martes, mayo 02, 2006

Mi primera vez



Siempre me llamaron la atención los comentarios de mis amigos o compañeros de trabajo sobre sus dificultades tanto para conciliar el sueño, como para dormir de un tirón una cantidad de horas estándar, digamos siete.

Es que yo he sido algo así como La bella durmiente. Bella, porque la verdad no debe ocultarse (mis sesiones de autoestima están resultando francamente exitosas), y durmiente porque me he caracterizado por mi sueño pesado. Jamás pude despertarme sin la alarma del despertador antes de las ocho de la mañana. Mis pobres padres debían hacer un tremendo alboroto para ponerme en pie a las seis y media en mis épocas escolares y liceales. Ni que hablar de mis comienzos laborales. Recuerdo haber dedicado mis escasos ahorros de estudiante en la compra de un despertador que conseguía hacer saltar a toda mi familia, y a los vecinos, antes que a mí. Cuando cobré mi primer salario, sin dudarlo, salí de recorrida por relojerías en búsqueda de un despertador que cumpliese con los requisitos para, no solo interrumpir mi sueño, sino que también (lo más difícil) lograr sacarme de la cama y conducirme a la ducha matinal. Como se imaginarán, era casi un robot lo que precisaba, razón por la que dediqué un importante porcentaje de mi primer salario para poder conservar mi empleo y no ser despedida por impuntualidad antes de finalizar el período de prueba.

Así fue como comenzó una de mis obsesiones (luego convertida en un hobby) que es la investigación de sistemas de alarmas, y la adquisición de los más novedosos y sofisticados modelos. Hay quién gasta su dinero en zapatos, pelotas de fútbol, libros o perfumes. Lo mío son los despertadores, porque sin ellos jamás hubiese podido conservar un puesto de trabajo por más de un mes.

Con el paso de los años fui adquiriendo una notable destreza para ubicar, en diferentes lugares de mi dormitorio, cuatro o cinco despertadores. Cada noche, programando las alarmas para que sonaran en serie, con sonidos cada vez más estridentes a medida que se acercaba la hora límite para ponerme en pie, y se alejaban espacialmente de mi cama. Mi última adquisición es uno (comprado a través de internet) que suena media hora, y que coloco a tres metros de la cabecera de la cama. Aún así, créanme, al menos una vez por semana, sigo durmiendo una hora más, a pesar de ese molesto y horroroso ruido de fondo. Pero como soy quién comienza su jornada laboral más tarde, nadie se queja. Las alarmas empiezan a sonar cuando ya estoy sola en casa.

Es que otra destreza que fui cultivando con el tiempo ha sido el arte de la negociación. Y me ha dado excelentes resultados. He logrado convencer a mis sucesivos jefes que hay trabajo en la oficina que debe hacerse de tardecita, por lo que cada vez mi horario de entrada se acerca más al mediodía.

Mucho tiempo sufrí por esa característica con la que nací, la de no poder despegarme de la almohada antes de las ocho de la mañana (en realidad creo que soy sorda a toda frecuencia de onda sonora emitida antes de cierta hora del día). Pero después me fui aceptando tal cual soy. Si existen seres que se duermen al oscurecer, u otros que jamás llegan con los ojos abiertos a la medianoche, porqué entonces yo iba a seguir castigándome por tener un biorritmo propio. Y una vez que dejé de torturarme a mí misma, los demás me dejaron tranquila. Es más, lo consideran una virtud. Es a mí a quién recurren a las diez de la noche si tienen un problema; soy quién sale corriendo a buscar farmacias abiertas a medianoche; acompaño enfermos en los hospitales; espero, en desiertos aeropuertos, viajeros que llegan en vuelos demorados; consuelo almas perdidas en las madrugas; recorro, en mitad de la noche, bares desolados, hasta dar con amigos alcoholizados, en crisis amorosas o laborales. Ahora bien, olvídense de mí una vez que apoyo mi cabeza en la almohada. Puede sonarme la Filarmónica al lado de mi cama que no me entero.

