miércoles, abril 12, 2006

Justicia



Fue un entierro jodido, si es que existe alguno que no lo es. Por primera vez en sus cuarenta y un años, asistía a un funeral de alguien que, además de conocerle en vida, tenía su misma edad. Hasta ahora, los difuntos siempre habían sido padres, tíos o abuelos de seres queridos. A pesar de haber regresado exhausta a su casa y que lo único que deseaba era descansar, dudaba poder hacerlo. El cansancio de dos noches seguidas por no haber pegado un ojo podría llegar a jugarle una mala pasada. Siempre le sucedía lo mismo, cuanto más agotada estaba, más le costaba dormirse. Pensó que tal vez debió haber aceptado el somnífero que le ofreció su hermana.

Faltaba poco para las siete de la tarde del primer viernes de setiembre y la casa se encontraba sumergida en la más absoluta oscuridad. Por suerte, la calefacción había quedado funcionando en automático. Las últimas semanas del invierno suelen ser gélidas, sobre todo cuando sopla el viento sur, colándose por puertas y ventanas pese a los burletes que cambia, religiosamente, cada otoño. De niña había temido a la oscuridad y a todas las horrorosas figuras escondidas detrás de sus sombras. El miedo se aprende, lo sabía muy bien. El de su infancia surgía de aquéllos cuentos que supieron leerle o de las palabras que sus mayores no escatimaron a la hora de exigirle obediencia. Apenas había podido superar esos cuando aparecieron los otros. Los más terribles. Los generados por las conductas de los seres humanos. No quiso pensar en eso. Ahora no, se dijo.

Para no dejar ningún ambiente inmerso en tinieblas, fue encendiendo, una a una las luces. Sin darse cuenta, la estaba asaltando otro temor, que el muerto se presentase. Cuanta más luminosidad existiera, menos favorable sería el clima para una eventual aparición, se convenció, como cuando tenía cinco años.

Sus hijas regresaron del cementerio con dos amigas. Gracias a ello, poco a poco, el silencio fue llenándose con la claridad y la melodía de las risas de las cinco adolescentes. No quisieron merendar en la amplia cocina con vista al mar. Prefirieron llevarse a los dormitorios dos bandejas repletas de galletitas de chocolate, vasos de leche y potes de yogur. Para la cena tenía pollo asado al horno y verduras que por la mañana preparó la señora que, dos veces a la semana, ayuda con las tareas de la casa.

Después de cerciorarse que las chicas no la necesitarían durante un buen rato, subió las escaleras, encendió las lámparas del estudio y, como cada vez que llegaba a su casa, la computadora. Sin embargo, esa tardecita, no se sentó frente al monitor sino que abrió las cortinas del ventanal, salió a la terraza y se quedó de pie e inmóvil, con su cuerpo apenas inclinado hacia delante, y los codos apoyados sobre la baranda. Una enorme, redonda y anaranjada luna se reflejaba en el agua. A pesar que la noche ya había caído sobre la ciudad y que la temperatura ambiente había descendido a los siete grados, se distinguían tres figuras en la arena. No demoró en reconocer a los hijos de sus vecinos paseando al perro. A lo lejos, un barco se alejaba de la playa, dirigiéndose hacia la bahía. El timbre del teléfono la sobresaltó. Miró su pequeño reloj pulsera, asombrándose que hubiera transcurrido media hora desde que abandonó la planta baja.

Escuchó la voz de su hija menor respondiéndolo. Mejor, pensó. Lo único que quería era un buen baño de inmersión y dormir hasta el mediodía, siempre que el fantasma del difunto se lo permitiera, claro. Por primera vez se percató que su ropa tenía un olor horrible. Olor a velorio, se dijo. Esa mezcla de perfumes intensos y penetrantes de las flores con que se confeccionan ramos y coronas, y el cebo de las velas que durante una entera noche hicieron aún más tenebrosas las horas previas al amanecer, cuando muy pocas personas acompañaban al cuerpo en el cajón, y la única que, cada tanto lloraba, era la madre del difunto. Pobre, se dijo. Un hijo siempre es un hijo.

Se acercó al baño, abrió el grifo y el agua tibia comenzó a llenar la bañera. Casi inmediatamente el enorme espejo empezó a empañarse. Luego de dar unos pasos, en su dormitorio quedó enfrentada a otro, más grande aún, que le regresaba su figura entera, vestida de luto de la cabeza a los pies. Sin darse cuenta, se descubrió sonriéndose. Giró hacia un lado, observándose su mejor perfil. Siempre me sentó bien el negro, dijo y largó una carcajada. Inmediatamente, pensó en sus hijas e hizo silencio. Fue quitándose primero los zapatos y las medias, y luego, una a una, las prendas, dejando todo en el piso. No quiero ver esto nunca más, se prometió.

