero a su ex esposa (cifras que me dejaban bizca) y me comentaba (sin inmutarse) en cuántos ceros se había incrementado su cuenta bancaria después de tal o cual negocio. Yo le contaba poco de mí, pero a él no le importaba. Estaba convencido que algún día yo empezaría a hablar. Tenía una sencillez y una transparencia admirables. Era un hombre bueno, especie en extinción. Hablaba de casi cualquier tema. Era un padre ejemplar. No era un Clooney pero tampoco era feo. Se vestía bien. Olía fantástico. Pero no funcionó. No pasamos de cenas en los mejores restaurantes de Montevideo y de charlas de sobremesa. Con él conocí el Sushi, aprendí a comer con palillos y supe que hay gente que conjuga la inteligencia con la buena estrella en los negocios. Nos despedimos cordialmente (al menos eso creo yo). Nunca más supe de él. Supongo que ya debe estar casado. Ojalá que con una buena mujer.

Mientras fui recordando mi experiencia en “citas a ciega”, me acordé de un amigo, que poco después de enviudar, cuando sus tres hijos se dormían, se pasaba la noche frente a su computadora, acompañado de una botella de whisky, conociendo mujeres por internet, citándose con una por semana. Las “citas a ciega” fueron su único contacto con el mundo femenino durante un año. Así conoció a mujeres de todas las edades, profesiones, estados civiles, color de cabello y pesos imaginables. El colmo, según él, fue la chica de veinte, cuarto siglo menor que él. Fue ahí cuando decidió abandonar las citas a ciega. Sigue solo, pero esa es otra historia.

A pesar que existe un gran prejuicio con las citas a ciega, yo considero que no se debe magnificar la situación. Nadie, se me ocurre, se va a citar en un sitio desolado, en la mitad de la nada, lejos de gente, de teléfonos, de paradas de taxis. Nadie va a acudir a una cita a ciegas vestida como para infartar hasta a un tonto. En el peor de los casos, créanme, siempre se puede salir corriendo. Se los digo por experiencia. Es una medida extrema, pero hay que estar preparada para todas las posibilidades. Y si es cuestión de riesgos, chicas, los hombres corren en esas situaciones, el mismo que nosotras. No sé de dónde sacan las mujeres que solamente los hombres pueden ser pervertidos o delincuentes. Y si alguna fémina tiene duda, significa que no ha visto suficientes películas.

En un mundo repleto de solos y solas, sobre todo de un grupo etario al que le resulta más difícil conocer gente, las citas a ciegas son una realidad. Acá, y en el resto del mundo. Basta viajar para descubrir en cualquier ciudad y pueblo del mundo, bares que promueven las “happy hours”, que no son otra cosa que sitios en los que hombres y mujeres, al finalizar su jornada de trabajo, toman una copa y comienzan a relacionarse con desconocidos, antes de regresar a sus hogares en los que no encontrarán más voces que las de la radio o la televisión.

Sé que más de uno (o una) va a decirme que ni se le ocurre tener una cita con alguien de quién no sepa “nada”. Que necesita algún tipo de “garantía”, que prefiere dejar que los encuentros sean “naturales” y no “forzados”. También pueden argumentar que solamente se citan con personas con quién “tienen química”.

Respecto a esos argumentos, tengo mis objeciones.

Nunca existe “garantía” de nada ni de nadie. Nunca sabemos, en una primera cita, con qué, ni con quién, realmente nos encontraremos. La única “ventaja” de haber visto a alguien previamente, es si hay química, ese imán que nos acerca, nos engancha, nos atrae a una persona. Es cierto, la química es una bendición. No siempre se produce, más bien es una excepción. Y claro que cuando se da, es difícil resistirse a ella, y rogamos a quién corresponda, que podamos seguir en contacto con la persona en cuestión. Pero aún con “química”, la primera cita es siempre una lotería. Nos puede encantar una persona, pero la primera vez que estamos a solas con el objeto de nuestro deseo, podemos comprobar (¡qué desilusión!) que no podemos dialogar ni diez minutos, que no nos gusta cómo come, cómo bebe, cómo se suena la nariz, y ni qué decir de sus opiniones o ideas (si es que las tiene). Bueno, tal vez nada de eso nos importe. Si solo queremos ir a la cama, es otra cuestión. De ninguna manera estoy prejuzgando ese tipo de vínculos. Cada uno hace lo que le venga en gana, que por algo vivimos en un país en que, por ahora, nadie nos impide eso. Pero en este momento me refiero a una relación que, en principio, intentamos que dure más que una copa y la cama. ¿O acaso en el fondo (o no tanto) todos los solos y solas no quieren encontrar su “media naranja” algún día, alguna vez? Otra posibilidad. Al fulano (o fulana) lo conocemos de nuestro trabajo, de nuestro edificio, o es amigo de un amigo, o primo de un cuñado, o coincidimos en la parada de autobús, o del banco donde todos los jueves vamos a hacer un trámite. El fulano nos gusta, nos cae bien, hemos conversado con él, incluso podemos ser casi buenos amigos. Un día, aceptamos una cita. Quiero entonces, que alguien me pruebe que esa primera cita tiene algo seguro de antemano. No lo tiene. Tal vez exista la química, el conocimiento previo, algún tipo de referencias personales creíbles, o, incluso, la amistad, pero otra cosa diferente es comenzar a verse (y tratarse) como hombre y mujer. Aún cuando alguien está enamorada de un hombre “desde antes”, la primera cita es una caja de sorpresas. Y en ese caso las decepciones sí que pueden ser mayúsculas. Ni que hablar que, después de la primera cita, si sobrevivimos a ella, cada nueva cita es una nueva lotería. No tenemos nada comprado, menos nuestros vínculos, esa es casi una verdad absoluta, tal vez una de las pocas que existen.