En suma, que el refrán A quién madruga dios lo ayuda es una de las tantas mentiras con las que hemos sido educados en esta sociedad judeo-cristiana. Nos han engañado, créanme. Lo mismo cuenta para las sentencias bíblicas con que nos han intentado lavar el cerebro. Ni Parirás con dolor, ni Ganarás el pan con el sudor de tu frente. Ni hay que sufrir para dar a luz, Demerol era lo único que decía mi amiga Rosario cuando subía las escaleras del hospital para tener a su segundo hijo, después que lo aprendido en las clases de parto no le sirvieron para nada en su primer parto, hasta que su ginecólogo la convirtió en adicta al mencionado calmante, y hoy es madre de cinco niños. Ni que hablar que la esclavitud en el trabajo es pasado, o tendríamos que negar la existencia de los derechos laborales, aunque, bueno, mejor no meterme en ese tema, que podría llegar a hacer fracasar mi tesis. Pero seguro es que El trabajo no es salud, ya que sino no existiría la Medicina laboral o ocupacional, y sino pregunten al pobre tipo que hace dos días perdió su mano porque la picadora de la carnicería donde se desempeñaba no tenía los seguros reglamentarios.

Mi ciclo circadiano ha definido mi vida. No tengan duda alguna. Debí aguantarme sermones paternos y maternos, críticas de hombres, e incluso de hijos. Por ejemplo, cuando los llevaba al colegio, me ponía un abrigo encima del pijama, y regresaba a casa a acostarme. Jamás podía hablar con las maestras a esa hora, las citas siempre lograba trasladarlas para la tarde, obviamente. De lo contrario, que fuera el padre, que para algo existe. Con los exámenes de laboratorio me pasaba lo mismo. Eso de a las seis de mañana en ayunas no va conmigo. Le pido al médico que me los indique de urgencia, y como ésta no tiene hora, acudo al hospital a las siete de la tarde. Nada es imposible, así de cierto. Los hombres son un capítulo aparte. Soy capaz de negociar cualquier cosa, menos que me pidan que madrugue. Lo siento. Si les viene el romanticismo y quieren compartir el amanecer, pues que nos quedemos en vela hasta el alba. Que quede claro que me cuesta despertarme, pero que no soy tonta. No importa a qué hora de la madrugada (o de la mañana) sienta la mano de un hombre que me gusta rozando mi espalda, mis nalgas o mis piernas. Para eso siempre estoy despierta, faltaba más. Ahora bien, salir de la cama, es otro cantar. Sin ir más lejos, a mi último amante lo despedí de mi vida la tercera mañana que abrió las ventanas a las nueve, en plenas vacaciones, para que mirase el color del mar y fuésemos a desayunar. De mil maneras le pedí que si quería ir a la playa, o si tenía hambre, fuese solo. Pero no había caso. El tío creyó que con su amor podría cambiarme a esta altura de mi vida. Y conste que se lo había dejado bien claro desde el vamos. Así que al tercer día, después de conversaciones muy dulces y amables sobre el respeto hacia el otro, y al obtener la necedad del fulano como única respuesta, di por finalizado el romance. Creo que aún debe estar preguntándose si había proporción entre mi decisión de romper y mi ciclo circadiano. Es que hay gente que no ha aprendido que cada uno es como es, y que si no nos aceptamos tal cual somos, no llegaremos juntos ni a la esquina. Pero esa, esa es otra historia.

Únicamente la maternidad alteró esta cualidad mía, pero solamente cuando mis hijos eran pequeños. Supongo que estaba estrictamente vinculada a mi nivel de prolactina. Apenas murmuraban en sus cunas, saltaba de mi cama, como impulsada por un resorte. Pero, una vez que disminuía la prolactina en mi sangre, el padre de mis criaturas ponía en acción sus dotes de dormir con un ojo abierto y otro cerrado. Lo mismo con su gen madrugador. De no haber sido por él, mis hijos jamás hubiesen asistido a la escuela. Es que, en eso, como en otros muchos aspectos, el padre de mis hijos y yo hacíamos un buen equipo. La pena fue que era mi marido y no mi compañero de básquet, que sino, podríamos haber ganado varios campeonatos.

