La noche que el marido de Luisa puso fin con un portazo a cuarto siglo de contigo pan y cebolla, lo único que le impidió salir, cuchillo en mano, tras el desamorado y su joven amante, fue el estreno de El sur. Así lo asegura el pueblo todo, que la vio, una hora después, luciendo su mejor vestido y maquillada como para ir de boda, en los primeros lugares de la fila del Helvético. Como si eso fuera poco, al terminar la película, se fue con sus amigas a la plaza sin pronunciar ni media palabra del hecho que estaba en boca de todos desde que el infiel hizo rugir el motor de su camión para que a nadie le quedase la menor duda que se marchaba para nunca más volver.
Por meses, Luisa siguió con sus rutinas, imperturbable como una diosa. Si alguien afirmara que la vio llorar, es por envidia pura y llana. Las únicas lágrimas derramadas fueron las de los sábados en las matinés. Hasta que una tarde, habiendo transcurrido poco más de medio año del adiós del desvergonzado, Luisa se convirtió en la comidilla de todos al romper en llanto en plena avenida, y luego encerrarse en su casa un tiempo tan eterno como imposible de definir.
Un viernes volvió a aparecer. Demacrada y pálida como un fantasma, subió al autobús con destino a la capital, donde su hija estudiaba. Regresó a los quince días con las mejillas coloreadas y el brillo de antaño en sus ojos. Este milagro, junto con los viajes mensuales que comenzó a hacer a la capital, dividió a los vecinos. Unos se inclinaban por clandestinos encuentros con el cretino. Otros, argumentaban una psicoterapia recién llegada de Europa.
Diez años después, en la reinauguración del cine Helvético, mientras Luisa y todo el pueblo esperaban que China Zorrilla les firmara autógrafos, su hija sonreía al recordar los tiempos difíciles, cuando, siendo adolescente, aprendió que el primer amor es cosa seria. De tanto escuchar al abuelo contar la fascinación que Fantasía produjo en Luisa cuando aún no sabía leer ni escribir, no le fue difícil asociar el llanto en la vía pública y la reclusión posterior, con el cierre del cine del pueblo. Aún hoy, a dos décadas de los hechos, sigue prometiéndose cobrarle derechos de autor a Paul Auster por la terapia cinematográfica usada en El libro de las ilusiones.
Nota: El cine Helvético, con más de mil butacas, se inauguró en 1910 en Nueva Helvecia, ciudad de diez mil habitantes cercana a la costa suroeste del Río de la Plata, en Uruguay. Fue cerrado en 1985, reabriendo diez años después gracias a los habitantes que lo compraron a través de una sociedad civil. El año pasado fue declarado Monumento Histórico Nacional.