martes, abril 11, 2006

A la vuelta de la esquina

Hoy, por suerte, trabajé poco. Es que acá, como en muchos sitios del mundo, el tiempo parece detenerse durante estos siete días. La semana Santa, Criolla o de Turismo no debería existir excepto para aquellos que pueden huir de la capital. Miente quién dice que es una buena oportunidad para disfrutar la soledad de la ciudad. Si aún no hemos sentido la desolación de la calles semi -vacias, esperemos a mañana de noche. Ni un alma en el centro, la Ciudad Vieja o la rambla. Y conste que no me gustan las multitudes. Es más, suelo escapar de ellas. Pero una cosa es evitar los lugares atestados de gente y otra muy diferente es sentirse como Tom Hanks en Naúfrago. Por eso, ya que me quedo acá, prefiero esconderme. Dudo que puedan existir situaciones más deprimentes que ir a un cine o restaurant donde habitualmente no cabe ni una alfiler, y encontrarse con que no hay más que cuatro gatos perdidos.
Iba a dedicar mi tiempo libre a escribir algo para mi blog, pero me pasé cambiando su diseño y se me fueron las horas. Luego, comencé a buscar en mis archivos, y nada me pareció adecuado para mi estado de ánimo. Creo que he sido víctima de un gaulicho. No hubo ni medio tema que me sedujera.
Nunca fue mi intención escribir sobre temas de actualidad, pero lo único que he pensado en el último mes ha sido en que los noticieros me tienen harta. He llegado al punto que en cuanto empiezan a hablar de lo mismo de siempre, apago la tele o cambio de frecuencia en la radio. Es que les preste o no atención, el resultado será el mismo. Es decir, que los temas importantes del país siguen estando en la mesa de entrada sin ser resueltos (ni para bien ni para mal). Ni qué decir de las plantas de celulosa. Puf! El asunto huele tan mal como el cloro.
Nela me pidió que escribiera sobre el amor y el desamor. Diego, que los mezclara con la corrupción. Demasiado para una tarde tranquila, ¿no?
No sé por qué asociación de ideas se me ha dado por recordar un mediodía de febrero de este año en New York. Después de dejar a un sobrino en una casa de música probando guitarras, con mi otro sobrino seguimos camiando por la 48 st west, en busca del Gap de la 5 av. De pronto, vimos un grupo de gente corriendo. Es un robo, dijo mi sobrino de doce años. Te parece, pregunté. Sin importarnos mucho si era o no la escena de un crimen, nos acercamos. Cuando quisimos darnos cuenta, al lado de nosotros (cincuenta centímetros) teníamos nada menos que a Harrison Ford. En menos de lo que canta un gallo el tío firmó autógrafos y se metió en su semi-limousine negra. No reaccioné ni para tomarle una fotografía.
Una vez que la estrella desapareció, seguimos caminando hasta Gap como si nada hubiese sucedido.
De tardecita, regresando del Metropolitan, en la misma 5 av nos encontramos con una multitud. Parece que a la fiesta de la moda de otoño en Versace estaban invitadas varias estrellas de Holywood, siendo Jeniffer Lopez, la más aguardada por fotógrafos y curiosos. Creí que a mis sobrinos podría interesarles esperarla. No todos los días uno se cruza con VIPs. Sin embargo, a los diez minutos se habían aburrido.
Media hora después, mientras patinábamos (ellos patinaban, yo lo intentaba) en el Rockefeller Center, seguía preguntándome porqué a mis sobrinos no les seducía la idea de esperar a una actriz de la pantalla grande. Para ellos, no tenía sentido alguno cambiar patinar por congelarse esperando a la Jeniffer o a Penélope Cruz ¿Para qué, si Harrison Ford aparece, sin aviso, a la vuelta de la esquina?
Con el recuerdo de Harrison Ford en la 48 west st y la 5 av me voy a la cama. Me llevo a Philip Roth. Asociando ideas, imposible olvidar a Paul Auster. Pero esa, esa es otra historia.