Lo cierto es que jamás tuve problemas para dormir. Nunca nada me había alterado mi ciclo circadiano, excepto, como ya dije, el nivel alto de prolactina en sangre. Nada más. Ni las enfermedades (tal vez alguna ajena, pero transitoriamente), ni los duelos amorosos (una copa de buen vino ha sido mi único recurso en situaciones de emergencia), ni los problemas laborales, ni los económicos, ni los viajes con cambios notables de husos horarios (vuelo de noche, duermo como una piedra, soy la peor compañera de viaje de insomnes). Siempre escuchaba, sorprendida, los comentarios de aquellos que no podían conciliar el sueño o que se despertaban en la mitad de la noche y ya no podían seguir durmiendo. Los recursos que ensayaban me resultaban tan extraños como la patología que padecían. Probaban de todo. Desde tomar somníferos o contar ovejitas; leer revistas, La guerra y la paz, la guía telefónica, la Biblia, el Torah, el diccionario de la Real Academia, la Enciclopedia Británica o el Almanaque del Banco de Seguros; pasear al perro alrededor de la manzana, contar ovejitas, escribir cartas, cocinar, regar las plantas, tejer, coser todas las medias rotas, limpiar pisos, barrer la vereda, planchar ropa, tejer, mirar vídeos, tomar whisky, leche tibia o té de tilo.

Pero nada es permanente, como se dice por ahí. Porque una noche, unas semanas atrás, sin razón aparente, me desperté a las tres de la madrugada. Después de dar un par de vueltas en la cama, me levanté, fui al baño (tal vez era que quería hacer pis), me serví un vaso de agua (había cenado con bastante sal) y regresé a la cama. Pero Morfeo, mi fiel amante, no llegaba a abrazarme. Acomodé las almohadas primero, después las tiré al suelo, las volví a recoger. Nada. Miré el reloj de mi mesa de luz. Tres y treinta. Sonidos desconocidos llegaban a mis oídos. Un autobús nocturno, vaya, no sabía que a esa hora pasaba uno por mi calle. Un perro ladró, varios se sumaron a coro. Cuántos perros hay en mi barrio, me sorprendí. La puerta de un auto cerrándose, no sabía que mi vecina llegaba tan tarde, ¿regresaría de una fiesta?, ¿tendría algún familiar enfermo? El murmullo del viento, vibrando los cristales de las ventanas, me recordó el pronóstico de lluvia y que había ropa colgada afuera. Me puse las pantuflas, recogí la ropa, volví a la cama. Cuatro menos diez. El camión que recoge la basura rugió en la noche. Así que es cierto que pasa, me dije. Veinte años en la misma casa y primera vez que lo escuchaba. Voces de adolescentes trasnochados en la vereda, mis vecinos, los chicos crecen. La conversación parece que está entretenida. Cuatro y cinco. Me levanté. Los veo desde la terraza. Reparo en que mis hijos aún no regresaron. Claro, no madrugan, hoy es feriado. Miro el cielo, las estrellas cubiertas por las nubes. Me asalta un recuerdo. El primer signo que tuve que mi primer matrimonio se iba al precipicio de un momento a otro fue la mañana que descubrí colillas de cigarrillos en la misma terraza. Mi entonces marido había pasado la noche en vela, fumando, quizás tratando de encontrar la manera de decirme que nuestro tiempo juntos estaba llegando a un inevitable fin. Pienso en encender un cigarrillo pero me acuerdo que no fumo desde mi divorcio. ¿Cuántos años? Vaya, qué cantidad. De pronto, me descubro pensando en si en ese mismo momento estaría durmiendo, o desvelado igual que yo. Sin duda, se sorprendería si se enterase que yo, La bella durmiente, estoy, a las cuatro y veinte de la madrugada, sin poder dormirme. Pero claro, cómo podrá saberlo si no hablamos nunca. La última vez fue hace más de un año, y si no hubiese sido por que le tengo más paciencia que a mis hijos, la conversación no hubiese