El sábado, al salir del cine, mi amiga no necesitó confesarme que se había enamorado de Georges Corraface. Sus ojos (los de mi amiga) tenían ese inconfundible brillo que delata a quién ha sido tocado por la varita mágica del amor (la imagen de Cupido clavando una flecha en el corazón siempre me resultó muy agresiva, aunque, si es cuestión de ser honesta, hay amores que matan). El privilegiado hombre que conquistó (al menos durante unas horas) el alma de mi amiga, es un francés de cincuenta y dos años, nacido en París, hijo de griegos, con un pelo entre cano que da ganas de despeinar bajo cualquier excusa (si fuera posible durante un abrazo), y que interpreta en La sal de la vida al protagonista principal, Fanis, cuando tiene unos cuarenta y tantos años.
A ese tipo lo conozco, me dije con tono de desconfiada. Y bastó buscar su nombre en Internet para comprobar que, efectivamente, no es en la primera película que aparece. Actor de teatro (en La comedie française, para ir sabiendo), televisión y cine. En su historial está nada menos que una basura con Ana Belén. Pido perdón a los hombres, esa una mujer es hermosa, pero Pasión turca es tan mala, que ni las estrellas pueden brillar allí. Lo cierto es que este buen mozo franco-griego representa a un super latin lover. Y por más que semejantes productos de la naturaleza (y la cultura) (los latin lovers) suelen ser muy codiciados, no son la clase de hombre de la que me enamore (ni siquiera por una noche). Prefiero a los de perfil bajo, los que nadie mira en la calle, pero que, cuando están con la mujer que quieren, son un manantial de dulzura, ternura y pasión. De esos que da gusto observarlos en sus actividades habituales, solamente para recordar el tesoro que guardan en su interior, y que únicamente es entregado a la afortunada mujer que eligen (y que se anima a conocerlos a pesar de las apariencias).
Sin embargo, entiendo que en La sal de la vida, el personaje puede quitarle el sueño a la mayoría de las mujeres. Por el personaje en sí y por lo bien que está interpretado. Aunque, justo es decir, todo comienza por quién representa al galán de mi amiga cuando era pequeño (Markos Osse). Ese niño es un divino. El Fanis adulto no solamente cocina. Lo hace como los dioses, algo que muy pocos mortales logran. Cocina para homenajear a los que quiere (desde la niña de sus ojos hasta su abuelo). Condimenta cada plato con la ternura y la pasión más que con especias. A esto (que ya es más que suficiente para seducir a una fémina) le agregamos que sufre desde pequeño porque la preciosa niña de rulos que bailaba para él en el ático del almacén de especias de su abuelo en Estambul, deja de escribirle poco después que su familia (la de él) es deportada a Atenas. Imposible no querer a un hombre que a los siete años se encerró veinticuatro meses en el baño de su casa, saliendo solamente para ir a la escuela, porque sus padres (siguiendo el consejo de la maestra) le prohibieron entrar a la cocina, único lugar en la extraña Atenas, donde se reencontraba con sus amores (su abuelo y la niña que bailaba para él a cambio de entregarle sus secretos culinarios) (Vayan aprendiendo, caballeros, cuánto puede hechizar a una mujer, un hombre que rompe los esquemas que nos vende Hollywood).
Sumémosle virtudes (si no alcanzaran). Fanis dedica su vida de joven y de adulto a estudiar los secretos de la buena cocina y del cielo. En ambos casos, más allá de lo que los ojos pueden ver. La clave se la había dado su abuelo. La astronomía se encuentra en la gastronomía. Algo tan evidente al prestar un mínimo de atención a las palabras, pero no tanto para la mayoría de los humanos. El joven, a pesar de tenerlo todo para quedarse con la mejor chica del planeta, a los cuarenta y pico sigue solito, sin mujer con quién compartir sus virtudes y su vida. La película nos lo muestra rodeado de sus cacerolas, su telescopio, sus investigaciones y sus discípulos.
