Sí, ya se que estoy haciendo líos desde el principio. Mi hermano no se ha dignado a ayudarme, y yo, que quise colocar una fotografía en mi blog, a pesar que lo logré (¡bien Laurita!), enseguida me di cuenta que no escribí ningún título. O peor, que el mismo era La amante de Bolzano, nombre de mi blog. (Dicho sea de paso, los genios de la crítica literaria dicen que ese libro de Sandor Marai es el más superficial de todos los que escribió. Claro, no se lo puede comparar con El último encuentro ni con La mujer justa. Poco me importa. Los diálogos son muy buenos. Y punto). Queda para otra vez contar por qué elegí ese nombre para esta aventura.
Las imágenes que aparecen en mi blog (¡arriba la propiedad privada!) son de Barranco, uno de los lugares más encantadores del mundo que he conocido. Las fotografías no las tomé yo. Las copié de varias páginas web. La superior es El puente de los suspiros, la segunda El mirador y la última, la callecita que une el puente con el mirador.
Sucede que llegué a ese barrio de Lima sin película virgen en mi cámara. Eran mis últimas horas en Perú y creí que después de Machu Picchu nada podría sorprenderme. Pues bien, me estaba equivocando otra vez (algo que suele sucederme varias veces al día). Además, lo poco que había visto de Lima me había resultado agobiante, ruidoso y sucio. Sin contar, claro está, mi horroroso recuerdo de la llegada al país: dos horas de fila en migraciones a medianoche, sin aire acondicionado ni posibilidad alguna de comprar una maldita botella de agua, el caos en el exterior del aeropuerto, el miedo de convertirme en cadáver antes de llegar al hotel donde me alojaría (Acotación al margen: nada más terrorífico que mi aterrizaje en Caracas. Pero esa, esa es otra historia).
Toda esta introducción para explicar que me encontré con mi colega para la cena de despedida sin película virgen en mi cámara. Conversando de esto y de aquello ni cuenta me di que Nora había escogido un sitio mágico, colgado de las nubes, flotando sobre el Pacífico y perfumado a mar que, iluminado por los últimos rayos del sol y el tono amarillo de los faroles recién encendidos, me hicieron tararear la popular canción de Chabuca Granda.
Porque ahí estaban el puente, la alameda y la brisa impregnada por jazmines. Porque cruzando el Puente de los suspiros llegamos a la alameda, y caminando por las callecitas, de pronto, nos encontramos en el mirador.
Mientras cenábamos frutos del mar y bebíamos pisco sauer en la terraza del segundo piso de La ermita (en la mejor mesa de todo el restaurante, que más que restaurant es una galería de arte en el más amplio sentido de la palabra: plástica, gastronomía y paisaje) fui sabiendo de la historia de Barranco. Supe, por ejemplo, que se había venido a menos y que, por suerte, lo estaban restaurando. Que su furor fue a principios del siglo pasado, pero que ahora la gente ha vuelto a visitarlo. Que la mitad de los enamorados limeños se confiesan su amor alló.
Cuando el vuelo que me regresaría a casa despegó del aeropuerto, el recuerdo de mi espantosa llegada a Lima se había borrado de mi mente. Ni siquiera me acordé de mi semana gastando una única cuadra de Miraflores (desde mi hotel a la sede del congreso, ida y vuelta, vuelta e ida, y así sucesivamente, ene más una veces), ni de mi amor a primera vista con el Pacífico la primera tarde en el Miraflores de Vargas Llosa, ni del restaurante La rosa náutica que nunca llegué a pisar porque no acepté una invitación para cenar allí (y nunca he sido perdonada por el caballero en cuestión), donde el mar te envuelve. Menos aún de Machu Picchu y de mi heroico ascenso al Huayna Picchu (¿Te acordás Mariela?).
Una vez que ajusté mi cinturón, sin cerrar los ojos, lo único que deseaba con toda mi alma, era ser, por un único y fantástico segundo, una limeña. Y quería que eso sucediese para poder recibir, en el mágico mirador de Barranco, una declaración de amor...