durado más de diez minutos. Nunca entendí la razón por la que discute si cuando hablamos por teléfono él está en su casa. Será que a la esposa le disgusta que hablemos, o que el quiere demostrarme que no tiene nada que conversar conmigo, aunque nuestros hijos estén enfermos o en problemas. No sé cómo termino pensando en si estará haciendo el amor, si lo hace todas las noches, si ya casi nunca lo hace. ¿Cómo hará con ella el amor? ¿Lo querrá su esposa, lo cuidará, lo tratará bien? ¿Alguna vez pensará en mí? Cuándo me ve con un hombre, ¿pensará si soy feliz, si me hace el amor como él, si, como él, me hace masajes en los pies, me acaricia la espalda, me lleva el desayuno a la cama los domingos? Me distraen las luces de un avión en el cielo. ¿Hay vuelos nocturnos?, me pregunto. Tal vez de carga. ¿Lan Chile, Air France? Cuatro y treinta y cinco. No quiero seguir pensando en hombres, aunque el recuerdo de mi segundo marido aparece sin aviso. Ese sí que debe andar en baile esta noche. Su joven esposa acaba de dar a luz al tercer hijo. Tres hijos en cinco años, qué producción. No me imagino criando bebés a mis casi cincuenta años. Sí, es cierto que es biológicamente casi imposible para una mujer de mi edad. Pero no para los hombres. Por eso me refiero a lo emocional y no a lo biológico. El tiene cincuenta y tres, debe estar loco de atar, hijos adolescentes de su primera esposa, y ahora tres pequeños. No entiendo a los hombres. Pero el quería tener hijos conmigo. Y yo los hubiese tenido con él. Pero bueno, esperamos tanto para decidirnos, pasaron tantas cosas durante nuestro matrimonio, que al final nos separamos, sin hijos y amándonos, al revés que con mi primer marido. Joder!, qué raros somos los seres humanos. Pero ya pasaron tantos años, que más vale no pensar en eso. Aunque, claro, cuando nos encontramos, saltan estrellas a nuestro alrededor. A mi se me siguen aflojando las piernas. Seguro que a él, le pasa lo contrario, se le endurece otra cosa. Le gusta verme, y a mí me encanta verlo. El martes, sin ir más lejos, comenzó a sonreír a media cuadra, desde que me descubrió entre la gente. Yo también lo vi de lejos, pero me hice la tonta hasta que lo tuve enfrente, y tomó mi brazo. El se dio cuenta, pero me da igual. Conversamos un buen rato, ya no me acuerdo sobre qué. Siempre tenemos tema. Nos cuesta despedirnos. Amagamos varias veces. Los dos, seguro, llegamos tarde a dónde debíamos ir. Lo único que me falta sería convertirme en amante de mi ex marido. Aunque, si sucediera, por lo menos me quitaría esta duda con la que convivo, de si lo sigo queriendo. ¿Podría irme a la cama con él sabiendo que tiene esposa? ¿Mi conciencia me lo impediría? ¿Es más fuerte mi deseo que mi prejuicio? ¿Qué sucedería si descubriese que me gusta? ¿Podría hacerle eso a aquel? Cada vez que le digo (a aquel)que no soy monógama, se ríe, pensando que le hablo en broma. Sabe que no estoy enamorada de él, que nos llevamos bien sí, pero vivir juntos jamás. Pero de ahí a ser polígama hay un abismo para él. Acepta que le sea infiel con mis libros, con mis amigos, con mi oficina, con mis hijos y mi cine, pero jamás con un hombre.
Por suerte, escucho las llaves en la puerta, debe ser alguno de mis hijos. En silencio me meto de nuevo en la cama. Si se diera cuenta que estoy desvelada, llamaría al médico de urgencia. Hace rato que está lloviendo. Seguro que salieron sin impermeables. Después, claro, se engripan, se atrasan con las clases, y se ponen de mal humor. Hijos. Reconozco los pasos. Va al baño y se acuesta. Enciendo la luz, ni el tiempo pasa, ni el sueño llega. Intento leer, pero abandono. No quiero desvelarme más. Enciendo la televisión. No hay mejor somnífero.

