jueves, abril 20, 2006

Tokio ya no nos quiere

Hace muchos, un viernes dejé en la oficina un libro que recién había comenzado a leer. El lunes siguiente, el libro había desaparecido! Nadie lo había visto por ningún lado. Durante unas semanas, esperé que alguien se apareciera con el libro, o me diera una pista sobre su posible paradero. Pero nada. De modo que me resigné a esa pérdida. Cada tanto,volvía a recordar el libro misteriosamente desparecido, y así como me acordaba, me olvidaba.
Hace un año, la esposa de un compañero de trabajo, se apareció en la oficina con el libro. Yo no entendía nada. Habían pasado tres o cuatro años desde su desaparición. Me dijo que su esposo lo había encontrado en mi mesa de trabajo y, por temor a que se perdiese, se lo llevó a la casa. Allí lo vio su esposa, que comenzó a leerlo. Hacía un año que ella estaba muy mal y nada lograba entretenerla ni atraparla, pero como un milagro (según ella) ese libro la atrapó. A partir de ese libro su vida cambió y para bien. Fue como la llave que la sacó de la depresión. Todos esos años estuvo por acercármelo pero le daba verguenza. Al final se animó. Junto con el libro desaparecido, me llevó, de regalo, otro del mismo autor.
La historia me resultó fantástica. El poder de un libro, me decía. Obviamente, comencé a leerlo de nuevo, tratando de encontrar qué tenía de mágico, y nada hallé. Sin duda, cada libro, en el interior del lector, se transforma, y, a la vez, tranforma al lector. Eso sucedió en el caso de la esposa de mi compañero de oficina de una forma especial teniendo en cuenta lo mal que ella se encontraba.
A todos nos ha sucedido algo similar con un libro, una película, una melodía, una canción. Obras maestras que no nos llegan y obras de mediana calidad artística que nos conmueven o sacuden el espíritu, y la vida. Por eso, siempre cuestioné las críticas literarias o cinematográficas. Descartando las obras geniales (que por cierto son muy pocas), después, las críticas (más allá de basarse en elementos objetivos para realizar los análisis) son relativas, ya que la personalidad del crítico (y su estado de ánimo específico en el momento del estudio de la obra) inciden en la evaluación. La obras de Carlos Onetti, por ejemplo, son de muy buena calidad literaria, pero muchas personas las encuentran deprimentes, al mostrar el lado más oscuro del ser humano. Al mismo tiempo, sus mayores defensores, son individuos que suelen hundirse en análisis existencialistas y, en general, tienen un concepto poco esperanzador de la humanidad. Las obras de Onetti (sobre todo las más duras) serán del agrado o no del lector, dependiendo de su estado de ánimo. Y que existan personas que no gusten de esas obras, no quiere decir que no sean lectores inteligentes. Lo mismo sucede con el cine. Películas consideradas lo máximo para algunos, para otros nada (o poco) significan. Quién se crea con la autoridad para decidir que ésto es lo bueno o aquéllo es lo malo, peca, a mi entender, de soberbia. A la objetiva calidad (determinada por ciertos índices) es necesario agregarle el, indiscutible, toque de la subjetividad del lector o espectador (en realidad, como se desprende de estas líneas, nunca es espectador ya que contribuye en el proceso).
Casi me olvidaba, el libro en cuestión, de Ray Loriga, se llama Tokio ya no nos quiere.