Es justamente a esa edad, cuando comienza a desentramarse el drama del galán de mi amiga. La enfermedad de su abuelo es el disparador. Al regresar a Estambul (no lo había hecho nunca antes) se reencuentra con una época de su vida que le fue arrebatada. La infancia, esa época feliz de su vida, se convirtió en una pesadilla a partir del exilio. Y lo marcó para siempre, llenándolo de miedos y de dolores al separarlo de lo que tanto quería. Vuelve a aparecer la tragedia de tanta gente, condenada al exilio por los movimientos de los no invisibles hilos la política y el poder, que es alejada de sus raíces, transformándola en extranjera tanto en su propia tierra (si es que tiene la posibilidad de regresar algún día) como en aquella dónde fue obligada a vivir. Gente sin patria. Gente que tiene su corazón repartido por el mundo. Gente que nunca sabrá realmente cuál es su lugar en el mundo: si el que le vio nacer, o si el que lo acogió. (Como mi amiga, pero esa es otra historia).
El abuelo que no veía desde niño, y la niña de sus ojos (y de sus desvelos) ahora convertida en una mujer, vuelven a poner a flor de piel sus sentimientos, aquéllos que guardó bajo siete llaves durante el resto de su infancia, su adolescencia, su juventud y parte de su vida de adulto, mientras cocinaba manjares y estudiaba el cielo. Todo renace en él. Redescubre los aromas y los sabores, pero, por sobre todas las cosas, la sal de la vida. Eso que todos necesitamos para ser seres humanos íntegros. Eso que nos transforma en mejores personas. Una razón para vivir. O para volver a vivir. O para ser, tal vez por primera vez, seres completos. El buen mozo parecía tenerlo todo. Pero le faltaba lo esencial. El mejor condimento para el alma. La sal de la vida. ¿Qué mujer no se enamoraría entonces de ese hombre, el que representa el galán de mi amiga, que parado en sus cuatro décadas, tras perder el piso que lo sostenía, termina descubriendo el verdadero secreto de la existencia?
El cine refleja los dramas humanos. Nuestras pequeñas batallas cotidianas y nuestras grandes batallas existenciales son representadas en las películas. Los siete pecados capitales van y vienen en la pantalla grande. Trágicos dramas, violencia sin límite, odios intestinos. Guerras, traiciones, intrigas de palacio y políticas. Infidelidades, locuras, asesinatos. A lo que debe agregarse la moda de Hollywood de las super producciones históricas en las que lo esencial (si es que existe) se pierde entre lo majestuoso de los escenarios y los efectos especiales.
La cuestión radica en cuál debe ser la función del cine. Los intelectuales dirán hacer pensar, los productores vender. ¿Pero qué quiere la gente común? Unos entretenerse, otros pasar el rato, otros alejarse de los problemas de todos los días (bastantes tenemos en la vida real para verlo también en el cine, agregan). Muchos quieren finales felices (para los adioses alcanza con los de cada día). Otros, violencia en la que canalizar la agresividad propia o la de la sociedad en la que viven (esas películas que tantos rechazamos por no poder tolerar semejante cuota de sangre, trompadas y balazos). A lo que hay que agregar un grupo cada vez más grande, que consume lo que le pongan delante, tanto en la pantalla grande como en la pequeña. Aquí se encuentran adultos, jóvenes y, lo más preocupante (vaya novedad), niños.
Hay quiénes opinan que este último grupo es un caso perdido, que ya no hay nada que hacer con él, que cayó en manos del super consumo. Sin embargo, creo que no es así. Esas personas son tal vez las más permeables. Lo que se les ofrece es consumido. De modo que habría que cambiar la calidad del producto para intentar abrirles un panorama diferente. Porque, seamos francos, a los intelectuales, que se lo saben todo y nos dan cátedra de lo bueno y de lo malo desde sus pedestales, allá tan encima de nosotros, no les entra nada que no sea lo que ellos clasifican como bueno. Sabemos bien que únicamente deliran (aunque delirar no sé si es la palabra adecuada ya que pocas veces se apasionan; la pasión requiere una actitud visceral de la que suelen carecer, sino, no serían intelectuales) por películas que, muchas veces, ni ellos mismos comprenden (nunca lo dirán, claro). Y que los demás, creemos que nos faltó un gen, materia gris o el don porque vamos al cine esperando encontrarnos con una obra maestra, y resulta que no entendimos ni jota.