Se metió despacito en la bañera una vez que esparció sales y agitó el agua, convirtiendo su plana superficie en una irregular montaña de burbujas. No podía recordar la última vez que usó la bañera. Siempre corriendo. Las niñas, el trabajo, las compras, las cuentas, la comida pronta a la hora exacta. De a poco, sus músculos fueron aflojándose. Sumergió su cabeza en la blanca espuma y al emerger, se dio cuenta que las lágrimas se resbalaban por sus mejillas. Las reconoció por el sabor salado que fue rozando sus labios una vez que abrió la boca para aspirar una bocanada de aire, pero, sobre todo, por esa pena agudamente clavada en la mitad de su pecho. Era la primera vez en cuarenta y ocho horas que lloraba. Respiró hondo con la intención de detener el llanto. Sin embargo, al reconocer en esa actitud uno de los tantos reflejos condicionados que la acompañaban desde hacía diez años, volvió a aflojarse, entregándose al dolor. Soy una viuda, murmuró en voz alta, sin entender si lo hacía para convencerse de su nuevo estado, o para disculparse de ese humor negro, también aprendido, que la hacía reírse aún en las situaciones más trágicas que le habían tocado vivir.

Llorando, fue recorriendo con la esponja cada rincón de su geografía. Cuánto había querido su marido cada poro de su piel, cada pedacito de su anatomía y cada lunar de su espalda. Cuánto había amado ella las sensaciones surgidas del cuerpo de su marido, con cada caricia, las que fue aprendiendo a su lado, las que jamás imaginó podían brotar con el mínimo roce de sus dedos. Se habían amado tanto, suspiró. Sin proponérselo los años compartidos apareciendo en su memoria. El la conquistó con su magnética y seductora sonrisa; con su conversación repleta de historias de fantásticas personas y mundos exóticos; con la atención que prestaba al mínimo cambio en el color de la pintura de sus uñas; con los ramos de flores que le regalaba cada sábado de tarde, al ir a visitarla a la casa de sus padres. Pero por sobre todo, con los mimos y la ternura que le entregaba en cada actitud o gesto. La boda, vestida de blanco de los pies a la cabeza, dirigiéndose al altar del brazo de su padre, sus ojos húmedos de la felicidad que sentía no merecer, sus labios temblando de deseo y miedo por la noche que seguiría a fiesta. El, esperándola en el altar, tan buen mozo, tan bello, tan lleno de vida y de energías. Los primeros años de convivencia y el dinero que nunca alcanzaba. Las niñas que llegaron sin pausa, con poco más de un año de diferencia entre ellas. El tiempo que empezó a escasear, sus estudios que quedaron en el camino, su marido preparando los exámenes por las noches mientras ella se ocupaba que las niñas, tan pequeñas, no hicieran ningún ruido que molestara la tranquilidad que él requería para concentrarse. El despertador, puntualmente, cada mañana a las seis. Las corridas de levantar a las niñas, vestirlas, tomar el autobús, llevarlas a la casa de su madre y marcar la entrada en la oficina, antes de las ocho treinta. Nueve horas encerrada, las responsabilidades cada vez mayores en el trabajo, las niñas que crecían, su madre que ya no pudo ocuparse más de cuidarlas. Las niñeras que faltaban sin aviso, y ella, sumando faltas a la oficina. Los ascensos que por eso perdió.

La memoria, en su habitual juego de escondidas, la devolvió a la realidad. El estaba muerto. Ella era viuda. Sus hijas habían quedado sin padre. Un futuro incierto se abría delante por delante. La propia mañana siguiente era un inmenso signo de interrogación. El accidente había terminado con todo. La carretera estaba empapada, había llovido sin cesar por dos días, el agua formaba una cortina que borraba todo lo que se encontrara cinco metros por delante de las narices. Conducía a ciento veinte kilómetros por hora, dijeron los peritos. Olvidó la curva que recorrió cada día, durante cinco años, desde que trabajaba en la fábrica ubicada a treinta kilómetros de la ciudad. Pese a la gravedad de las heridas recibidas cuando el coche se estrelló frontalmente contra el camión, demoró tres días en morir en una cama de un centro de cuidados intensivos. Nunca fue bueno para las despedidas, se dijo mientras abría el grifo de agua caliente para mantener la temperatura del agua que, sin prisa pero sin pausa, se enfriaba.