No soy fanática, ni siquiera defensora, de las citas a ciega. Mi experiencia al respecto es bastante negativa, ya saben. Apenas trato de decir que no hay que temerles, y menos aún ser prejuicioso respecto a esa forma de encontrarse con seres del sexo opuesto (o del mismo, para que no vengan a decirme después que hago discriminación). Intentemos ver las relaciones en su justa medida, sin mentirnos y sin juzgar lo que no sabemos, o no hemos vivido por propia experiencia. En lo personal, no tuve éxito con mis citas a ciega, pero tampoco por eso voy a descartarlas de plano, menos aún a cierta etapa de la vida en la que las posibilidades de conocer gente fuera del ámbito laboral son muy limitadas.

He aprendido que todo ser humano medianamente normal, quiere conocer a alguien que le guste, con quien poder compartir su tiempo. Algo de lo que, en general, somos conscientes recién cuando estamos solas o solos. Si estamos en pareja, o “acompañados” no pensamos en eso (excepto en algunos casos, pero esa es otra historia). Vamos a no mentirnos, que somos grandes y ya conocemos el cuento de Pinocho. Sin ir más lejos, una amiga que transita la década de los cuarenta, sueña con volver a enamorarse y casarse otra vez. No es una tonta, es humana y sincera. Un amigo, muy enigmático y clasificable dentro del grupo de los aparentemente “independientes”, me confesó hace algunos años, para mi sorpresa, que no perdía las esperanzas de volver a enamorarse.

Se puedan dar mil excusas o “peros”, negar a aceptarlo, afirmar que “solos, estamos fenómenos”, argumentar en contra de conocer a alguien porque los hijos son chicos, se trabaja muchas horas, da “pereza” iniciar una nueva relación, no hay tiempo libre, ni locos hará un espacio en el placard para la ropa de otra persona, etc, etc. Sin embargo, no tan en el fondo del corazón, todos sabemos que hemos nacido para vivir en pareja. Enamorados, agregaría yo.

Por eso, chicas y chicos, no le den muchas vueltas al asunto. Sean honestos como mis dos amigos. Los hijos crecerán, los padres cumplirán su ciclo natural, no van a trabajar menos dentro de cinco años, no serán más ricos por hacer cuatro horas extras diarias durante treinta y seis meses. Con la mano en el corazón, estar enamorado es el mejor estado del ser humano. Trabajamos con más ganas porque después estaremos con el objeto de nuestro amor, nos rinde más estudiar, fabricamos tiempo de la nada, estamos de excelente humor, las feromonas nos embellecen la piel y el cabello, el espejo nos devuelve nuestra mejor imagen, le damos a cada problema su justo lugar, volvemos a cantar, a ver la luna en el cielo, a apreciar el perfume de las flores. No hay mejor remedio para el insomnio, ni mejor dieta para adelgazar, que hacer el amor. A los amigos no tenemos porque dejarlos de ver. Nadie nos va a obligar a abandonar nuestras actividades, hobbies, pasatiempos, o deportes. Y siempre podemos hacer una limpieza del placard para dejarle un espacio a otra ropa. Recuerden que hay gente que necesita lo que no usamos.

Por eso, chicas y chicos “mal acompañados”, si la cosa no da para más, si lo intentaron pero no hubo forma de solucionar las diferencias, no esperen a que se conviertan en abismos. Todos tenemos derecho a estar “bien acompañados”. Y sino, no se quejen, nada de autocompadecerse, y menos aún, de responsabilizar al otro de la infelicidad o falta de bienestar propio.


Estén solos o “mal acompañados”, el miedo es humano, e inmoviliza. Las excusas, son solamente excusas. Y mientras tanto, no se olviden, se nos va la vida.

Como defensora de los encuentros entre hombres y mujeres, convencida que el mejor estado del ser humano es el amor, acepto y promuevo toda forma que exista, y se invente, para que ocurran “primeras citas”, sin las cuales, no podrían darse las segundas, ni las demás, que ojalá sean muchas, o tantas como infinitas.

Dejen los prejuicios de lado. Aún con los ojos bien abiertos, la primera cita, siempre, es una cita a ciegas.