Los que somos permeables, los que si alguna vez fuimos rígidos, los años nos hicieron perder una buena dosis de prejuicios, los que por suerte aún estamos abiertos a conocer diferentes modalidades de cine, ¿qué queremos? ¿Qué nos muestre nuestra horrenda cotidianeidad? ¿Esa en la que una buena parte de los seres humanos, siendo aún privilegiados al tener la posibilidad de elegir, seguimos enredados en nuestros dramas por no arriesgarnos a tomar decisiones? ¿Esa en la que, como realmente no tenemos problemas, nos ahogamos en vasos de agua? ¿Esa en la que justificamos todas nuestras debilidades, contradicciones, miserias y traiciones, porque somos humanos y por ende, falibles? ¿Esa en la que no conversamos con nuestro vecino (o con nuestras parejas, hijos o amigos, para ser más franca y dura todavía) por andar siempre a las apuradas o haciendo lo importante (en la mayoría de los casos es lo necesario o lo urgente)? ¿Esa en la que no disponemos (ni nos hacemos) tiempo para poner tres verduras en una cacerola y cocinarlas como dios manda, a fuego lento? ¿Esa en la que vivimos mal, comiendo parados en la calle, bebiendo un café sin ningún sabor más que el del azúcar (que, como me dijo hace muchos años una sabia mujer, cada vez es menos dulce) mientras corremos a nuestro trabajos? ¿Esa en la que almorzamos de lunes a domingo alimentos congelados, premiando a nuestros niños con comida de chatarra? ¿Esa en la que, por nuestra salud (o calidad de vida, vaya paradoja) olvidamos el pan recién salido del horno en el que se derrite la manteca, por unas galletitas duras que a nada saben?
La realidad puede mostrarse de diferentes maneras.
Películas como La sal de la vida me recuerda el cine que quiero. El que transforma lo cotidiano en poesía. El que nos muestra las maravillas de las cosas simples de todos los días. El que le otorga a lo esencial su justo lugar. El que nos recuerda que, por suerte, muchas culturas o personas aún no han perdido el norte, y que si les sucediera (¿a quién no?) la brújula utilizada para reorientarse es la de lo realmente valioso. Películas como La sal de la vida nos sacuden profundamente el esqueleto y la existencia. Pero lo logra sin violencia, agresiones, ruidos ni estridencias, sino con suaves fragancias, tenues sabores y casi imperceptibles sonidos (¿acaso la niña necesitaba música para bailar?)
La sal de la vida abre, sin necesitar una tempestad, todas nuestras puertas y ventanas. Con la llave de la poesía se introduce a través de nuestros poros. Toma lo más esencial, la comida, y la vuelve un instrumento para alertarnos sobre las consecuencias de una vida sin especias o con el condimento inapropiado. En esta pequeña obra maestra, queda demostrado que las grandes tragedias humanas como el exilio, el desamor, el miedo, el desarraigo, el abandono y la cobardía, pueden plantearse sin explosiones. Juega con los contrarios: la comida casera que no preparamos, el amor que no le agregamos a la cocina de cada día, las reuniones familiares que postergamos en el trajín de la vida apurada, la amistad eterna e incondicional que sustituimos por vínculos superficiales con personas que no elegimos como las de nuestro trabajo, las danzas que no bailamos, los cuerpos que no liberamos porque nos falta la música exterior. Y es a través de los contrarios que descubrimos la sal que le falta a nuestras vidas.
La sal de la vida recorre los secretos del arte culinario, y de los condimentos que se requieren para lograr el sabor exacto en las recetas. Secretos que los adultos transmiten a los jóvenes, el abuelo al nieto, como secretos o consejos para vivir.