Cambio de un canal a otro, esperando encontrar algo que induzca mi sueño. Me vendría bien una vieja y aburrida película. Qué pena que no pasen en El árbol de los zuecos o Lo que el viento se llevó. Mi cabeza ya empezó a trabajar a un ritmo demencial. No quiero pensar en trabajo. Menos aún en épocas en las que creía que la justicia y la libertad eran posibles. Si quiero volver a dormirme, mejor no ponerme a filosofar sobre sueños destruidos.

La televisión me muestra una gama inmensa de programas. Un mundo desconocido se abre frente a mis ojos. Investigaciones sobre abejas ecuatorianas, estudios en las ruinas de Pompeya, análisis del polen de las viejas y queridas margaritas que crecen a orillas de un arroyo de Suiza; reportajes a Demi Moore, Tom Cruise y la hija de la Taylor; partidos de fútbol en Alemania, Brasil y Tokio; automovilismo en Zambia, India y Costa Rica; boxeo en Mónaco y Las Vegas; guías de compras de pantalones de tweed en Estambul, de blusas de seda en Managua, de botas de lluvia en El Cairo, de zapatos de cuero en Nueva Deli, de esquíes para la nieve en Río de Janeiro; y películas y más películas, con subtítulos en español, dobladas al castellano, habladas en francés por húngaros y en inglés por holandeses.
Con este panorama no me duermo más, pienso. Miro el reloj. Cinco y diez de la madrugada. Apago la televisión. Doy cinco vueltas en la cama, y en la última, sin darme cuenta, activo el control remoto. Comienzo a escuchar a una mujer. Uno, dos, tres, flexiono. Cuatro, cinco, seis, estirooooooo. Vamos de nuevo con la derecha. Uno, dos tres, flexiono. Cuatro, cinco, seis, estirooooooo. ¿Gimnasia a esta hora? ¿Será de España donde ya es de mañana? No, la voz de la chica es latinoamericana. ¿En qué país de Latinoamérica es de mañana? En ninguno. Abro los ojos. La chica es la venezolana Fullop. ¿Programa argentino a esta hora?¿A qué hora se despiertan las mujeres argentinas? ¿Hacen gimnasia a esta hora? Empiezo a entender porqué las porteñas están siempre tan espléndidas. Sigo de costado en la cama para no despabilarme más,y cambio de canal. Ahora hay un joven chef cocinando un soufflé de algas, explicano paso a paso desde la colección de las algas, la selección que debe hacer el cocinero, en qué recipiente llevarlas a la cocina, la forma de lavarlas. No dudo entonces del precio que tiene un soufflé en cualquier restaurante que cuente con cocineros que se encargan de colectar algas, hongos, ranas y caracoles. Paso a otro canal. Una niña de ocho años enseña a hacer una torta de zanahorias. Divina, con sus coletas saliendo del pañuelo que le cubre la cabeza, su delantal rayadito y su blusa blanquísima. Repite cada paso como si se dirigiese a personas sub normales, escribe la lista de ingredientes en una pizarra, con su letra redondita y hermosa, como aprendida en el Sacré Couer. Cambio de canal. Una chica esbelta, vestida para una fiesta, explica cómo cortar una chaqueta y un pantalón. Dibuja los moldes, los raya con lápiz de fibra, marca las pinzas y los ojales. Luego, toma una pieza de tela y la marca con una tiza especial (cuadradita). ¡Y la corta! Lo mismo hace con la tela del forro de la chaqueta y de los bolsillos del pantalón. Y así, sin media duda, se sienta frente a una máquina de coser y empieza el motorcito a sonar. Se levanta, y sacando de un placard una chaqueta y un pantalón, nos dice Ven, así quedan si siguen todas las instrucciones que les he dado. Cambio de canal. Una locutora luciendo vestido largo, y tacones, entrevista a una psicóloga acerca de los límites en los niños de seis años y dos meses. En otro canal, una señora enseña a leer cartas españolas. Su primer conejillo de indias es una reportera que apareció de la nada. Parece que le acierta a todo. Luego, empiezan a llamar por teléfono televidentes. El programa es argentino pero las llamadas llegan desde Guadalajara, Porto Alegre, Caracas, Cali, Santiago de Chile e incluso Montevideo!

A todo esto son las seis mañana. Llegan mis hijos más trasnochados y me encuentran sentada en la cama, apoyando mi espalda en mis almohadones, totalmente compenetrada en las barajas españolas que he desparramado sobre la cama, siguiendo las instrucciones de la adivina, anotando en una libretita cada una de las sabias palabras que pronuncia. Mis hijos me observan desde la puerta de mi dormitorio, abren sus enormes ojos, primero se sonríen por la escena, luego me preguntan si me encuentro bien. Les respondo que sí, que me desvelé un poco y nada más. Se van a dormir y la casa, nuevamente, queda en silencio, salvo por la voz de la adivina del canal de cable argentino, que sigue encontrando el destino de televidentes de toda Latinoamérica.

A las siete, cuando el cielo comenzaba a iluminarse con la tenue luz de los amaneceres del otoño, me fui quedando dormida, arrullada por la voz de un locutor que hacía yoga en un prado verde de no sé dónde.

