Vivo en una casa que, sin ser lujosa, es bonita y, en general, suele estar limpita y bastante ordenada. En la sala tengo una mesa grande de sólida madera que en cualquier momento celebrará sus ochenta años de servicio. Como mínimo, aloja a seis comensales, aunque en sus orígenes logró sentar a su alrededor, dos veces al día, ocho personas entre las cuales estaba la abuela paterna de mis hijos. Además, hay un sillón de tres cuerpos y dos de uno. La ventana es enorme. Deja entrar el sol por las mañanas y luz natural todo el día. Mi casa también tiene baño y cocina, además de los dormitorios, claro. Uno de ellos ha alojado en diferentes temporadas a amigas de visita, a otra en busca de refugio después de su divorcio, y hasta a mi padre mientras le pintaban su casa.
A pesar que me gusta cocinar, cada vez lo hago con menos frecuencia. Hace una década que me cansé de tantas recetas realizadas a lo largo de quince años para alimentar al barril sin fondo que fue mi marido, y a mis hijos, sobre todo al varón, que si sigue con sus extravagantes gustos culinarios va a casarse sin haber probado pescado por su propia voluntad. Eso sí, en los cumpleaños, fiestas y reuniones con familias y amigos me olvido de mi promesa de contratar una cocinera de tiempo completo (aún a costa de entregarle todo mi salario) y me encierro en la cocina a disfrutar con el alma el arte ancestral de mezclar alimentos, especias y sabores. Si en alguna reunión familiar celebrada en casa preparé pocos platos, fue por razones más que justificadas (como la enfermedad, Señor Juez). De todas formas, lo que no preparé con mis propias manos fue reemplazado por lo que otras manos (a las que debí pagar, claro) trajeron a mi mesa. Y como beber me gusta (y mucho) los alimentos se acompañan siempre de buen vino (tinto), cerveza para algunos (sobre todo en verano), refrescos para los pequeños y la infaltable agua clara y transparente. Para el aperitivo jamás falta el whisky, aunque también tengo ron, tequila y otras de mayor graduación alcohólica (para los valientes).
Las reuniones no precisan comidas elaboradas ni sofisticadas bebidas, claro está. Basta la calidez y el afecto para convertir una sencilla pizza en una excelente excusa para el reencuentro con los seres que queremos. Unas empanaditas y un vinito tinto siguen siendo el deleite de una de mis cuñadas. La simple torta de manzana y canela, el mejor postre del universo para un individuo del sexo masculino que conozco. Así como el café hecho con ternura no podrá competir jamás con la mejor mezcla de granos de café del mundo.
Mi hogar no es un palacio, pero es el lugar del mundo donde aún me reconozco sin dudarlo ni un instante. Casi dos décadas de mi vida están allí, en cada rincón, cada cuadro en la pared, cada cortina que elegí, cada adorno y portarretrato que coloqué aquí o allá. Incluso los dormitorios de mis hijos, donde apenas entro para verificar si llegaron en algún momento de la noche (o la madrugada), que están decorados según sus gustos y preferencias, los considero como espacios que, junto con el resto de las habitaciones, diferencian mi casa de cualquier otro lugar del planeta. Puedo recorrer mi hogar con los ojos cerrados, y sé si algo (aunque sea de mínimo tamaño) falta de su lugar.
También quiero las casas de las personas queridas. Conozco sus perfumes, identifico los sonidos que entran por sus ventanas y la música que llega de los equipos de audio. Diferencio las plantas, los sillones, los ceniceros y los vasos. En esas casas también estoy a gusto. Son mis segundos hogares. En ellos tengo asilo asegurado si llegasen malas temporadas, cocinas a mi disposición para eventuales hambres y almohadones donde recostar mi cabeza cansada en épocas de librar difíciles batallas. Y sé que mi casa es también querida por los que quiero. Llego a la casa de mis seres queridos sin saber la dirección. Y ellos lo hacen a la mía aún no recordando el número de puerta. Los caminos entre sus casas y la mía, y la mía y las suyas, están escritos con tinta invisible e indeleble. Son de doble vía. De ida y de regreso. Por eso, ellos y yo los transitamos infinitas veces sin darmos cuenta dónde nos encontramos la última vez.
Sin embargo, últimamente, algo raro está sucediendo. Alguien a quién quiero y conozco desde hace una eternidad, comenzó a pedirme (y después a reclamarme) que visitara su casa. Cuando se transforman en números estos asuntos, es que las relaciones andan en crisis, me dije. De pronto, abracadabra, comprendí que, efectivamente, hacía un buen tiempo que no iba por allí. Pero también, que no venía por aquí desde hacía mucho más. Más grave era aún la realidad ya que, ciertos acontecimientos en nuestras vidas ameritaron su visita, y eso nunca se produjo. Comprendí entonces que era yo quién siempre visitaba su casa. Y que, cuando dejé de hacerlo esperando que viniese a la mía, obviamente se sorprendió, y a continuación, me hizo saber su desconcierto.