La sal de la vida no le otorga al galán de mi amiga un final feliz al estilo Hollywood. (Suerte para ella, que en cualquier momento saldrá en sueños a buscar por las calles de Atenas o de Estambul al solitario cuarentón). A simple vista, puede parecernos que quién gana es otro personaje, un hombre que desde niño aprendió de su padre la diplomacia. Sin embargo, una cuidadosa lectura, nos muestra que el final de nuestro galán sí es feliz, entendiendo por felicidad ese estado del espíritu humano en que todo ocupa (o pasa a ocupar) su justo lugar, aún después del dolor o la desilusión. Es decir, ni más ni menos que lo que suele pasarnos en nuestras vidas cuando nos hacemos un poco más sabios al aprender de los errores (que cometimos por acción o por omisión). El galán tenía madera para crecer, y lo hizo. Para ello fue necesario recorrer el doloroso camino de regreso y, enfrentarse a si mismo para volver a traer al presente los sabios secretos del abuelo y de sus ancestros. Mientras tanto, la mujer que una vez fue la niña de sus ojos, eligió la seguridad, algo que ya había hecho a los ocho años cuando dejó de escribirle, rompiéndole el corazón al niño al que le bailaba a cambio de secretos del arte culinario.
La sal de la vida tiene un final realista aunque la platea pudiese estar esperando que el galán de mi amiga recibiese la recompensa por tanto dolor y amor incondicional a las dos personas que marcaron su vida. Pero Fanis, por miedo, no regresó para recuperarlos. Pero Fanis, nada hizo hasta la enfermedad de su abuelo, para volver a Estambul. ¿Era libre (en su interior, digo) de hacerlo? ¿Realmente podía hacerlo? Lo cierto es que regresa a la Estambul de su niñez cuando las circunstancias no le dieron otra alternativa. Fue frente a lo inevitable que, haciendo de lado sus viejos temores, recorre el difícil y movilizador camino de regreso. Y pese a que allí (a sus cuarenta y tantos) descubre (o redescubre) la sal de la vida, y actúa en consecuencia, la película no lo premia al estilo Hollywood. Es tarde ya para eso. O en la vida real no siempre comemos perdices. Pero no es tarde para otro tipo de felicidad, menos tangible, pero más sólida.
En La sal de la vida, todos los dramas del ser humano se plantean, pero con poesía. Y se resuelven con realismo teñido de poesía. No existen soluciones increíbles a los problemas, que de tan heroicas se volverían imposibles por inhumanas. Nuestro héroe es un hombre de carne y hueso, igual que nosotros. Le pasan las mismas cosas que al resto de los mortales y las encara y resuelve (lo que está en sus manos, claro) con lo mejor que tiene en su interior (su exquisita esencia), algo que no siempre hacemos todos los mortales.
A pesar que la historia podría centrarse únicamente en un personaje (Fenis), La sal de la vida nos presenta en cada uno de los otros, alguna característica humana (de las buenas y de las otras).
La sal de la vida nos muestra las pequeñas-grandes tragedias humanas envueltas en un clima mágico que, ojalá, más películas pudiesen lograr. Y nosotros, los espectadores, nos vamos del cine con nuestro interior bien revuelto, pero sin haber sido violentados. Habrá quién concluya que la vida no siempre da dos oportunidades y que, por eso, hay que subirse al tren la primera vez que pase por nuestro andén. Otros pensarán que a pesar que el galán no llegó a tiempo, fue quién mas se enriqueció al haber sido capaz de descubrir la esencia de todas las cosas. Otros, que la entonces niña de sus ojos no era merecedora de tan inmenso amor. Otros, que los gobiernos determinan (y cuánto) las vidas de las personas. Otros, recordarán cien veces al niño escapándose en tren a Estambul, y lagrimearán al sentir cómo, lamentablemente, los adultos obligan (obligamos) a apagar la lucecita que tienen los niños (que tuvimos de niños, que tienen nuestros hijos). Otros, no olvidarán al padre del galán, un personaje sin desperdicio, enfrentado a ser deportado y a la cruel y mezquina encrucijada de arrastrar al exilio a su esposa e hijo o convertirse en musulmán. Otros, no podrán entender al abuelo, que a pesar del intenso vínculo con su nieto, nunca fue a visitarlo a Atenas. O no entenderán al galán de mi amiga, que ni de joven ni de adulto fue a visitar a su abuelo a Estambul. O al tío del galán, que nadie imaginaría que aceptase un matrimonio por conveniencia…
Ayer fui al cine con mi amiga, intentando reparar el entuerto de haberla dejado esperando, una semana atrás, en la puerta de otra sala de cine. Mi amiga salió enamorada del galán. Ella y yo, enamoradas de la película. Y de la vida, que sigue siendo bella a pesar de todas y cada una de las pequeñas grandes tragedias cotidianas. Sobre todo, cuando dimensionamos nuestras existencias a través de una lupa tan mágica como la que lograda en La sal de la vida. Este es el cine que quiero. De modo que si quieren reparar un error cometido con algún ser querido, no lo duden, invítenlo a ver La sal de la vida. Después de disfrutar semejante exquisitez, habrán recordado, a través de su poesía, lo esencial de la vida. Ojalá que nunca se nos olvide.