Me desperté cerca del mediodía, con una televisión encendida que mostraba a una señorita dando consejos sobre cómo conciliar el sueño en noches de desvelo. ¿En qué país es medianoche ahora? No, la conductora no es japonesa. Es más, habla un español con típico acento porteño. Largué una carcajada mientras recogía las barajas desparramadas sobre la cama. Me levanté, y me preparé un café con leche, dispuesta a disfrutar lo que quedaba del día festivo. Mientras regaba mis plantas, pensaba en qué cocinaría para el almuerzo. Recordé el soufflé de algas, y la torta de zanahorias y no pude hacer otra cosa que reírme. Estiré mis brazos y mis piernas, flexionando mi cintura, acordándome de la Fullop de madrugada haciendo gimnasia, o vaya a saber yo qué clase de ejercicios, y volví a reírme.

Por suerte, desde entonces no he vuelto a despertarme a las tres de mañana, ni siquiera a las ocho, con lo cual sigo empezando mi trabajo en la oficina, como siempre, a las once de la mañana. Sin embargo, mi vida cambió desde esa noche, la de mi primer insomnio. He empezado a registrar en mi memoria (incluso a tomar nota) cada una de las tácticas que emplean, para conciliar el sueño, o sobrellevar los insomnios, mis amigos y mis compañeros de oficina.

Además, he comenzado a sentir un inmenso respeto por los insomnes y por los que no pueden dormir más que unas pocas horas. Esos seres que han debido aprender a transcurrir las noches y madrugadas sin poder conciliar el sueño. Ni que decir de la televisión cable. Comprendí que esa serie de programas, aparentemente sin sentido, que se suceden a lo largo de toda la noche, están destinados a ese grupo humano (que supe es enorme) que necesita entretenerse con lo que sea para acortar sus noches en vela.


He llenado mi alacena con sobrecitos de te de tilo, manzanilla, lechuga, mburucuyá (también conocida como pasionaria, milagrera, grandilla o biricuyá) y otras combinaciones de hierbas recomendadas para insomnes, crónicos o agudos.

También, en mi mesa de noche están las barajas españolas con la libretita en la que tomé notas. Tengo, además, en el refrigerador, cuatro kilos de zanahorias. Y compré cinco metros de tela, tres de forro, hilo, papel para moldes y una tiza para marcar telas, de esas cuadraditas. Además, mandé aceitar y ajustar la máquina de coser que era de mi madre, e hice afilar la tijera. Dejé a mano en el placard mi equipo para hacer aerobics, y le pedí a una de mis hijas que me prestase un par de zapatillas para hacer deportes.

Estoy preparada para mi siguiente noche de insomnio. Las hormonas han comenzado a alterar mi sueño, tal como me lo dijo el médico. Y no porque esté embarazada. Tampoco se debe a que la cantidad de prolactina se haya elevado en mi sangre. Más bien todo lo contrario. Mi prolactina está en franco descenso, y así seguirá, disminuyendo, hasta que toque rendir cuentas con el de arriba. No solamente la prolactina descendió, así lo han hecho otras hormonas, preparando mi organismo para un caos. La menopausia se ha instalado en mí, como se instalarán las dificultades para dormir, los sofocos, la descalcificación, la piel seca y el cabello sin brillo. Y bueno, me llegó. Peor hubiese sido no vivirlo, me consuelo.


Y como mi debut en el insomnio me demostró que mi cabeza puede hacer más estragos en mi vida que la menopausia, me he armado con todos los recursos como para enfrentar, con valentía, este nuevo desafío que es la madurez. Antes de perderme nuevamente en los laberintos de la memoria y desenterrar vaya una a saber qué recuerdos, me coseré un pantalón a las tres de la mañana, que, además, me vendrá estupendo porque las hormonas alteradas hacen engordar. Antes de fisgonear las conversaciones de mis vecinos a las cuatro de la madrugada, prepararé un pastel de zanahorias, que la vitamina A es maravillosa para la piel seca. Antes de dar vueltas en la cama o volver a fumar, haré gimnasia con la Fullop a las cinco y media de la madrugada. Y, por supuesto, aprenderé a adivinar la suerte con las barajas españolas, lo que me será de gran utilidad, ya que me he vuelto a encontrar con mi segundo ex, y muero de ganas por saber si en mi destino hay un hombre casado.