Salió de la bañera y se envolvió en una toalla. Se acercó a la escalera para escuchar los sonidos que llegaban de la planta baja. Las voces de sus hijas y sus amigas se confundían con las de la televisión que habían encendido. Pensó que en unos días caerían en la cuenta de lo sucedido y, probablemente, se desmoronarían. O no, se corrigió. Cada ser humano es diferente, y sus hijas habían demostrado a lo largo de los años que, por suerte, no habían heredado su carácter. Se acostó en la cama luego de ponerse un camisón y medias de lana. Sentía el frío que acompaña la tristeza. Lo conocía muy bien. También sabía que ambos pasarían.

Es mejor la rabia que el dolor, se dijo, pero inmediatamente las palabras de su madre retumbaron en su memoria. De los muertos no se debe hablar mal, solía repetir. Sin embargo, no pudo olvidar que él nunca firmó la donación de sus órganos. Hasta en eso fue egoísta, se dijo. Sus hijas decidieron que, de todas formas, si alguien necesitaba algo de su cuerpo, lo entregarían. Pero de la interminable lista de receptores que aguardaban un riñón, un hígado, un corazón o córneas, no existió nadie compatible con los tejidos de su marido. Mejor así, pensó, su vida no debía perpetuarse en nadie más. Se sintió culpable por sentir así. Si creyera en Dios, pensó, me castigaría haciéndome rezar cuarenta Padre Nuestros y cien Ave María.

Hacía mucho que no pensaba en Dios. De a poco fue perdiendo la fe que profesó desde niña. La culpa la tuvo Dios, se dijo. Él me abandonó, afirmó. Lo llamó cada noche durante meses, y él se volvió sordo a sus palabras, a sus llantos y a sus súplicas. Pese a su indiferencia, siguió agradeciéndole la vida de sus hijas, y cada mañana, las sonrisas que le entregaban mientras desayunaban, sin las que jamás hubiera podido salir a trabajar.

Dios se olvidó de ella con el primer grito de su marido. Luego, no silenció sus insultos. No la protegió de las diarias recriminaciones porque la comida carecía de la suficiente sal, o no estaba servida a la precisa hora en que a él se le ocurría sentir hambre. No detuvo ninguna de las agresiones con las que la castigó vaya a saber uno porqué. Tampoco la acompañó la primera vez que se presentó en la comisaría, ni estuvo con ella noche que no pudo esquivar la trompada, y debieron ingresarla al hospital con el labio y el pómulo partidos. Dios no fue capaz de hacerle cumplir la restricción que, después de un año, finalmente, sentenció el juez, y por la cual él no debía acercarse a menos de trescientos metros de la casa, de ella ni de sus hijas.

Dios y los hombres las habían olvidado. Dos horas antes del accidente, el la había llamado, prometiéndole que la mataría si llegaba a prohibirle el ingreso a la casa. Inmediatamente hizo la denuncia policial, pero nadie acudió. Por eso, su cuñado y su vecino estaban en la casa cuando sonó el teléfono y del hospital avisaron que había tenido el accidente. Su póliza de seguros seguía teniendo ese número de teléfono pese a que no vivían juntos desde dos años atrás .

Al abrir sus ojos, se detuvo en el ángel de la guarda azul que la vigilaba desde la cómoda del dormitorio. A su marido nunca le gustó esa imagen. A ella tampoco. Pero fue un regalo de su hermana, conservándolo como el recuerdo de una época en que creía en Dios porque él la acompañaba y la cuidaba, alejándola de todo mal, apartando de su vida a los que la dañaban. Se fue durmiendo mientras una sonrisa se instalaba definitivamente en su rostro.

Lo que no logra Dios, lo logran los hombres. Si esas dos justicias fallan, siempre existe una tercera. Murió como vivió. Equivocadamente. Creyendo que siempre lograría lo que quería. Que el universo conspiraría para la eternidad a su favor. Que todo estaría de su parte. Que, como los gatos, cada vez, caería de pie. Que podría violar, además de las leyes humanas y divinas, las leyes físicas. Las que dictaminan que la fuerza de rozamiento entre las cubiertas de un coche y la carretera disminuye cuando llueve, y que, en consecuencia, la distancia a recorrer antes de detenerse completamente, es mayor que cuando la ruta está seca.
La noche del accidente diluviaba. O, había corrido mucha agua bajo el puente. O, llovido sobre mojado. Lo cierto es que él murió como vivió. Violentamente. Sin prestarle atención al enorme camión que circulaba en sentido contrario. Creyendo que podría esquivarlo a pesar de la velocidad a la que conducía y la pista jabonosa en la que se había convertido la ruta. Sin imaginar que la justicia puede adquirir las más increíbles formas.
Y ella, olvidada como tantas otras mujeres por Dios y por los seres humanos, agradeció, a quién correspondiese, la suerte que había corrido.

Abril de 2005