Películas como La sal de la vida me recuerda el cine que quiero. El que transforma lo cotidiano en poesía. El que nos muestra las maravillas de las cosas simples de todos los días. El que le otorga a lo esencial su justo lugar. El que nos recuerda que, por suerte, muchas culturas o personas aún no han perdido el norte, y que si les sucediera (¿a quién no?) la brújula utilizada para reorientarse es la de lo realmente valioso. Películas como La sal de la vida nos sacuden profundamente el esqueleto y la existencia. Pero lo logra sin violencia, agresiones, ruidos ni estridencias, sino con suaves fragancias, tenues sabores y casi imperceptibles sonidos (¿acaso la niña necesitaba música para bailar?)
La sal de la vida abre, sin necesitar una tempestad, todas nuestras puertas y ventanas. Con la llave de la poesía se introduce a través de nuestros poros. Toma lo más esencial, la comida, y la vuelve un instrumento para alertarnos sobre las consecuencias de una vida sin especias o con el condimento inapropiado. En esta pequeña obra maestra, queda demostrado que las grandes tragedias humanas como el exilio, el desamor, el miedo, el desarraigo, el abandono y la cobardía, pueden plantearse sin explosiones. Juega con los contrarios: la comida casera que no preparamos, el amor que no le agregamos a la cocina de cada día, las reuniones familiares que postergamos en el trajín de la vida apurada, la amistad eterna e incondicional que sustituimos por vínculos superficiales con personas que no elegimos como las de nuestro trabajo, las danzas que no bailamos, los cuerpos que no liberamos porque nos falta la música exterior. Y es a través de los contrarios que descubrimos la sal que le falta a nuestras vidas.
La sal de la vida recorre los secretos del arte culinario, y de los condimentos que se requieren para lograr el sabor exacto en las recetas. Secretos que los adultos transmiten a los jóvenes, el abuelo al nieto, como secretos o consejos para vivir.
La sal de la vida no le otorga al galán de mi amiga un final feliz al estilo Hollywood. (Suerte para ella, que en cualquier momento saldrá en sueños a buscar por las calles de Atenas o de Estambul al solitario cuarentón). A simple vista, puede parecernos que quién gana es otro personaje, un hombre que desde niño aprendió de su padre la diplomacia. Sin embargo, una cuidadosa lectura, nos muestra que el final de nuestro galán sí es feliz, entendiendo por felicidad ese estado del espíritu humano en que todo ocupa (o pasa a ocupar) su justo lugar, aún después del dolor o la desilusión. Es decir, ni más ni menos que lo que suele pasarnos en nuestras vidas cuando nos hacemos un poco más sabios al aprender de los errores (que cometimos por acción o por omisión). El galán tenía madera para crecer, y lo hizo. Para ello fue necesario recorrer el doloroso camino de regreso y, enfrentarse a si mismo para volver a traer al presente los sabios secretos del abuelo y de sus ancestros. Mientras tanto, la mujer que una vez fue la niña de sus ojos, eligió la seguridad, algo que ya había hecho a los ocho años cuando dejó de escribirle, rompiéndole el corazón al niño al que le bailaba a cambio de secretos del arte culinario.