Tenemos los vínculos que establecemos. A veces, parten de desigualdades. Generalmente tomamos conciencia de ellas recién cuando se presentan situaciones como la que estoy contando. Y no es una tontería. Para nada. Es un síntoma. Es consecuencia de una relación en la que, por diferentes motivos (conscientes o de los otros), el camino entre ambos no estaba trazado, como yo creía, con doble vía. ¡Tantas veces decimos que el afecto es una plantita que debe ser regado a diario, por uno y por el otro! Mi amiga (la que se enamoró del galán de La sal de la vida) es el ejemplo viviente de cómo se deben cuidar los vínculos. Y que es una tarea de las dos personas que se quieren. A pesar que es callada y respetuosa a rabiar de mi individualidad (y de la de los demás) cada vez que una actitud mía pone en riesgo la fortaleza de nuestra amistad, no se queda ni con una palabra sin pronunciar. Ojalá todos tuviesen una amiga como ella, que practica el arte de cuidar el afecto como tiene que ser. No fue difícil comprender que los reclamos que he recibido de esta otra persona querida por no visitar su casa, son una señal. La certeza que pocas veces ha venido a la mía, otra. Quedaron al descubierto, sin proponérnoslo, cual signos manifiestos de una enfermedad. Pero como la fiebre puede estar anunciando una gripe u otra patología de mayor gravedad, hay que atenderla. Y de la misma manera que suministrar antitérmicos no es la terapéutica indicada, ya que bajará la fiebre pero no atacará la enfermedad o, peor aún, no le permitirá al galeno hacer su diagnóstico, y ya que me tocó a mí descubrir el síntoma, tengo la obligación de conocer la enfermedad si es que me importa sanarla.
Claro que me importa, me respondo a mí misma inmediatamente. Probablemente tengamos que conversar mucho. En lo que a mí concierne, estoy dispuesta a tomar varios café (o copas de vino) para saber qué está sucediendo entre nosotros. Tal vez no tenga receptividad mi propuesta. Eso se verá después. Para perder, siempre hay tiempo. Para intentar revertir los malentendidos, no siempre. Apostaré todas mis fichas en revisar, entre los dos, el vínculo. Y, si fuese posible, en reconstruirlo sobre la base de un camino de doble vía. Espero que estemos a tiempo de corregir las faltas de ortografía con las que fuimos escribiendo la historia de nuestro afecto. Y si así sucediera, volver a recorrer juntos, mano con mano, el camino entre su casa y la mía. El que quizás no recuerde, el que tal vez olvidó por ir siempre yo a la suya. El que deseo siga dibujado, de ida y vuelta, de vuelta e ida, con tinta invisible e indeleble.
A pesar que me gusta cocinar, cada vez lo hago con menos frecuencia. Hace una década que me cansé de tantas recetas realizadas a lo largo de quince años para alimentar al barril sin fondo que fue mi marido, y a mis hijos, sobre todo al varón, que si sigue con sus extravagantes gustos culinarios va a casarse sin haber probado pescado por su propia voluntad. Eso sí, en los cumpleaños, fiestas y reuniones con familias y amigos me olvido de mi promesa de contratar una cocinera de tiempo completo (aún a costa de entregarle todo mi salario) y me encierro en la cocina a disfrutar con el alma el arte ancestral de mezclar alimentos, especias y sabores. Si en alguna reunión familiar celebrada en casa preparé pocos platos, fue por razones más que justificadas (como la enfermedad, Señor Juez). De todas formas, lo que no preparé con mis propias manos fue reemplazado por lo que otras manos (a las que debí pagar, claro) trajeron a mi mesa. Y como beber me gusta (y mucho) los alimentos se acompañan siempre de buen vino (tinto), cerveza para algunos (sobre todo en verano), refrescos para los pequeños y la infaltable agua clara y transparente. Para el aperitivo jamás falta el whisky, aunque también tengo ron, tequila y otras de mayor graduación alcohólica (para los valientes).
Las reuniones no precisan comidas elaboradas ni sofisticadas bebidas, claro está. Basta la calidez y el afecto para convertir una sencilla pizza en una excelente excusa para el reencuentro con los seres que queremos. Unas empanaditas y un vinito tinto siguen siendo el deleite de una de mis cuñadas. La simple torta de manzana y canela, el mejor postre del universo para un individuo del sexo masculino que conozco. Así como el café hecho con ternura no podrá competir jamás con la mejor mezcla de granos de café del mundo.