La sal de la vida tiene un final realista aunque la platea pudiese estar esperando que el galán de mi amiga recibiese la recompensa por tanto dolor y amor incondicional a las dos personas que marcaron su vida. Pero Fanis, por miedo, no regresó para recuperarlos. Pero Fanis, nada hizo hasta la enfermedad de su abuelo, para volver a Estambul. ¿Era libre (en su interior, digo) de hacerlo? ¿Realmente podía hacerlo? Lo cierto es que regresa a la Estambul de su niñez cuando las circunstancias no le dieron otra alternativa. Fue frente a lo inevitable que, haciendo de lado sus viejos temores, recorre el difícil y movilizador camino de regreso. Y pese a que allí (a sus cuarenta y tantos) descubre (o redescubre) la sal de la vida, y actúa en consecuencia, la película no lo premia al estilo Hollywood. Es tarde ya para eso. O en la vida real no siempre comemos perdices. Pero no es tarde para otro tipo de felicidad, menos tangible, pero más sólida.
En La sal de la vida, todos los dramas del ser humano se plantean, pero con poesía. Y se resuelven con realismo teñido de poesía. No existen soluciones increíbles a los problemas, que de tan heroicas se volverían imposibles por inhumanas. Nuestro héroe es un hombre de carne y hueso, igual que nosotros. Le pasan las mismas cosas que al resto de los mortales y las encara y resuelve (lo que está en sus manos, claro) con lo mejor que tiene en su interior (su exquisita esencia), algo que no siempre hacemos todos los mortales.
A pesar que la historia podría centrarse únicamente en un personaje (Fenis), La sal de la vida nos presenta en cada uno de los otros, alguna característica humana (de las buenas y de las otras).
La sal de la vida nos muestra las pequeñas-grandes tragedias humanas envueltas en un clima mágico que, ojalá, más películas pudiesen lograr. Y nosotros, los espectadores, nos vamos del cine con nuestro interior bien revuelto, pero sin haber sido violentados. Habrá quién concluya que la vida no siempre da dos oportunidades y que, por eso, hay que subirse al tren la primera vez que pase por nuestro andén. Otros pensarán que a pesar que el galán no llegó a tiempo, fue quién mas se enriqueció al haber sido capaz de descubrir la esencia de todas las cosas. Otros, que la entonces niña de sus ojos no era merecedora de tan inmenso amor. Otros, que los gobiernos determinan (y cuánto) las vidas de las personas. Otros, recordarán cien veces al niño escapándose en tren a Estambul, y lagrimearán al sentir cómo, lamentablemente, los adultos obligan (obligamos) a apagar la lucecita que tienen los niños (que tuvimos de niños, que tienen nuestros hijos). Otros, no olvidarán al padre del galán, un personaje sin desperdicio, enfrentado a ser deportado y a la cruel y mezquina encrucijada de arrastrar al exilio a su esposa e hijo o convertirse en musulmán. Otros, no podrán entender al abuelo, que a pesar del intenso vínculo con su nieto, nunca fue a visitarlo a Atenas. O no entenderán al galán de mi amiga, que ni de joven ni de adulto fue a visitar a su abuelo a Estambul. O al tío del galán, que nadie imaginaría que aceptase un matrimonio por conveniencia…
Ayer fui al cine con mi amiga, intentando reparar el entuerto de haberla dejado esperando, una semana atrás, en la puerta de otra sala de cine. Mi amiga salió enamorada del galán. Ella y yo, enamoradas de la película. Y de la vida, que sigue siendo bella a pesar de todas y cada una de las pequeñas grandes tragedias cotidianas. Sobre todo, cuando dimensionamos nuestras existencias a través de una lupa tan mágica como la que lograda en La sal de la vida. Este es el cine que quiero. De modo que si quieren reparar un error cometido con algún ser querido, no lo duden, invítenlo a ver La sal de la vida. Después de disfrutar semejante exquisitez, habrán recordado, a través de su poesía, lo esencial de la vida. Ojalá que nunca se nos olvide.