Mi hogar no es un palacio, pero es el lugar del mundo donde aún me reconozco sin dudarlo ni un instante. Casi dos décadas de mi vida están allí, en cada rincón, cada cuadro en la pared, cada cortina que elegí, cada adorno y portarretrato que coloqué aquí o allá. Incluso los dormitorios de mis hijos, donde apenas entro para verificar si llegaron en algún momento de la noche (o la madrugada), que están decorados según sus gustos y preferencias, los considero como espacios que, junto con el resto de las habitaciones, diferencian mi casa de cualquier otro lugar del planeta. Puedo recorrer mi hogar con los ojos cerrados, y sé si algo (aunque sea de mínimo tamaño) falta de su lugar.
También quiero las casas de las personas queridas. Conozco sus perfumes, identifico los sonidos que entran por sus ventanas y la música que llega de los equipos de audio. Diferencio las plantas, los sillones, los ceniceros y los vasos. En esas casas también estoy a gusto. Son mis segundos hogares. En ellos tengo asilo asegurado si llegasen malas temporadas, cocinas a mi disposición para eventuales hambres y almohadones donde recostar mi cabeza cansada en épocas de librar difíciles batallas. Y sé que mi casa es también querida por los que quiero. Llego a la casa de mis seres queridos sin saber la dirección. Y ellos lo hacen a la mía aún no recordando el número de puerta. Los caminos entre sus casas y la mía, y la mía y las suyas, están escritos con tinta invisible e indeleble. Son de doble vía. De ida y de regreso. Por eso, ellos y yo los transitamos infinitas veces sin darmos cuenta dónde nos encontramos la última vez.
Sin embargo, últimamente, algo raro está sucediendo. Alguien a quién quiero y conozco desde hace una eternidad, comenzó a pedirme (y después a reclamarme) que visitara su casa. Cuando se transforman en números estos asuntos, es que las relaciones andan en crisis, me dije. De pronto, abracadabra, comprendí que, efectivamente, hacía un buen tiempo que no iba por allí. Pero también, que no venía por aquí desde hacía mucho más. Más grave era aún la realidad ya que, ciertos acontecimientos en nuestras vidas ameritaron su visita, y eso nunca se produjo. Comprendí entonces que era yo quién siempre visitaba su casa. Y que, cuando dejé de hacerlo esperando que viniese a la mía, obviamente se sorprendió, y a continuación, me hizo saber su desconcierto.
Tenemos los vínculos que establecemos. A veces, parten de desigualdades. Generalmente tomamos conciencia de ellas recién cuando se presentan situaciones como la que estoy contando. Y no es una tontería. Para nada. Es un síntoma. Es consecuencia de una relación en la que, por diferentes motivos (conscientes o de los otros), el camino entre ambos no estaba trazado, como yo creía, con doble vía. ¡Tantas veces decimos que el afecto es una plantita que debe ser regado a diario, por uno y por el otro! Mi amiga (la que se enamoró del galán de La sal de la vida) es el ejemplo viviente de cómo se deben cuidar los vínculos. Y que es una tarea de las dos personas que se quieren. A pesar que es callada y respetuosa a rabiar de mi individualidad (y de la de los demás) cada vez que una actitud mía pone en riesgo la fortaleza de nuestra amistad, no se queda ni con una palabra sin pronunciar. Ojalá todos tuviesen una amiga como ella, que practica el arte de cuidar el afecto como tiene que ser. No fue difícil comprender que los reclamos que he recibido de esta otra persona querida por no visitar su casa, son una señal. La certeza que pocas veces ha venido a la mía, otra. Quedaron al descubierto, sin proponérnoslo, cual signos manifiestos de una enfermedad. Pero como la fiebre puede estar anunciando una gripe u otra patología de mayor gravedad, hay que atenderla. Y de la misma manera que suministrar antitérmicos no es la terapéutica indicada, ya que bajará la fiebre pero no atacará la enfermedad o, peor aún, no le permitirá al galeno hacer su diagnóstico, y ya que me tocó a mí descubrir el síntoma, tengo la obligación de conocer la enfermedad si es que me importa sanarla.
Claro que me importa, me respondo a mí misma inmediatamente. Probablemente tengamos que conversar mucho. En lo que a mí concierne, estoy dispuesta a tomar varios café (o copas de vino) para saber qué está sucediendo entre nosotros. Tal vez no tenga receptividad mi propuesta. Eso se verá después. Para perder, siempre hay tiempo. Para intentar revertir los malentendidos, no siempre. Apostaré todas mis fichas en revisar, entre los dos, el vínculo. Y, si fuese posible, en reconstruirlo sobre la base de un camino de doble vía. Espero que estemos a tiempo de corregir las faltas de ortografía con las que fuimos escribiendo la historia de nuestro afecto. Y si así sucediera, volver a recorrer juntos, mano con mano, el camino entre su casa y la mía. El que quizás no recuerde, el que tal vez olvidó por ir siempre yo a la suya. El que deseo siga dibujado, de ida y vuelta, de vuelta e ida, con tinta invisible e indeleble.